viernes, 18 de noviembre de 2011
“El pueblo está creando y recreando la lengua a cada rato”
Página/12
Por Silvina Friera
Al pie de una palabra que no se deja decir. O de pensamientos que no quieren dormir. O de viejas heridas que esperan que les pongan nombres. El sortilegio de “la señora” –la poesía– no cesa. Juan Gelman cuenta, desde México, que anda “laburando” con el deseo bajo el brazo y la ironía en la punta de la lengua. Lo milagroso de los milagros es que, efectivamente, a veces se producen. La voz del poeta, empecinada en la apertura de nuevos territorios verbales, no oculta el asombro de tener que enfrentarse, a los 81 años, en el espejo de las páginas que escribió. “Estos poemas, esta colección de papeles esta/ manada de pedazos que pretenden respirar todavía/ estas palabras suaves ásperas ayuntadas por mí/ me van a costar la salvación.” Esta yunta de versos escogidos al azar podría condensar, si esto fuera posible, las “pruebas de la infamia”, como las definirá el poeta con ese humor que amortigua el impacto del milagro. Página/12 presenta las Obras completas de Gelman a partir de mañana. Y arranca por el principio: Violín y otras cuestiones, esa pieza clave que resultó un acontecimiento para la poesía argentina, el punto que funda y un antes y un después, con todos los poemas que aparecieron en la primera edición y el prólogo completo de Raúl González Tuñón.
– ¿Qué sentimientos lo asaltaron al volver sobre lo que publicó? ¿Intentó corregirse?
– No corregí nada porque el delito ya se cometió, ¡qué querés que haga! (risas). Van a publicar las futuras pruebas de la infamia; esas pruebas no las puedo corregir. Lo que pasó es que me encontré con una enorme cantidad de poemas, muchos más de lo que pensaba. Aquí salen las obras completas por Fondo de Cultura Económica y se presentan en la Feria del Libro de Guadalajara; son mil trescientas y pico de páginas. El trabajo de reelerme fue más pesado que escribirme.
– ¿Por qué más pesado? ¿Qué encontró en la relectura?
– Una confirmación de mis insatisfacciones, ¿no?; que todavía no alcanzo a dar en la tecla, que sigo persiguiendo a “la señora” para agarrarla por la cola. Y parece que “la señora” no tiene cola. O en todo caso evita que se la agarren. En general corrijo poco porque le tengo un gran respeto al momento más feliz, que es el momento de la escritura. Al día siguiente viene la amargura. Cuando escribís, te sentís sacado de vos mismo; y como a la edad que tengo ya estoy aburrido de mí mismo, salir de mí mismo escribiendo me produce una gran felicidad.
Más allá de la piel de los poemas que está escribiendo y los pormenores de esa dicha, la marea del tiempo que trae la edición completa de las obras de Gelman recupera el paisaje de la iniciación. Un joven poeta con inquietudes políticas y estéticas forjó junto a Héctor Negro, Julio César Silvain y Hugo Ditaranto, entre otros, el grupo de poesía conocido como El Pan Duro, en 1954. Los unía la afiliación comunista y la necesidad de difundir sus incipientes poemas a través de recitales públicos en el teatro La Máscara. Dos años después, en 1956, el grupo editó, a través del sello de Manuel Gleizer, el primer libro de ese joven poeta, Violín y otras cuestiones. “¡Quién pudiera agarrarte por la cola/ magiafantasmanieblapoesía!/ ¡Acostarse contigo una vez sola/ y después enterrar esta manía!/ ¡Quién pudiera agarrarte por la cola!” Estos versos inoxidables, como tantos otros, fundan un destino. Tuñón, con un ojito visor que capturó el porvenir, celebraba este poemario en el que “palpita un lirismo rico y vivaz y un contenido social, pero social bien entendido, que no elude el lujo de la fantasía”.
– ¿Cómo fue el encuentro con Tuñón?
