sábado, 11 de agosto de 2018
“El periodismo, en su versión reporteril, es una hermosa artesanía”
Por Edgardo Dobry
Nadie tan convencida como Ana Basualdo de que periodismo y literatura son dos disciplinas apartadas, incluso opuestas, por mucho que la misma persona pueda practicar ambas con excelencia. La siguiente conversación tiene por pretexto la inminente publicación, en la editorial Sigilo (Buenos Aires), de un volumen que reúne un buen número de trabajos escritos a lo largo de varias décadas por esta periodista argentina afincada en Barcelona desde mediados de los años setenta, cuando de aquel lado del Atlántico empezaba una horrible dictadura y de este lado se terminaba otra. La conversación tuvo lugar una tarde de febrero en casa de Ana, en el barrio de la Sagrada Familia de Barcelona, desde cuya terraza se ve el templo concebido por Gaudí, que Ana detesta, aunque –en cambio– le encantan las enormes grúas amarillas que rodean su eterna índole de monumento inacabado. Es una charla que puede considerarse, a la vez, el resumen de muchas horas de conversación a lo largo de los años. Para usar los términos de Vallejo, podríamos decir que esa tarde nos “sentamos a caminar”: en torno de su trabajo como periodista; en torno de su manera de concebir esa profesión y esa vocación. Una caminata que, para mí, tiene algo revelador. Ana Basualdo es una lectora como conozco muy pocas –por lo infalible de su gusto y por la inteligencia, la capacidad de emitir opiniones precisas y sutiles sin recurrir jamás a ideas preconcebidas ni a categorías de ninguna clase– y autora de un libro de cuentos extraordinario, que ha conocido varias vidas a lo largo de los años: Oldsmobile 1962, publicado por primera vez en Barcelona en 1985, reeditado en 1994 por Alfaguara Argentina y recuperado por Ricardo Piglia en 2012 en su colección de clásicos argentinos para el FCE. Sin embargo, nunca se consideró escritora. Periodista sí. En la Argentina de los años sesenta y setenta, electrizada por la política y la cultura, competían en los kioscos varias revistas semanales de información general que inventaron una nueva manera de reflejar un mundo que parecía lleno de inminencias, promovieron la investigación en capas diversas de la vida social, formaron nuevos públicos. Entre las más destacadas se contaba Panorama, de la editorial Abril, fundada en 1941 por César Civita (empresario de origen judío italiano) y clausurada por la dictadura en 1976. Fue en esa revista en la que Ana Basualdo dio sus primeros pasos como periodista, sin saber todavía que estaba forjándose no solo una vocación sino un destino, un temperamento, una forma de vida.
Las primeras crónicas de tu libro –sobre Leonardo Fabio, Ada Falcón, Blackie– resumen tu trabajo en Panorama, a principios de los años setenta. Lo que llama la atención, leídas ahora, es cómo, en una época de tanta agitación, de tanta inminencia, había un periodismo que registraba el pulso cultural de la Argentina. ¿Cómo era escribir para Panorama? ¿Cómo era esa redacción? ¿Cómo se te ocurría, en un momento como ese, irte a las sierras de Córdoba a perseguir las huellas de una cantante de tango que había desaparecido del mapa en el esplendor de su carrera?
El libro es una selección, y las notas de Panorama que elegí (y más en concreto esas tres que decís vos) son excepcionales, por el tiempo que pude dedicarles y por lo largas: cinco o seis páginas –y con mucho más texto que fotos– de un semanario de información general son una barbaridad. Y una peculiaridad de Panorama, que había sido mensual y conservaba ciertos formatos. Sólo las notas que escribí en Buenos Aires para esa revista podían considerarse periodísticas, creí durante mucho tiempo, no sólo por cómo sino por dónde, en qué circunstancias, con qué intención y según qué código y en qué condiciones laborales fueron escritas. Cada una formó parte de un número determinado de la revista que durante una semana estuvo en los kioscos, por un lado, y, por otro, son todas productos fabricados en una redacción compuesta por un plantel numeroso y bien pagado, en el marco de una empresa familiar potente, la editorial Abril, en la Argentina anterior a 1975. Panorama fue clausurada a mediados de ese año. Y la historia de Abril, y de su fundador y director, el extraordinario César Civita (un judío milanés nacido en Nueva York que llegó a Buenos Aires en los años cuarenta), no fue escrita por ninguno de los muchos periodistas que nos formamos y trabajamos ahí sino por una socióloga italiana, que escribió un ensayo excelente: ABRIL. De Perón a VidelaEugenia Scarzanella, FCE). La crónica sobre Ada Falcón les gustó a coleccionistas de tango melancólicos, pero mucho más a psicoanalistas jóvenes de moda. La revista podía darle seis páginas a un tema tan anacrónico porque (nos gustaba creer) éramos capaces de tratarlo de otra manera que la prensa tradicional ñoña o rosa o amarilla.
