Haití, desolado por un terremoto el pasado 12 de enero, vive olvidado por Europa. Sin embargo, el olvido no significa solución y el país navega ahogado entre sus propios escombros. Puerto Príncipe, la capital, no sólo no ha comenzado a reconstruirse, sino que todavía hay cadáveres bajo los escombros.
El problema de Haití es el de tantos lugares: dejó de estar de moda. Moda morbosa, sí, debido al terremoto, pero moda mediática al fin y al cabo. Se dejó de hablar de ello y cuando se deja de hablar de algún problema o desastre, en el imaginario colectivo occidental toma forma la idea de que se solucionó.
No estuve demasiado tiempo en Haití, ese país que ocupa el tercio izquierdo de la isla de La Española, en el Caribe, (los otros dos tercios son República Dominicana). Al menos no estuve tanto tiempo como para profundizar en un análisis sobre lo que allí ocurre. Por ello mi texto tiene como objeto trasladar al lector lo que allí vi. Simplemente eso. Lo que allí vi y viví un día cualquiera. Mi llegada a Haití fue por tierra. El autobús Santo Domingo – Puerto Príncipe tarda, en teoría, 7 horas. Sufrí un ligero retraso de 3 horas debido al tráfico de Puerto Príncipe (el tráfico en esta ciudad necesitaría un libro aparte). Llegar por carretera a Haití te permite ir adentrándote poco a poco en el país. Lo primero que llama la atención cuando sales de República Dominicana y entras en Haití es el brusco cambio de paisaje. Pese a ser la misma isla y tener el mismo clima, la verde espesura dominicana que te acompaña todo el viaje desaparece repentinamente cuando recoges tu pasaporte en la frontera y reinicias el camino ya en suelo haitiano. Entonces, desde la ventanilla, contemplas otro mundo: un paisaje árido, seco, sin árboles. Sólo praderas marrones que remueven polvo seco al paso del autobús. La ausencia de lugares protegidos y la deforestación incontrolada, son las causas de este tremendo contraste. Es la primera bienvenida que te da Haití.
El puesto de control de la frontera es una franja de tierra castigada por el sol donde se agolpan camiones de la ONU y de EEUU con ayuda humanitaria, mercadillos, cascos azules, niños que te quieren limpiar los zapatos y cooperantes acalorados.
Desde la frontera hasta Puerto Príncipe apenas hay 45 kilómetros, pero en mi caso el trayecto se prolongó durante 4 horas. Desde la ventanilla del autobús vas entrando, poco a poco, en Puerto Príncipe. Contemplas, como si fueras un espía, el estado de la ciudad un día cualquiera. La capital se comporta con naturalidad, como un animal salvaje al que no sabe que están grabando. La primera impresión que se recibe es la de una ciudad muy grande y muy pobre. Una ciudad muy grande y muy pobre en obras. Es como si la ciudad entera estuviera sumida en una gigantesca obra. Y en cierto modo, así es. Mires donde mires puedes ver casas y edificios derruidos, montañas de escombros, hombres con carretillas, sacos de cemento., bloques de hormigón a la espera de ser colocados… Pero, a diferencia de las obras de otro país, aquí la obra se antoja larga, muy larga, y la vida se abre paso a través de ella. Entre los escombros hay mercados, al lado del hormigón hay tiendas y sobre las piedras y maderas pasan los coches y las motos. Puerto Príncipe se abre camino entre sus propias ruinas.
Andrés, un fotógrafo de la agencia Efe que vive en Puerto Príncipe desde el día del terremoto, lo resume en una frase: “La ciudad no ha recobrado la normalidad, sino que vivir entre escombros se ha normalizado”.
La llegada al centro de la ciudad cambia la fisonomía de la misma. Las calles son algo más amplias y los edificios más grandes. Pero las ruinas y los escombros siguen reinando. Por todos lados hay edificios destruidos y montañas de piedra, vigas y madera. El paisaje se completa con el caos. El tráfico es un embotellamiento perpetuo donde las motos se cuelan por todas partes y los peatones desafían a los coches. No existen los taxis y los destartalados mini buses compiten por pasar con los todoterrenos de los cooperantes, que inundan la ciudad. En las aceras se vende todo en sábanas extendidas en el suelo y mesitas llenas de ropa. No hay respiro: en los espacios de esparcimiento como parques y plazas ya no hay un centímetro libre, ahora son campamentos; mares de tiendas de campaña donde viven aquellos que se quedaron sin casa tras el seísmo. De ahí sale más tráfico, más vida, sin que la ciudad tenga capacidad de albergarla. Todo junto forma el cóctel Puerto Príncipe.