– En una lectura que hicimos los miembros del Pan Duro en el teatro La Máscara lo invitamos a Tuñón. Era un hombre generoso; después de que los amigos me convencieron de que tenía que publicar, junté algunos poemas y se los mostré a él para ver qué pensaba. Si servían. A Tuñón le pareció bien y le pregunté si podía tener la gentileza de hacerme el prólogo. Me dijo que sí, que con mucho gusto lo haría. Además, para todas las ediciones del Pan Duro, conseguimos que un editor mitológico como era Gleizer aceptara darnos su sello. Así que ése fue el primer libro que publiqué por elección popular de todos los miembros del grupo.
– Siempre se señaló que en Violín... irrumpe una manera de llevar el habla popular a la poesía. ¿Qué recuerda que le pasaba a ese joven de veintipico mientras escribía sus primeros poemas con el habla que escuchaba?
– En el habla de la gente hay mucha riqueza, mucha capacidad de inventar. Pero lo que hay, sobre todo, es un ritmo. Y Buenos Aires es un ritmo porteño que podía conocer. En el habla encuentro una música, pero yo no hago una división entre poesía popular y poesía culta, porque la poesía es poesía o no lo es. La poesía es lenguaje calcinado, entonces todo lo que es exterior, lo que es experiencia, vivencia, interroga la imaginación para buscar una expresión. Ahí quema lo que está de más, en materia de palabras.
– ¿Por qué entre tantas cuestiones que se podrían subrayar de Gotán se percibe un énfasis en la ironía?
– Yo fui milonguero y en ese momento empezó a crecer toda una mitología alrededor del tango. La ironía es con aquellos que como Borges decían que el tango era una manera de caminar. A mí siempre me pareció que el tango es una manera de conversar cuerpo a cuerpo y en silencio. Y también ciertas cosas que pasaban en la milonga, que eran un poco ironizables. Recuerdo que escribí un poema, una cuarteta, que no figura en el libro, no figura en ninguna parte... Estoy tratando de hacer memoria (piensa). “La costurerita, cálida y mustia, que pesa lo que puede pesar un hilo, nos dice con su voz llena de angustia: ‘El tango es para bailar, hay que sentirlo’.” La escribí cuando volvía de una milonga. Yo tendría unos 18 años.
– Lo que hace complejo encasillar su poesía es el hecho de que siempre está rompiendo algo. En sus primeros poemas está la tensión entre tradición y ruptura con la lengua. ¿Su libro más rupturista, como se ha dicho, sería Cólera buey?
– Sí, efectivamente, pero sin la tradición nada se puede romper, empezando por la tradición. Ahí el tema es que sentí, como siento todavía, pero ya de otra manera –me tranquilicé un poco–, los límites de lenguaje. Los neologismos surgen por necesidad expresiva, nunca como juego. No me alcanzaban las palabras para decir ciertas cosas que sentía, que la imaginación me traía a la boca. No encontraba palabras para expresar. Y todavía no las hay. En eso estamos los poetas para nombrar esa especie de misterio invisible.
– ¿La idea de violentar la sintaxis de la lengua, presente en toda su obra, le confiere a cada libro un plus diferencial?
– Esto tiene una tradición, sólo que no es una tradición extendida ni mucho menos. En el Quijote hay invención de palabras; Lope de Vega también se mandó las suyas, ¿no? Ellos entendieron lo que hace el pueblo, que es el inventor de la lengua y el que la está creando y recreando a cada rato. Uno escribe por obsesiones y cada nueva obsesión es nueva en el sentido de que necesita una nueva expresión. La obsesión quiere ver la cosa desde otro lugar. Estoy de acuerdo con la definición de la belleza en Sor Juana. Ella decía que la belleza es una espiral. Y yo siento eso. Uno escribe sobre pocos temas, pero al pasar el tiempo y al seguir leyendo y viviendo se ve lo mismo –por ejemplo el amor, la muerte o lo que fuere– desde otro punto de vista. Y eso requiere otra expresión. Por eso mis libros son tan diferentes, creo yo.
En los arrabales de una voz que anda siempre “gelmaneando”, las Obras completas enhebran un collar de obsesiones de libro en libro. Ahí están los versos de “La pretensión” de Mundar (2007), como un modo de invocar el nudo de esta búsqueda expresiva. “Hay palabras que esperan y nadie las toma./ Solas ahí en el silencio florido.”