En aquella época, si no me equivoco, los periodistas no provenían de los estudios de Comunicación Social o Periodismo; eran autodidactas, se hacían en la calle. ¿Cómo llegaste al periodismo y quiénes fueron tus maestros en aquellos primeros años?
No recuerdo que nadie, en aquella redacción, hubiera estudiado para ser periodista. Éramos (los más jóvenes y sin ninguna experiencia en periodismo ni casi en nada) estudiantes o ex-estudiantes de Letras o Ciencias o Derecho o cualquier otra cosa. A mí me gusta –en perspectiva– darle importancia a esa etapa artesanal de informante o aprendiz o pinche de redactor. No importaba que uno “escribiera bien” sino que informara suficientemente sobre lo que le hubieran encargado: la inauguración de un puente o un congreso de pediatras, o una guardia clandestina en recepciones de los hoteles por hora que proliferaban en la ruta Panamericana hacia 1970, o el derribo de una farmacia art-nouveau del 900. A mí me tocó, por una casualidad o circunstancia que resultaría feliz, empezar en terreno desconocido y arduo: la sección de ciencia y técnica, para el que no tenía ninguna formación, pero bastó el primer encargo para descubrir que sí me gustaba entrevistar, fuera a quien fuera. Un lugar creado por una ficción o impostura (que a la vez era un trabajo pagado y podía ser un oficio) que pone en marcha mecanismos de observación, simulación, contención y algo así como olvido o suspensión del yo. Mecanismos que se ponían en marcha, o no, al margen de que uno (principiante) acudiera a una entrevista con un cuestionario preparado por otro y con un grabador. Si hay algo de vocación en esto, para mí está en ese lugar de aparente inactividad, por eso no me gustan nada las entrevistas estilo interrogatorio policial; más, los merodeos del detective. La escritura de la nota era cuestión no secundaria pero sí posterior al trabajo sobre un personaje o ambiente o situación. La etapa de informante terminaba cuando, por un lado, el informe era ya nota publicable y, por otro, habías pasado –en cuanto a relación laboral con la empresa– de “colaborador” a “redactor”. El informe se cobraba como “colaboración”. El principiante aprendía trabajando y le pagaban por ello.
¿Cómo fueron esas primeras entrevistas?
Al principio fueron entrevistas a primeras figuras de la investigación, para una serie sobre el cuerpo humano: a la descripción de cada órgano se añadía un reportaje sobre el estado de la investigación, en la Argentina, en la especialidad correspondiente a ese órgano. Se publicaba como separata, y era un producto salido de la tradición de contenidos educativos que había publicado Abril en los años cincuenta y sesenta, como Biblioteca Bolsillitos y otras creaciones de Borís Spivacov, quien por cierto le enseñó castellano a un Civita recién llegado a la Argentina. Después siguió una cobertura sistemática de la política científica argentina, a través de entrevistas a investigadores y administradores que culminó con una nota de tapa (con los dos Nobel, Bernardo Houssay y Luis Leloir, reunidos para la foto pero hostiles) de veinte páginas repletas de información caliente, porque se jugaban muchas cosas a la vez –políticas, académicas, económicas– en un mundo que, como todo en ese momento, era “de agitación, de inminencia”, como vos decís. El foco más o menos “revolucionario” se ponía en todo. No incluí esa nota porque sería ilegible hoy. Si los nombres de los Nobel están olvidados, cuánto más el elenco de entrevistados, las guerras entre bandos por el poder de esta o aquella institución o cátedra o presupuesto, hacia 1971. En todo ese período (que en el libro brilla por su ausencia) actué como pinche y “espía” de Martín Yriart, que trabajaba en Panorama desde que era mensuario y dirigía la sección de ciencia. A él se le ocurrió que yo podía hacer ese trabajo y me enseñó a aprehender lo suficiente de la información técnica como para “traducirla” y contarla (y luego, olvidarlo todo…). El modelo de revista era Time, y también, para algunas secciones, el ideal imposible (en la cabeza de Tomás Eloy Martínez, el mejor director de una redacción que conocí) eran The New Yorker y Esquire.