“Sigue habiendo cadáveres entre los escombros”, cuenta Andrés. Después lo puede confirmar cualquier haitiano. Yo mismo estuve ante una casa completamente derruida en la que, se supone, siguen los cadáveres de los siete miembros de la familia. La reconstrucción no ha comenzado porque la gente no puede reconstruir con las manos. Tal vez en pueblos y barriadas sí, porque las casas son pequeñas y bajas, es allí donde ves carretillas y vecinos levantando hogares. Pero en la ciudad no. En la ciudad se limitan a desescombrar con las manos las toneladas de piedra que todavía hay en las calles. Y se hace a mano porque no hay maquinaria pesada. Y no hay maquinaria porque no hay dinero y porque la gente teme borrar los límites de su propiedad. Temen que, si entra una excavadora, borre la huella de su casa. Por ello los límites entre los pedruscos están claros y no son pocas las familias que viven en tiendas de campaña junto a los escombros de lo que un día fue su hogar. Para vigilar… Desescombrar a mano también tiene la ventaja de que se puede aprovecha el metal y el cobre para revenderlo.
El terremoto de Haití tuvo lugar el pasado 12 de enero y se calcula que debido al temblor murieron más de 230.000 personas, sin contar las que todavía yacen bajo los escombros. El seísmo tuvo su epicentro a 15 kilómetros de Puerto Príncipe y una magnitud de 7,0 en la escala de Ritcher. Contó con 44 réplicas. Son los números de aquel día. Los relatos de quienes lo vivieron son menos científicos.
“Caminaba por la calle -explica Alex Ademus, un chico joven de Puerto Príncipe- y de pronto noté un rugido que no sabía de dónde venía. Acto seguido el suelo se elevó como una ola y salí disparado de cabeza. Caí a la acera y desde el ahí vi a todo el mundo corriendo, gritando y el rugido del terremoto sobre todos nosotros”.
Fernel, otro joven habitante de la capital, estaba en la calle con sus amigos. Notó un temblor fortísimo y sintió que perdía el equilibrio. Le quedó grabado cómo su moto salía disparada por el temblor y se ríe cuando recuerda que, en ese momento, fue lo que más le preocupó.
“Los que estamos vivos tenemos suerte amigo”, dice Polanco, un dominicano de madre haitiana que vive en Puerto Príncipe. “Todos aquí conocemos a alguien que ha muerto”. Para muchos de los supervivientes ese día comenzó el calvario. Tras el gran seísmo llegaron, en los días posteriores, 44 réplicas, una de ellas de enorme intensidad. Pilar Palomino, jefa de Operaciones de Cruz Roja España en Haití, recuerda que el día siguiente al temblor la ciudad “era un caos y la gente estaba inundada por el pánico”. Sin embargo, y al contrario de la imagen que nos llegó a Europa, “la gente de la ciudad comenzó a organizarse y a colaborar –explica Pilar- lo cierto es que la gente de Puerto Príncipe se autogestionó de una manera increíble. La solidaridad y la ayuda eran los sentimientos principales”.
Todos aquellos que se quedaron sin hogar recibieron una tienda de campaña o unos toldos de las ONG. Así, se formaron los populares campamentos. Todo parque o plaza de la ciudad ha dejado de existir y se han convertido en campamentos. Se calcula que, a día de hoy, más de un millón de personas viven en estos campamentos en todo Haití.
