sábado, 19 de diciembre de 2009
El liberalismo de Micheletti y su pandilla
Vos el Soberano
Por Gustavo Zelaya H.
Una de las propuestas centrales del pensamiento liberal es la organización del Estado nacional; ese ha sido el gran proyecto: formar un Estado moderno en donde el modo de gobernar tendría entre sus características el adecuado equilibrio entre los distintos poderes, tal y como lo propusieran clásicos liberales como Montesquieu cuando mencionó los contrapesos que ayudaran a la necesaria armonía dentro del aparato de gobierno. Una especie de ley del equilibrio político en donde los poderes se atraen y se repelen, se aíslan y se relacionan a la vez. Esta idea fue retomada por hondureños como Policarpo Bonilla y Céleo Arias para desarrollar una versión nacional y con ella, al menos de palabra, están de acuerdo todos los denominados liberales desde Villeda Morales, pasando por Suazo Córdoba hasta Micheletti y los Villeda Bermúdez, los mismos que reclamaron para sí la herencia ideológica de su padre, como si el asunto se llevara en los genes, suponen entonces que los principios y las tesis políticas son cuestiones sanguíneas y no generadas por la experiencia social y la razón que la acompaña.
Esa formación del Estado Nacional puede rastrearse con alguna claridad desde 1876 y que va madurando alrededor de 1976, es lo que nos introduce en el sistema capitalista y que da la ruta a seguir en los años subsiguientes. El Estado fue pensado como una máquina política encargado de racionalizar y ordenar gradualmente la sociedad existente y ello se tornó en subordinación de toda la sociedad a los intereses económicos y políticos del grupo en el poder. Toda la obligación de controlar y ordenar la vida social según los preceptos liberales ha estado llena de referencias militaristas. Parece que muchos de los pensadores liberales y sus herederos miraron en la vida cuartelaria un modelo de orden posible de ser adaptado a un ámbito mucho más complejo como es la sociedad: no creyeron en otro liberal más avanzado como Rousseau, que pudiera existir un estado de naturaleza que acogiese al hombre arrepentido, sino que la acción política estaría orientada a imponer unos engranajes políticos y coercitivos que garantizaran la eficacia de la maquinaria estatal. No pensaban en pactos sociales reales sino en las moderaciones y restricciones impuestas al pueblo; éstos son los requerimientos para fundar el orden.
Ese el elemento principal en la versión nacional y casi rupestre: coerción y orden con la ayuda de un Estado que tiene a la mano los instrumentos institucionales y jurídicos que funcionan debidamente para producir resultados. Es decir, esperan quietud, inmovilidad, frenos necesarios para ocultar los antagonismos y que el mundo entero comprenda que en los gobernantes hay sentimientos nobles y ninguna pizca de odio a los opositores. Una de las dificultades de la tradición liberal hondureña en parte tiene que ver con la ignorancia política de los caudillos y de sus sucesores; se relaciona también con la pobre cultura democrática de la dirigencia liberal y con el desprecio que han mostrado todos los políticos tradicionales, sin excepción, hacia la capacidad del pueblo para escoger libremente a sus gobernantes por medio del sufragio. Creyendo, entonces, que la democracia se reduce al acto de depositar el voto cada cierto tiempo y que el resto del proceso es asunto exclusivo de los dueños de las corrientes políticas.
La traducción que se hizo del pensamiento liberal consistió en alterar la teoría constitucionalista de Montesquieu y John Locke, en una aplicación muy particular del régimen presidencialista que irrespeta el equilibrio de poderes. Toda la herencia ilustrada acerca del predominio parlamentario y de la división de poderes, con todo y que era el fundamento de las creencias liberales, nunca pudo establecerse en una sociedad inclinada a las prácticas del poder centralizado y al autoritarismo. Y no sólo se nota tal alteración de esos principios en la preeminencia del poder ejecutivo, también se observa en el manejo arbitrario de los otros poderes y en la carencia de prácticas efectivas acerca del debido proceso, de la presunción de inocencia, de las garantías individuales y del irrespeto a la libertad de expresión. Ejemplo de ese desconocimiento absoluto de las ideas liberales pudimos ver en el mismo vicepresidente de la internacional liberal, en el golpista Micheletti, que sin consideración alguna a los dolientes y sin medir consecuencias, frente a todos se convierte en investigador, juez y emisor de la respectiva condena y achaca a la Resistencia de ser culpable del asesinato de una adolescente, amenazando también a los medios de comunicación que lo critican. De nuevo, sin ningún sentido de la realidad, aislado de todo y atropellando brutalmente las ideas que dice sustentar.
Lo anterior significa también que desde inicios del siglo XX cuando surgen los primeros asomos de bandos políticos organizados, que aparentaban luchar desde propuestas conservadoras y liberales, tales divisiones no tenían nada que ver con el accionar de dos partidos políticos bien conformados, ni con las concepciones contemporáneas respecto a partidos con estructuras orgánicas, declaraciones programáticas y líneas políticas acabadas. Algo totalmente inexistente en esos grupos políticos, ambos de declarada tradición humanista, por lo menos así lo han dicho siempre. Incluso, entre ellos las diferencias nunca han sido sustanciales, más bien se decidieron por la organización de un poder presidencial dominante, cuestión que en ningún momento fue debido a la coyuntura sino que terminó siendo una renuncia absoluta a la idea fundamental de la división de poderes y al sistema de pesos y contrapesos, sobradamente demostrado por la actuación de todos los gobernantes durante más de cien años de historia nacional.