Creo que en el conjunto de esos trabajos se nota tu interés por los personajes y por la calle. Esos artículos son una combinación de entrevista y crónica: a Manuel Puig, por ejemplo, no lo entrevistás para que hable de sus novelas sino de la presencia del camp en Buenos Aires. A Favio lo hacés hablar de su posición dentro del cine argentino contemporáneo a él. Hay una crónica tuya del ambiente que se respiraba en las confiterías de la calle Florida. ¿Había algo deliberado en ese enfoque o sencillamente salió así?
Bueno, la entrevista específica a Manuel Puig tenían que hacérsela en la sección Libros, donde estaban Marcelo Pichon-Riviere, Jorge di Paola y Miguel Ángel Bustos; y de hecho le hicieron varias. Yo llamé al autor de Boquitas pintadas para que me guiara –quién mejor– en esa indagación sobre el camp, y lo hizo con entusiasmo y con su desopilante malevolencia. Para mí, esa nota fue el pasaporte para pasar a la sección Vida Cotidiana y zafarme poco a poco de la especie de servicio militar que había sido Ciencia y Técnica.
Pero para este libro elegiste sobre todo notas culturales, más que las de callejeo propiamente dicho.
Me parece que soportan mejor la distancia. Pensé que los artículos que conservo –o que conseguí– donde hubo trabajo de calle (inicio del boom inmobiliario en el barrio de Belgrano, crónica de no recuerdo qué elecciones contadas desde una ciudad de la provincia de Buenos Aires, una visión de Córdoba dos o tres años después del “cordobazo”, etc.) están demasiado lejos y son tan detallados que no se pueden leer ahora, perdidas las referencias. Porque “la calle” aparece por necesidad; no es el “motivo”. Por eso la nota sobre las confiterías fue una especie de capricho o tímido experimento (no salíamos sólo a “observar”), que fue fácil y rápido de hacer, al lado de las otras. Más bien sí, “salió así”, como decís.
Es curioso que, después de lo dicho, la crónica que cierra tu etapa argentina sea sobre una logia del “espiritismo peronista”. Aunque se publicó en 1972, tiene algo premonitorio del desastre argentino que vendría a partir del 75 y de tu propio destino. ¿Es así? ¿Cuándo y por qué te fuiste de Argentina?
Panorama fue clausurada por el gobierno de Isabel Perón y López Rega más o menos a mediados de 1975. Me acuerdo bien de la foto de tapa que no llegó a salir: Borges (traje azul, corbata rojo oscuro con rayitas) y el actor Juan José Camero (muy joven, con pantalón y campera corta de jean blanco) caminando del brazo por la calle Florida. Ilustraba una crónica mía del rodaje (en el Uruguay) de El muerto, adaptación del cuento de Borges. Días después clausuraron la revista. Seguimos yendo a la redacción y cobrando a fin de mes. Me recuerdo sentada arriba del escritorio, en medio de una asamblea apática, mirando el río por las ventanas que daban a Leandro Alem. Todo había terminado, meses antes del golpe. Yo me fui del país el 8 de noviembre del 75. En cuanto a la nota sobre la Logia Anael, que cierra el libro, es curioso, a mí también me parece que se filtra algo que ahora podríamos leer como siniestro, sobre todo en el recuadro en que cuento una visita a los dueños de una óptica, donde –según rumores– se hacían reuniones de esa secta de la que formaba parte, decían, López Rega. A fines de los noventa, cuando preparaba una recopilación de crónicas de Enrique Raab (Crónicas ejemplares, Perfil, 1999), me impresionó no encontrar –y él fue el mejor– señales de lo que, poco después, nos borraría del mapa, de modo total o parcial. Cuatro redactores de Panorama “desaparecieron”: Luis Guagnini, Miguel Ángel Bustos, Conrado Ceretti e Ignacio Ikonikof.