Con el paso de los meses estos campamentos se han convertido en auténticos barrios de chabolas por derecho propio. Han ingeniado unas precarias infraestructuras (aunque no tienen luz ni agua) y se autogestionan en comités formados por propios vecinos del campamento que ejercen como autoridad en cada uno de ellos. El comité de Voyeur Place me invitó a conocer su campamento, donde viven en tiendas de campaña unas 1.500 personas, todas ellas se quedaron sin hogar el día del temblor. Llegué en el momento en que un camión repartía agua. Lo hace una vez al día y toca, más o menos, a un cubo por persona, que les tiene que servir para lavarse, cocinar y beber. No tiene luz. De noche, los campamentos, apenas se ven, sumidos en la más absoluta oscuridad. Dentro de las tiendas, como en la de Rasilia Silvany, viven familias enteras. La tienda de Rasilia apenas llega a los dos metros de largo por dos de ancho y en ella viven siete personas. La de Pierre Denize es más amplia, en ella duermen 18 personas. El suelo es de barro. Cuando llueve las tiendas se inundan y los toldos tienen enormes bolsas de agua que atraen a los mosquitos y sus consecuencias para la salud. Por la mañana, el sol castiga sin piedad el interior de las tiendas convirtiéndolas en invernaderos. Así cada día. Esa es su casa. Esa es su vida. Y, de momento, sin cambios en el horizonte.
Hay algunos campamentos más organizados, como el que está enfrente del palacio presidencial (todavía semiderruído) en lo que conforma una perfecta imagen metafórica de lo que es el país. En este campamento tienen dos ordenadores y una peluquería. Otros campamentos, sin embargo, son terribles, como el de Saint Marie Vincent, en el barrio de Citie du Solei, una de las zonas más peligrosas de Puerto Príncipe. Aquí hay tantas armas como refugiados y la policía hace, de vez en cuando, operativos en los que no siempre salen ganando. Además, las violaciones a mujeres son constantes y demasiado habituales.
Pobreza y peligrosidad son dos conceptos vinculados inevitablemente a Haití. El primero es innegable. Haití es extremadamente pobre y la ayuda humanitaria de comida se suspendió en marzo para revitalizar el comercio local, que se estaba arruinando. La peligrosidad es cierta, pero deformada tras el terremoto. Las imágenes que nos contaban, en las que pandillas merodeaban por la ciudad con machetes y cabezas cortadas no es cierta. “Hubo casos en barrios como Citie du Solei y aunque es innegable que Puerto Príncipe es una ciudad peligrosa, no lo es más ahora que antes del terremoto”, explica Pilar, de Cruz Roja. Con todo, la ciudad es complicada y hay que estar listo. No conviene pasear por ella sin compañía y menos aún sin saber dónde estás o a dónde vas. Hay barrios en los que no debes entrar. Pude ver uno de estos barrios gracias a que lo atravesé en moto, con un chico haitiano que me transportaba por la ciudad. El recorrido, aunque breve, nunca podrá borrarse de mi cabeza. Casas despedazadas, vertederos con cabras pastando al lado de niños pequeños, balsas de agua podrida, partidos de fútbol entre los escombros, niños bebiendo de charcos, barro, tierra, suciedad…
Lo paradójico es que Puerto Príncipe es caro. Muy caro. La masiva llegada de cooperantes, políticos, emisarios de la ONU y otros especímenes ha hecho que la demanda sea enorme pero la oferta muy escasa. De ese modo, los dos o tres hoteles que hay en la ciudad cuestan más que un hotel en España, los alquileres de los apartamentos están a la altura de Madrid o Barcelona y productos como la leche supera los 2 dólares el litro.
En noviembre hay elecciones. El clima se vuelve más tenso todavía en la ciudad, con enfrentamientos entre partidarios de uno y otro candidato. Uno de los favoritos a alcanzar la presidencia es el rapero Wyclef Jean. Sin embargo, a la mayoría de la gente no le importa la política, ni cree en ella. Sí creen en la ayuda internacional, su única esperanza a día de hoy.
Tanto Pilar, como Laura, de la Agencia Española de Cooperación, creen que la apuesta que la Comunidad Internacional ha hecho por Haití es seria y poderosa. Y aunque el plazo de recuperación se estima en más de diez años, ambas creen que el mundo logrará rescatar a este país del infierno. Haití, explican, es la apuesta definitiva de la Comunidad Internacional. “Es el ahora o nunca de occidente”.
Nacho Carretero es periodista y miembro del colectivo GEA Photowords.
No hay comentarios:
Publicar un comentario