– ¿Por qué recurrió en Cólera buey a la supuesta traducción de poetas y a los heterónimos o seudónimos?
– Yo los llamo seudónimos porque no creo que sean heterónimos en el sentido de Pessoa. Los seudónimos empezaron por razones personales y políticas; al comienzo de los años ’60 estaba en cierta crisis: lo que escribía era “intimista” y no otra cosa. La intimidad forma parte de una subjetividad, pero no es toda la subjetividad. Entonces me dije que podía inventar un poeta inglés para que escribiera otras cosas. Así apareció John Wendell y después el japonés, Yamanokuchi Ando; pero escribió poquito porque decía que yo como buen occidental lo explotaba (risas). Y después vino Sidney West, que fue extraordinario. Hace dos o tres años se publicó la versión inglesa y se completó el círculo. Lo traduje antes de que su libro se publicara en inglés. Yo trabajaba en Confirmado y en todas las revistas siempre hay un hombre culto. Y vino un día y me dijo: “Juan, leí tu traducción de Sidney West, no te voy a hablar de Sidney West porque ya sabemos qué gran poeta es. Pero estuve chequeando la traducción y es im-pe-ca-ble”. Entonces lo abracé porque Sidney West ya tenía padrino (risas).
– ¿En serio ese hombre culto creyó que Sidney West existía o es una ironía de Gelman hacia esta interlocutora?
– Sí, es en serio. Cuando me dieron el Premio Cervantes, en 2007, Visor me había grabado un disco con unos poemas de Sidney West. Un año después me enteré en Madrid de que alguien de Valencia había entrado a una librería para comprarlo y el vendedor le dijo: “Le tengo que advertir que éstos no son poemas de Gelman, son poemas que lee Gelman” (risas). Así que hasta no hace mucho había gente que creía que esos poemas no eran míos.
– Este coqueteo con la traducción, los seudónimos y las atribuciones, podría remitir a Borges, ¿no?
– No, son dos cosas diferentes; es otra cuestión. Yo no tengo nada que ver con la poesía de Borges, afortunadamente para Borges. Algunos suelen decir que si Kafka hubiera nacido en Buenos Aires sería un escritor costumbrista. Inventar un otro me dio más libertad, me sacó del atasco en que estaba en la escritura.
Algo queda repiqueteando. Quizás el reverso de una réplica que se mastica en silencio. “¿Tenés dos minutos?”, pregunta Juan. En el tono se anticipa los compases de la ironía al pie de la lengua. “Esto que voy a leer apareció en un archivo de La Matanza y es de 1881”, avisa. “El infrascrito, Eusebio Rodríguez, alcalde, certifica que don Manuel Chico, que muerto lo tengo de cuerpo presente y tapao con un poncho, al parecer reyuno, le sorprendió la muerte al salir del baile de don Rufino el Catalán, de la quebrada de doña Pepa, lugar muy conocido y de pública voz y fama en el pago. Interrogado el cadáver, por tercera vez, y no habiendo el infrascripto obtenido respuesta categórica alguna, resuelve darle sepultura en el campo de los desaparecidos, conforme cuadra su circunstancia física, de la que certifico.”
La lectura no termina aún, aunque el lector esté llorando de la risa. ¿Cuántos pagarían por ser testigos de ese momento en que el alcalde interrogó por tercera vez al cadáver? Unos cuantos, seguramente. Hay una nota que le añade más espesura a este texto desopilante. “Hago constar que el finao era muy amante a la bebida y muy dado a las galanterías amorosas y por cuya circunstancia tenía una cicatriz en la quijada izquierda producida por un cucharón de grasa caliente que le arrojó al rostro de la cara la hija de la parda Nicolasa –continúa leyendo–. No se sabe por qué zafaduría. Vale.” Este texto, repite el poeta, fue hallado en el archivo de la Municipalidad de La Matanza. “Por eso digo que Kafka sería un escritor costumbrista. Y Borges también”, dice Gelman.
– En Notas al pie escribió: “Algo escucho en el acto de escribir”. ¿Qué está escuchando en lo que escribe por estos días?
– En este momento escucho que están poniendo los platos para comer. Así que, si no te molesta, lo dejamos aquí. ¿Qué te parece? (risas).