¿Cómo se reformuló tu vocación periodística en una ciudad extranjera, donde, imagino, las cosas eran menos connaturales que en Buenos Aires?
Llegué a España a principios de noviembre de 1975, con tres cartas de recomendación que me dio Eduardo Galeano (que dirigía la revista Crisis). Una para el poeta Félix Grande, en Madrid, a quien vi en su despacho de director de Cuadernos Hispanoamericanos, donde trabajó muchos años el novelista y ensayista argentino Blas Matamoro. Otra carta para Manuel Vázquez Montalbán, que me consiguió las primeras colaboraciones, en varias revistas pronto desaparecidas: Cuadernos para el diálogo, Triunfo, Guadiana. Y otra para un militante del antiguo PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya), cuyo nombre no recuerdo y que algún hueco esporádico me hizo en la gacetilla del Colegio de Aparejadores que editaba. Y luego escribí de todo para varios productos del “destape”: Interviú, Bazaar, Penthouse, Playboy…
Ahora, febrero de 2018, se acaba de anunciar que cierra la revista Interviú. Si no me equivoco, por ahí pasaron, en su primera época, unos cuantos periodistas, fotógrafos, editores argentinos.
Nosotros veníamos de una debacle y acá todo volvía a empezar, y volvió a empezar con desnudos femeninos en la tapa de Interviú y con sus reportajes más o menos sensacionalistas, y con otras cabeceras subsidiarias del boom del destape que publicaba la misma editorial, Zeta, donde trabajaron varios argentinos en distintos puestos y muchos más como colaboradores. Carlos Alfieri (La Opinión, El periodista de Buenos Aires, Le Monde diplomatique en castellano) fue el primer jefe de redacción de Interviú, cuando vendía un millón de ejemplares por semana.
Después empezaste a trabajar para La Vanguardia, el diario más importante de Barcelona.
Mi colaboración fija fue en los años 80, en la sección de Cultura que dirigía Josep Ramoneda (por entonces, también, profesor de filosofía). Me encargó un par de entrevistas, al filósofo Eugenio Trías y al arquitecto Ricardo Bofill, y después me propuso ayudarlo a armar un suplemento semanal, que salía los martes. Fue, lejos, la mejor experiencia profesional (mi vida laboral pertenece desde hace mucho a RBA) que tuve desde que vivo aquí. Pep Ramoneda está detrás de toda la segunda parte del libro, desde las entrevistas en La Vanguardia, en los años ochenta, hasta lo más reciente, que escribí para la revista bimestral que ahora dirige, La Maleta de Portbou
En general, de esa parte de tu producción periodística, ¿con qué criterio seleccionaste lo que sale en el libro?
En La Vanguardia entrevisté a novelistas, filósofos, arquitectos, diseñadores, urbanistas, pintores, poetas, músicos, antropólogos, arqueólogos, modistos, fotógrafos, etc, , casi siempre por motivos de actualidad (por eso elegí unas pocas). En la redacción de La Vanguardia, adonde iba unas horas dos o tres veces por semana, pasé de la máquina de escribir a la computadora (para Internet faltaba bastante). Fueron cinco o seis años, en los 80, en la Barcelona preolímpica. Años que desperdicié, porque yo andaba siempre comparando aquella redacción oscura y demasiado silenciosa de la calle Pelayo con Panorama. Que fue lo que más extrañé, durante mucho tiempo. Soñé con Buenos Aires todas las noches, el primer año, y motivo recurrente fue un teléfono de arena en el que intentaba discar el número de la redacción.
Creo que otra parte de tu destino se cifra en la primera pieza española de esta recopilación: la entrevista a Federica Montseny. Lo digo porque está ahí un elemento que perdura hasta hoy: tu interés por la tradición anarquista de Barcelona, por su memoria y sus huellas, que guía tu libro Paseos por Barcelona fugitiva; rastros de la ciudad ácrata (2015). ¿Cómo llegaste a Federica Montseny, por qué te interesó?
