jueves, 9 de septiembre de 2010
Queda prohibido que mueran los humoristas
Rebelión
Por Allan McDonald
A las 6 de una tarde perdida conocí a Tomy. Fue una tarde simple por bella, sencilla por revolucionaria y perdida por única, justamente en el Palacio de convenciones de la Habana donde disertaría con el legendario acento de los días románticos del 59 el Comandante Fidel Castro.
Allí estaba el hombre sentado a mi lado, en la tercera fila de las sillas destinadas para los caricaturistas del mundo, que asistíamos a una convención de prensa libre en 2002, precedidos por nuestro compromiso de conspirar contra la verdad surrealista inventada por la prensa, presa del capital.
Allí nos conocimos. Hablamos de tantas cosas y la conversación se tornó tan interesante que trascendió los ritos protocolarios de la bienvenida y dejamos los espacios vacios del salón para enfrascarnos en la reseña coloquial de esas pequeñas cosas que sólo la comunión humana entiende, mientras adentro la gran multitud como nosotros afuera, esperábamos la llegada del mítico Castro, ése de barba tupida que encendió la llama de la revolución latinoamericana, y que en ese momento como ahora, y en su buen domado uso de la palabra hablada, se quejaría de la práctica política del mal que prestigia la abundancia por sobre el hambre. La política, esa puta que desde hace siglos los caricaturistas conocemos como la palma de nuestra mano, y que se mueve de burdel en burdel y que nosotros como el pan diario memorizamos en la punta de un lápiz, para desenmascarar a sus mejores postores.
Con Tommy caminamos por La Vieja Habana, riéndonos de cosas sin imágenes para olvidarnos por unos momentos de nuestras líneas y trazos, de caricaturas inventadas al vuelo de rabos de nubes tropicales y descubriendo que la alegría era también revolucionaria como el amor y la paz, ese verso salvadoreño que se encarnó en esta patria proletaria y campesina.
Aunque fue conversación de un solo día fue la eternidad de Hemingway en ¿Por quién doblan las campanas? o La vida es eterna en los cinco minutos de “Te recuerdo Amanda”, puesto que nuestros destinos de responsabilidad y compromiso por un mundo más justo nos reencontraría en la red de Rebelión, colaborando como dos caricaturista en la madurez del filo político, para que nuestra ideas y pasiones descifraran la podredumbre cotidiana del egoísmo y la resistencia sin reservas de los que se rifan en el vacío por la esperanza. Pero la noche de ayer 6 de septiembre me daba cuenta de que la muerte jugueteó con el corazón débil de este buen hombre, porque no pudo asirlo de sus fuertes manos, esa muerte solitaria y fría que el garabateó para conjurarla, pero que igual llegó envuelta en el humo maldito de la eternidad, que borra nuestros nombres del libro de los vivos y nos arroja al réquiem y al obituario.
Ojalá un día dibujáramos a un dios que le diese por prohibir la muerte de los humoristas… y que solo se murieran los serios, esos pedantes de trajes impecables que llaman terrorismo a los sueños, paz a las guerras, necesidades a las masacres y al hambre humana y democracia a las intervenciones.
Afortunadamente los dioses actuales armados de lápices y hojas en blanco dibujan las resurrecciones, y Tomy no dejará de ser esa línea, esa mueca burlona, ese trazo de ironía y esa conciencia que incomoda. Porque la muerte llega precoz en la vida de los que no son capaces de construir su propio mundo.
Por Allan McDonald
A las 6 de una tarde perdida conocí a Tomy. Fue una tarde simple por bella, sencilla por revolucionaria y perdida por única, justamente en el Palacio de convenciones de la Habana donde disertaría con el legendario acento de los días románticos del 59 el Comandante Fidel Castro.
Allí estaba el hombre sentado a mi lado, en la tercera fila de las sillas destinadas para los caricaturistas del mundo, que asistíamos a una convención de prensa libre en 2002, precedidos por nuestro compromiso de conspirar contra la verdad surrealista inventada por la prensa, presa del capital.
Allí nos conocimos. Hablamos de tantas cosas y la conversación se tornó tan interesante que trascendió los ritos protocolarios de la bienvenida y dejamos los espacios vacios del salón para enfrascarnos en la reseña coloquial de esas pequeñas cosas que sólo la comunión humana entiende, mientras adentro la gran multitud como nosotros afuera, esperábamos la llegada del mítico Castro, ése de barba tupida que encendió la llama de la revolución latinoamericana, y que en ese momento como ahora, y en su buen domado uso de la palabra hablada, se quejaría de la práctica política del mal que prestigia la abundancia por sobre el hambre. La política, esa puta que desde hace siglos los caricaturistas conocemos como la palma de nuestra mano, y que se mueve de burdel en burdel y que nosotros como el pan diario memorizamos en la punta de un lápiz, para desenmascarar a sus mejores postores.
Con Tommy caminamos por La Vieja Habana, riéndonos de cosas sin imágenes para olvidarnos por unos momentos de nuestras líneas y trazos, de caricaturas inventadas al vuelo de rabos de nubes tropicales y descubriendo que la alegría era también revolucionaria como el amor y la paz, ese verso salvadoreño que se encarnó en esta patria proletaria y campesina.
Aunque fue conversación de un solo día fue la eternidad de Hemingway en ¿Por quién doblan las campanas? o La vida es eterna en los cinco minutos de “Te recuerdo Amanda”, puesto que nuestros destinos de responsabilidad y compromiso por un mundo más justo nos reencontraría en la red de Rebelión, colaborando como dos caricaturista en la madurez del filo político, para que nuestra ideas y pasiones descifraran la podredumbre cotidiana del egoísmo y la resistencia sin reservas de los que se rifan en el vacío por la esperanza. Pero la noche de ayer 6 de septiembre me daba cuenta de que la muerte jugueteó con el corazón débil de este buen hombre, porque no pudo asirlo de sus fuertes manos, esa muerte solitaria y fría que el garabateó para conjurarla, pero que igual llegó envuelta en el humo maldito de la eternidad, que borra nuestros nombres del libro de los vivos y nos arroja al réquiem y al obituario.
Ojalá un día dibujáramos a un dios que le diese por prohibir la muerte de los humoristas… y que solo se murieran los serios, esos pedantes de trajes impecables que llaman terrorismo a los sueños, paz a las guerras, necesidades a las masacres y al hambre humana y democracia a las intervenciones.
Afortunadamente los dioses actuales armados de lápices y hojas en blanco dibujan las resurrecciones, y Tomy no dejará de ser esa línea, esa mueca burlona, ese trazo de ironía y esa conciencia que incomoda. Porque la muerte llega precoz en la vida de los que no son capaces de construir su propio mundo.
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