Por Silvina Friera
Al pie de una palabra que no se deja decir. O de pensamientos que no quieren dormir. O de viejas heridas que esperan que les pongan nombres. El sortilegio de “la señora” –la poesía– no cesa. Juan Gelman cuenta, desde México, que anda “laburando” con el deseo bajo el brazo y la ironía en la punta de la lengua. Lo milagroso de los milagros es que, efectivamente, a veces se producen. La voz del poeta, empecinada en la apertura de nuevos territorios verbales, no oculta el asombro de tener que enfrentarse, a los 81 años, en el espejo de las páginas que escribió. “Estos poemas, esta colección de papeles esta/ manada de pedazos que pretenden respirar todavía/ estas palabras suaves ásperas ayuntadas por mí/ me van a costar la salvación.” Esta yunta de versos escogidos al azar podría condensar, si esto fuera posible, las “pruebas de la infamia”, como las definirá el poeta con ese humor que amortigua el impacto del milagro. Página/12 presenta las Obras completas de Gelman a partir de mañana. Y arranca por el principio: Violín y otras cuestiones, esa pieza clave que resultó un acontecimiento para la poesía argentina, el punto que funda y un antes y un después, con todos los poemas que aparecieron en la primera edición y el prólogo completo de Raúl González Tuñón.
– ¿Qué sentimientos lo asaltaron al volver sobre lo que publicó? ¿Intentó corregirse?
– No corregí nada porque el delito ya se cometió, ¡qué querés que haga! (risas). Van a publicar las futuras pruebas de la infamia; esas pruebas no las puedo corregir. Lo que pasó es que me encontré con una enorme cantidad de poemas, muchos más de lo que pensaba. Aquí salen las obras completas por Fondo de Cultura Económica y se presentan en la Feria del Libro de Guadalajara; son mil trescientas y pico de páginas. El trabajo de reelerme fue más pesado que escribirme.
– ¿Por qué más pesado? ¿Qué encontró en la relectura?
– Una confirmación de mis insatisfacciones, ¿no?; que todavía no alcanzo a dar en la tecla, que sigo persiguiendo a “la señora” para agarrarla por la cola. Y parece que “la señora” no tiene cola. O en todo caso evita que se la agarren. En general corrijo poco porque le tengo un gran respeto al momento más feliz, que es el momento de la escritura. Al día siguiente viene la amargura. Cuando escribís, te sentís sacado de vos mismo; y como a la edad que tengo ya estoy aburrido de mí mismo, salir de mí mismo escribiendo me produce una gran felicidad.
Más allá de la piel de los poemas que está escribiendo y los pormenores de esa dicha, la marea del tiempo que trae la edición completa de las obras de Gelman recupera el paisaje de la iniciación. Un joven poeta con inquietudes políticas y estéticas forjó junto a Héctor Negro, Julio César Silvain y Hugo Ditaranto, entre otros, el grupo de poesía conocido como El Pan Duro, en 1954. Los unía la afiliación comunista y la necesidad de difundir sus incipientes poemas a través de recitales públicos en el teatro La Máscara. Dos años después, en 1956, el grupo editó, a través del sello de Manuel Gleizer, el primer libro de ese joven poeta, Violín y otras cuestiones. “¡Quién pudiera agarrarte por la cola/ magiafantasmanieblapoesía!/ ¡Acostarse contigo una vez sola/ y después enterrar esta manía!/ ¡Quién pudiera agarrarte por la cola!” Estos versos inoxidables, como tantos otros, fundan un destino. Tuñón, con un ojito visor que capturó el porvenir, celebraba este poemario en el que “palpita un lirismo rico y vivaz y un contenido social, pero social bien entendido, que no elude el lujo de la fantasía”.
– ¿Cómo fue el encuentro con Tuñón?