Que yo recuerde, la primera vez que supe algo sobre la historia de Barcelona fue por mi amigo Alejandro Malofiej (1938-1987), que empezó en Panorama su carrera como dibujante de mapas y gráficos y después pasó a La Opinión y Tiempo Argentino. Existe un premio internacional de infografía Malofiej, en homenaje a su talento de pionero, ya que trabajaba con plumín, tinta china y planchas de Letraset. Me habló de la guerra civil española desde el anarquismo (yo arrastraba doctrina estalinista de mi paso breve por la Federación Juvenil Comunista). Como por casi todo lo que conocí por Alejandro, la historia del anarquismo me interesó siempre, también como forma de seguir hablando con él. Te lo digo ahora, en este contexto, no sólo porque fue uno de mis mejores amigos sino un personaje importante en la redacción de Panorama y estoy bastante segura de que sólo en aquel ambiente extraordinario pudo un tipo salvaje y refinado como él (hijo de rusos que apenas hablaban español y dostoievskiano hasta la caricatura) convertirse en un profesional de primera, encauzando –no sin dramas, fugas, cabezazos contra la pared– algunas de sus obsesiones: la cartografía, la geografía, la estrategia militar, Napoleón, Pedro el Grande, la guerra de Crimea, Nicolas de Stäel… Un profesor de la Universidad de Navarra, años después (yo ya estaba acá), fue su descubridor internacional y el promotor del premio Malofiej.
Entonces, ese interés por el anarquismo se reavivó cuando te instalaste en Barcelona.
En el verano de 1977 se organizaron unas Jornadas Libertarias, con fiestas masivas en el Parc Güell y debates (están en youtube) en varias salas de cine y de teatro abarrotadas. Escribí una crónica de las Jornadas en el Parc Güell para un semanario efímero, Opinión, que editaba Planeta, y ahí hablé con algunos viejos militantes que habían conocido la Barcelona ácrata, anterior a la guerra. Después entrevisté a Federica Montseny, para el dominical de La Vanguardia, lo cual enfureció al subdirector ya a punto de jubilarse. Lo notable (y prueba de la libertad en que se trabajaba) es que se enteró como cualquiera, al abrir el periódico. A mí no me culpó: “Tú eres extranjera y no sabes nada de aquello”.
Da la impresión de que el periodismo, tal como lo practicaste vos y tus compañeros de generación, ha dejado de existir, en favor de la noticia apurada y la multiplicación de las columnas de opinión. ¿Cómo ves el panorama? ¿Creés que cierto auge reciente de la crónica vino a ocupar ese lugar que el periodismo ha abandonado?
Una diferencia enorme: la columna de opinión no existía; tampoco el uso de la primera persona. La crónica literaria es un género que, en los últimos tiempos, en la Argentina se practica mucho y con brillantez, pero la crónica periodística cumple otra función. El asunto es que ya no existe como género habitual y tanto la crónica de escritores como el cine documental han suplantado, en principio con nobleza, el vacío (descriptivo, ambulatorio, husmeador, caminador) dejado por el periodismo. Menos noble, o al menos no adecuada (más allá de gustos personales o generacionales, o quizá debido a ellos) me parece la novelización de asuntos sociales (o económicos, políticos, etc.) que antes describía y analizaba, a través del trabajo de campo y la consulta a los expertos, la crónica periodística. Hemos perdido grandes cronistas, en España, que optaron por la producción de novelas temáticas de factura decimonónica. La crónica no es o no era la expresión de las emociones u opiniones del autor sino, en todo caso, por añadidura o subyacencia, con un armado narrativo de información capaz de sostener la verosimilitud del punto de vista.
¿Creés que el periodismo ha sido reemplazado por algo que se sigue llamando periodismo pero ya es otra cosa?
Ha cambiado absolutamente, en lo empresarial, tecnológico, formativo, formal, gremial, social. Más o menos como todo. Y la reacomodación arrasó (acordémonos de las oleadas de despidos) también con el reporterismo callejero sistemático. Hay campos de la información que sólo pueden roturarse a través de fuentes vinculadas al poder, pero no es la única realidad que necesita ser explorada. El panorama social suele resumirse en encuestas, estadísticas, atención suprema a los comentarios en redes, preguntas previsibles micrófono o cámara en mano.