– En una lectura que hicimos los miembros del Pan Duro en el teatro La Máscara lo invitamos a Tuñón. Era un hombre generoso; después de que los amigos me convencieron de que tenía que publicar, junté algunos poemas y se los mostré a él para ver qué pensaba. Si servían. A Tuñón le pareció bien y le pregunté si podía tener la gentileza de hacerme el prólogo. Me dijo que sí, que con mucho gusto lo haría. Además, para todas las ediciones del Pan Duro, conseguimos que un editor mitológico como era Gleizer aceptara darnos su sello. Así que ése fue el primer libro que publiqué por elección popular de todos los miembros del grupo.
– Siempre se señaló que en Violín... irrumpe una manera de llevar el habla popular a la poesía. ¿Qué recuerda que le pasaba a ese joven de veintipico mientras escribía sus primeros poemas con el habla que escuchaba?
– En el habla de la gente hay mucha riqueza, mucha capacidad de inventar. Pero lo que hay, sobre todo, es un ritmo. Y Buenos Aires es un ritmo porteño que podía conocer. En el habla encuentro una música, pero yo no hago una división entre poesía popular y poesía culta, porque la poesía es poesía o no lo es. La poesía es lenguaje calcinado, entonces todo lo que es exterior, lo que es experiencia, vivencia, interroga la imaginación para buscar una expresión. Ahí quema lo que está de más, en materia de palabras.
– ¿Por qué entre tantas cuestiones que se podrían subrayar de Gotán se percibe un énfasis en la ironía?
– Yo fui milonguero y en ese momento empezó a crecer toda una mitología alrededor del tango. La ironía es con aquellos que como Borges decían que el tango era una manera de caminar. A mí siempre me pareció que el tango es una manera de conversar cuerpo a cuerpo y en silencio. Y también ciertas cosas que pasaban en la milonga, que eran un poco ironizables. Recuerdo que escribí un poema, una cuarteta, que no figura en el libro, no figura en ninguna parte... Estoy tratando de hacer memoria (piensa). “La costurerita, cálida y mustia, que pesa lo que puede pesar un hilo, nos dice con su voz llena de angustia: ‘El tango es para bailar, hay que sentirlo’.” La escribí cuando volvía de una milonga. Yo tendría unos 18 años.
– Lo que hace complejo encasillar su poesía es el hecho de que siempre está rompiendo algo. En sus primeros poemas está la tensión entre tradición y ruptura con la lengua. ¿Su libro más rupturista, como se ha dicho, sería Cólera buey?
– Sí, efectivamente, pero sin la tradición nada se puede romper, empezando por la tradición. Ahí el tema es que sentí, como siento todavía, pero ya de otra manera –me tranquilicé un poco–, los límites de lenguaje. Los neologismos surgen por necesidad expresiva, nunca como juego. No me alcanzaban las palabras para decir ciertas cosas que sentía, que la imaginación me traía a la boca. No encontraba palabras para expresar. Y todavía no las hay. En eso estamos los poetas para nombrar esa especie de misterio invisible.
– ¿La idea de violentar la sintaxis de la lengua, presente en toda su obra, le confiere a cada libro un plus diferencial?
– Esto tiene una tradición, sólo que no es una tradición extendida ni mucho menos. En el Quijote hay invención de palabras; Lope de Vega también se mandó las suyas, ¿no? Ellos entendieron lo que hace el pueblo, que es el inventor de la lengua y el que la está creando y recreando a cada rato. Uno escribe por obsesiones y cada nueva obsesión es nueva en el sentido de que necesita una nueva expresión. La obsesión quiere ver la cosa desde otro lugar. Estoy de acuerdo con la definición de la belleza en Sor Juana. Ella decía que la belleza es una espiral. Y yo siento eso. Uno escribe sobre pocos temas, pero al pasar el tiempo y al seguir leyendo y viviendo se ve lo mismo –por ejemplo el amor, la muerte o lo que fuere– desde otro punto de vista. Y eso requiere otra expresión. Por eso mis libros son tan diferentes, creo yo.
En los arrabales de una voz que anda siempre “gelmaneando”, las Obras completas enhebran un collar de obsesiones de libro en libro. Ahí están los versos de “La pretensión” de Mundar (2007), como un modo de invocar el nudo de esta búsqueda expresiva. “Hay palabras que esperan y nadie las toma./ Solas ahí en el silencio florido.”
– ¿Por qué recurrió en Cólera buey a la supuesta traducción de poetas y a los heterónimos o seudónimos?