En los últimos años, ¿te sentiste movida en alguna ocasión a volver al periodismo a pie de calle para llenar ese vacío?
Hace unos años (hacia el 2003), tuve el impulso de contar cómo habían cambiado mi barrio los inmigrantes ecuatorianos, la mayoría muy jóvenes, de ambos sexos y muy dados a charlar en la calle, sentados en zócalos o en la puerta de los locutorios. Como pájaros de la costa del Pacífico (de donde provenían casi todos), vinieron, alegraron el barrio y se fueron en cuanto empezó la crisis. Ese trabajo estaba inédito. Mucho después, escribí una crónica sobre el primer acto de Pablo Iglesias en Barcelona, que se publicó dos meses después en La Maleta de Portbou justamente porque al día siguiente no encontré, en la prensa, ni escrita ni televisiva, nada de lo que yo había visto y escuchado ahí. Y era importante, en ese momento en que crecía el independentismo, enterarse de qué tipo de público había ido a escuchar a un político joven, de izquierda novedosa, madrileño y empático con Cataluña. ¿No había periodistas en el acto? Había sobre todo fotógrafos, pendientes de un tipo que entonces (conocido sobre todo a través de la tele) provocaba curiosidad e ilusión en algunos, y miedo e irritación en otros En ese momento, Podemos se estaba organizando en Barcelona. Quién y cuántos irían era una incógnita. La mayoría del público procedía de los barrios del antiguamente llamado cinturón rojo. Gente, en general, castellanoparlante, antiguos inmigrantes con hijos y nietos más o menos bilingües. Tres años después de aquel primer acto de Podemos en Barcelona (que fue el 21 de diciembre de 2014), tres años que parecen diez, en buena parte de los suburbios votaron a Inés Arrimadas. Gran sorpresa. Años sin molestarse en escuchar a toda la sociedad barcelonesa.
Pero hay un esfuerzo, una energía necesaria para seguir lo que sucede minuto a minuto que a veces parece desmesurada…
Hemingway tenía razón cuando decía que hay que ser periodista sólo entre los veinte y los treinta años. Digamos, ahora, hasta los cincuenta. Pero siempre aparece algún fenómeno fuera de órbita, por suerte: Ernesto Ekaizer, que se formó en Panorama también, y sigue con la misma energía, rapidez, fogosidad y contención a la vez. No te rías: contención, a pesar de sus desbordes en la tele. Contención y paciencia de espía, cuando algunas de sus incontables exclusivas salieron de una escucha en el vestíbulo de un hotel o en el Congreso –según él mismo ha contado–, y después el seguimiento de sabueso, hasta reconstruir historias gruesas de la corrupción de los últimos tiempos, y lo sigue haciendo, como pez en el agua en laberintos judicial o financiero o empresarial o parlamentario, todos los días (para diarios, canales de televisión y de radio), con la misma credibilidad (¡nunca lo desmienten!) e intensidad. En un artículo, Ekaizer cita al periodista financiero Martin Mayer: “Informar es una actividad policial. Si no puedes vivir con eso, no deberías estar en este trabajo. Informar es fisgar, y espiar no constituye una actividad refinada”. Ernesto es un caso extraordinario de vocación intacta, que le ha permitido atravesar la mutación del periodismo tan raudo como a los veinticinco años. Como si todo estuviera igual, sabiendo que no es así.
Me gustaría preguntarte por algún descubrimiento, alguna crónica ejemplar que haya sido decisiva para tu trabajo de los últimos años.
Una crónica peculiar que se publicó en La Vanguardia, sin firma, el 14 de octubre de 1909. Cuenta el fusilamiento del pedagogo anarquista Francisco Ferrer Guardia, ocurrido el día anterior, contra un paredón del castillo de Montjuic, acusado de haber liderado la revuelta anticlerical y antiguerra de Marruecos, conocida como La Semana Trágica. Es una crónica del fusilamiento (después del juicio irrisorio de un tribunal militar) tan eficaz como para haber pasado la censura del momento y un siglo de historia. La habrán leído sin escandalizarse los suscriptores católicos que habrían aprobado el fusilamiento y podemos leerla cien años después, sobrecogidos por los detalles, desde una visión opuesta de aquel suceso. En París se enteraron del fusilamiento por las ediciones extraordinarias de la prensa de izquierda: salieron a la calle miles de manifestantes, encabezados por Jean Jaurès, y se repitieron protestas en ciudades de medio mundo. Hay otro ejemplo interesante, también sobre Ferrer Guardia. El autor es William Archer, un escritor y crítico teatral escocés que llegó a Barcelona en 1910, enviado por la revista neoyorquina McClure´s Magazine. Su libro The life, trial, and death of Francisco Ferrer se publicó en 1911 y la traducción al castellano tardó un siglo. En cuanto empieza a investigar, se da cuenta de que el juicio y la condena habían sido un “crimen estúpido” compartido por los militares, el gobierno conservador y la Iglesia (acaparadora de la enseñanza, en España, y Ferrer Guardia había fundado la Escuela Moderna),) pero investiga también todo lo que precede y rodea el hecho, todo lo que le permita describir el lugar y el momento, desde el salario de un tipógrafo o el porcentaje de analfabetos hasta el urbanismo moderno y la arquitectura modernista de Barcelona –con juicios muy certeros, para mí, sobre lo último. Sin pintoresquismo ni adornos ni énfasis melodramático, transmite cómo –a partir de lo que averigua– fue dándose cuenta de lo descabellado y bárbaro del asunto. Procedió en Barcelona como un excelente reportero de investigación, con curiosidad múltiple y sin miedo a lo desconocido: “Abordé el tema con la imparcialidad que otorga la ignorancia”, dice en el prólogo.
El monumento a Ferrer Guardia está en el Montjuic, justo enfrente del Estadio Olímpico, aunque bastante más escondido…
Está muy bueno el rincón de Montjuic donde lo pusieron, rodeado de casuarinas, que se le parecen, por los troncos altos y flacos. Pero bastante escondido, no por casualidad. Aquí tengo los datos. Es una réplica del que se inauguró en Bruselas, en 1911, dos años después de la ejecución: un hombre desnudo levanta al cielo una antorcha, símbolo del librepensamiento. Se financió por suscripción popular. En 1915 la quitó el ejército alemán, para congraciarse con el rey de España, que en 1912 se había negado a visitar Bélgica debido a los homenajes a Ferrer. En 1919, el Consejo general de Libre Pensée belga organizó una concentración y fue reinstalado, pero, como el gobierno español protestaba, suprimieron el nombre de Ferrer y lo dedicaron a la libertad de conciencia. La estatua recuperó su nombre en 1931, cuando la proclamación de la República española, y la volvieron a inaugurar, en octubre de 1984, al cumplirse 75 años del fusilamiento, delante de la Universidad Libre de Bruselas, bien visible, en el centro de la avenida Franklin. El rector lamentó la ausencia de las autoridades españolas: una cobardía o absoluto desinterés de Felipe González que debería habernos abierto los ojos. El 13 de octubre de 1989, por fin, la pedagoga y diputada socialista Marta Mata hizo un excelente discurso de “reparación histórica” y el Ayuntamiento de Barcelona de Pasqual Maragall aprobó la instalación del monumento. Pero…, aunque aquel hombre se declaró siempre internacionalista y antinacionalista, en el monumento (y en los rótulos de la avenida, al pie del Montjuic) figura como Francesc Ferrer i Guardia. Siempre firmó Francisco Ferrer Guardia. Además, no se especifica que fue fusilado ni dónde. Sólo que murió “por la libertad” o algo así.
Estos hallazgos, si no me equivoco, impulsaron la escritura de tus Paseos por Barcelona fugitiva.