– Yo los llamo seudónimos porque no creo que sean heterónimos en el sentido de Pessoa. Los seudónimos empezaron por razones personales y políticas; al comienzo de los años ’60 estaba en cierta crisis: lo que escribía era “intimista” y no otra cosa. La intimidad forma parte de una subjetividad, pero no es toda la subjetividad. Entonces me dije que podía inventar un poeta inglés para que escribiera otras cosas. Así apareció John Wendell y después el japonés, Yamanokuchi Ando; pero escribió poquito porque decía que yo como buen occidental lo explotaba (risas). Y después vino Sidney West, que fue extraordinario. Hace dos o tres años se publicó la versión inglesa y se completó el círculo. Lo traduje antes de que su libro se publicara en inglés. Yo trabajaba en Confirmado y en todas las revistas siempre hay un hombre culto. Y vino un día y me dijo: “Juan, leí tu traducción de Sidney West, no te voy a hablar de Sidney West porque ya sabemos qué gran poeta es. Pero estuve chequeando la traducción y es im-pe-ca-ble”. Entonces lo abracé porque Sidney West ya tenía padrino (risas).
– ¿En serio ese hombre culto creyó que Sidney West existía o es una ironía de Gelman hacia esta interlocutora?
– Sí, es en serio. Cuando me dieron el Premio Cervantes, en 2007, Visor me había grabado un disco con unos poemas de Sidney West. Un año después me enteré en Madrid de que alguien de Valencia había entrado a una librería para comprarlo y el vendedor le dijo: “Le tengo que advertir que éstos no son poemas de Gelman, son poemas que lee Gelman” (risas). Así que hasta no hace mucho había gente que creía que esos poemas no eran míos.
– Este coqueteo con la traducción, los seudónimos y las atribuciones, podría remitir a Borges, ¿no?
– No, son dos cosas diferentes; es otra cuestión. Yo no tengo nada que ver con la poesía de Borges, afortunadamente para Borges. Algunos suelen decir que si Kafka hubiera nacido en Buenos Aires sería un escritor costumbrista. Inventar un otro me dio más libertad, me sacó del atasco en que estaba en la escritura.
Algo queda repiqueteando. Quizás el reverso de una réplica que se mastica en silencio. “¿Tenés dos minutos?”, pregunta Juan. En el tono se anticipa los compases de la ironía al pie de la lengua. “Esto que voy a leer apareció en un archivo de La Matanza y es de 1881”, avisa. “El infrascrito, Eusebio Rodríguez, alcalde, certifica que don Manuel Chico, que muerto lo tengo de cuerpo presente y tapao con un poncho, al parecer reyuno, le sorprendió la muerte al salir del baile de don Rufino el Catalán, de la quebrada de doña Pepa, lugar muy conocido y de pública voz y fama en el pago. Interrogado el cadáver, por tercera vez, y no habiendo el infrascripto obtenido respuesta categórica alguna, resuelve darle sepultura en el campo de los desaparecidos, conforme cuadra su circunstancia física, de la que certifico.”
La lectura no termina aún, aunque el lector esté llorando de la risa. ¿Cuántos pagarían por ser testigos de ese momento en que el alcalde interrogó por tercera vez al cadáver? Unos cuantos, seguramente. Hay una nota que le añade más espesura a este texto desopilante. “Hago constar que el finao era muy amante a la bebida y muy dado a las galanterías amorosas y por cuya circunstancia tenía una cicatriz en la quijada izquierda producida por un cucharón de grasa caliente que le arrojó al rostro de la cara la hija de la parda Nicolasa –continúa leyendo–. No se sabe por qué zafaduría. Vale.” Este texto, repite el poeta, fue hallado en el archivo de la Municipalidad de La Matanza. “Por eso digo que Kafka sería un escritor costumbrista. Y Borges también”, dice Gelman.
– En Notas al pie escribió: “Algo escucho en el acto de escribir”. ¿Qué está escuchando en lo que escribe por estos días?
– En este momento escucho que están poniendo los platos para comer. Así que, si no te molesta, lo dejamos aquí. ¿Qué te parece? (risas).
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