Sí, a Ferrer Guardia me lo encontré “en la calle”, de alguna manera, y por eso ocupa parte de Paseos…Ese fue un trabajo periodístico dificultoso, porque, basado en caminatas por algunos barrios de Barcelona, tardé en encontrar la forma de contarlas. Los paseos periódicos desde mi casa (Sagrada Familia) hasta el Clot, la Verneda, el Parc de Sant Martí, Sagrera empezaron sin intención de escribir nada, pero en algún momento se cruzaron con algunas lecturas: Barcelona rebelde. Guía de una ciudad silenciada (Octaedro), donde me topé con el nombre de Víctor Serge (de quien había leído varias novelas y su extraordinario Memorias de mundos desaparecidos (FCE) y me intrigaron la cantidad de referencias ubicadas en el barrio del Clot. Empecé a buscar huellas, pensando entremezclar la información sobre el pasado con la descripción del presente (cambios en los barrios, transformaciones urbanísticas ligadas al boom inmobiliario y al turismo, etc.). En el Clot vivió Durruti. En el Clot funcionó la Escola Natura, donde a fines de los años veinte y principios de los treinta se estudiaba con libros de la Escuela Moderna de Ferrer Guardia, en un edificio del sindicato anarquista del Textil, en el número 12 de la calle Municipi. Todavía existen, en el Clot, las dos casas donde vivió Abel Paz (alias de Diego Camacho), compañero de Durruti cuando adolescente y su biógrafo, a quien alcancé a conocer pero ya no hablaba sino con monosílabos…
Sin embargo, creo que fue un encuentro determinante para vos y para el libro, ¿no?
Me dio su libro de memorias Chumberas y alacranes (1921-1936), donde cuenta su infancia en Andalucía y su llegada al Clot, sus clases en la Escola Natura, su vida en los ateneos libertarios (hubo varios en el Clot, seguidores de tendencias diversas del anarquismo), su primera relación sexual, sus aventuras adolescentes por los campos que había pintado Isidre Nonell, la reunión en el bar Montserrat (en la actual calle Rogent) esperando armas, el 18 de julio, cuando tenía quince años. Creo que nunca me sentí tan incómoda, ante un entrevistado. Vivía en lo alto de la calle Verdi, en un piso mínimo, como un set para el relato de un viejo militante anarco-sindicalista por completo fiel a su pasado. Salita con una mesa, tres sillas, estantes con libros, posters libertarios en la pared. No podía hablar por culpa del enfisema pero tampoco parecía desearlo. Lo inquietante no era tanto el silencio sino que toda la energía que le quedaba (en un cuerpo flaco y encorvado) la tuviera concentrada en una mirada no dura sino furiosa y acusatoria. Ninguna señal, cuando le nombré a Federica Montseny, pero murmuró “Víctor…”, como si hubiera sido su amigo, cuando le nombré a Serge, aquel gran escritor de origen ruso nacido en Bélgica que vivió en Barcelona en 1917 y murió, apátrida, en México.
¿En qué momento surgió el impulso de escribir un libro de cuentos? ¿Por qué no volviste a escribir cuentos, después, teniendo en cuenta que ese único libro te reportó un largo reconocimiento?
Hubo un período, en los años ochenta, poco antes de La Vanguardia, en que me pasó algo por única vez. La circunstancia fue la siguiente: por primera vez aquí, había trabajado uno o dos años en relación de dependencia con una editorial que publicaba la edición en castellano de Playboy y una revista de moda para novias, que no tuve vergüenza en dirigir. Duró poco y, cuando cerró y me despidieron, me encontré con dos o tres meses espléndidos de libertad pagada. Faltaba un poco para que terminara la dictadura y pudiera viajar a la Argentina. La nostalgia más angustiosa había pasado. Era verano. Entonces me gustaba el verano. La casa no tenía casi muebles. La música sonaba a tope. Y de pronto agarré un cuaderno y escribí unas frases sobre la estación de Tigre (la antigua, ocupada ahora por McDonalds), un domingo de verano al anochecer, llena de gente que volvía de las quintas con ramos de hortensias y de esa frase (me parece a mí) salieron los cuentos. No había escrito antes ni una línea de ficción, y recién unos diez años después terminé un cuento que incorporé a la segunda edición del libro, porque lo cierra. No puede considerarse escritor al autor de un solo libro. Lo diría así: periodista por oficio y vocación, escritora de ese solo libro y lectora por vocación desde que recuerdo. Intentos existieron. Pero, así como puedo publicar artículos que considero fallidos, un cuento no. El cuento o el poema son artificios (arte) y el periodismo, en su versión reporteril, es una hermosa artesanía.
Notas:
1.Vida, proceso y muerte de Francisco Ferrer Guardia, de William Archer, Barcelona, Tusquets, 2010.
2.La Escuela Moderna, de Francisco Ferrer Guardia, Barcelona, Tusquets, 1976.
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