Es probable que una de las consecuencias del golpe de estado se manifieste en la pérdida de los contenidos ideológicos más fuertes de los partidos políticos tradicionales, que en ningún momento se refieren a los grandes planteamientos acerca de la política y la sociedad, a los temas sobre el ciudadano, la libertad, la naturaleza, la igualdad, y remachan repetidamente, como si fuera lo medular, en los problemas particulares de las camarillas, en el planteamiento fragmentado, incoherente de los intereses sectarios y dedicándose a lo inmediato y superficial. Dos ejemplos de lo anterior son suficientes para conocer la profundidad teórica de políticos profesionales: en el congreso nacional cuando se reafirmo el golpe de estado el diputado liberal (¡) Wenceslao Lara expresó que la prueba de la democracia nacional estaba en las elecciones y en la clasificación de la selección de futbol al mundial; otro dijo que era representante del pueblo y que tomaría la palabra por tercera vez en ocho años para razonar su voto, lo hizo en diez palabras. Todo ello aderezado con la respectiva invocación a Dios en el congreso nacional, expresión más elevada del laicismo del Estado. Tal vez estemos a las puertas de convertirnos en un Estado confesional, gracias a los liberales del Opus Dei y de las iglesias evangélicas.
El golpe de estado contra Mel Zelaya ha demostrado, además, que la teoría liberal no es la base de los golpistas, que su interés central es la eficacia y la utilidad del poder, el beneficio y la mezcla de ideas opuestas como el fundamentalismo religioso con el laicismo liberal, como es el caso de los hermanos Villeda Bermúdez. Confusión completa en donde los discursos y las fórmulas de la tradición liberal son marginadas cuando de negocios y atropellos se trata, tratando de sostener al Estado fuerte, decidido, divorciado de obligaciones populares y poniendo en un lugar secundario al pueblo. Lo más importante para este grupo es robustecer al ejecutivo, tan necesario en los nuevos tiempos del capitalismo y su poder inteligente para impedir cualquier remedo de desarrollo social independiente. Aun así, ese sistema centralizado en la fuerza y los exabruptos de Micheletti, no ha servido para apuntalar una convivencia pacífica de las personas y sus ideas. Cuestión del todo normal, porque la convivencia y la armonía de las opiniones opuestas no se puede fundamentar en las políticas represivas Más ahora que se trata no sólo de la coexistencia de ideas contrarias sino de la existencia de un sistema social más justo, más equitativo y menos explotador, con menos pobreza y respeto a las diferencias sociales, de lo que los golpistas y sus patrocinadores nacionales e internacionales no están interesados.
Por Gustavo Zelaya H.
Una de las propuestas centrales del pensamiento liberal es la organización del Estado nacional; ese ha sido el gran proyecto: formar un Estado moderno en donde el modo de gobernar tendría entre sus características el adecuado equilibrio entre los distintos poderes, tal y como lo propusieran clásicos liberales como Montesquieu cuando mencionó los contrapesos que ayudaran a la necesaria armonía dentro del aparato de gobierno. Una especie de ley del equilibrio político en donde los poderes se atraen y se repelen, se aíslan y se relacionan a la vez. Esta idea fue retomada por hondureños como Policarpo Bonilla y Céleo Arias para desarrollar una versión nacional y con ella, al menos de palabra, están de acuerdo todos los denominados liberales desde Villeda Morales, pasando por Suazo Córdoba hasta Micheletti y los Villeda Bermúdez, los mismos que reclamaron para sí la herencia ideológica de su padre, como si el asunto se llevara en los genes, suponen entonces que los principios y las tesis políticas son cuestiones sanguíneas y no generadas por la experiencia social y la razón que la acompaña.
Esa formación del Estado Nacional puede rastrearse con alguna claridad desde 1876 y que va madurando alrededor de 1976, es lo que nos introduce en el sistema capitalista y que da la ruta a seguir en los años subsiguientes. El Estado fue pensado como una máquina política encargado de racionalizar y ordenar gradualmente la sociedad existente y ello se tornó en subordinación de toda la sociedad a los intereses económicos y políticos del grupo en el poder. Toda la obligación de controlar y ordenar la vida social según los preceptos liberales ha estado llena de referencias militaristas. Parece que muchos de los pensadores liberales y sus herederos miraron en la vida cuartelaria un modelo de orden posible de ser adaptado a un ámbito mucho más complejo como es la sociedad: no creyeron en otro liberal más avanzado como Rousseau, que pudiera existir un estado de naturaleza que acogiese al hombre arrepentido, sino que la acción política estaría orientada a imponer unos engranajes políticos y coercitivos que garantizaran la eficacia de la maquinaria estatal. No pensaban en pactos sociales reales sino en las moderaciones y restricciones impuestas al pueblo; éstos son los requerimientos para fundar el orden.
Ese el elemento principal en la versión nacional y casi rupestre: coerción y orden con la ayuda de un Estado que tiene a la mano los instrumentos institucionales y jurídicos que funcionan debidamente para producir resultados. Es decir, esperan quietud, inmovilidad, frenos necesarios para ocultar los antagonismos y que el mundo entero comprenda que en los gobernantes hay sentimientos nobles y ninguna pizca de odio a los opositores. Una de las dificultades de la tradición liberal hondureña en parte tiene que ver con la ignorancia política de los caudillos y de sus sucesores; se relaciona también con la pobre cultura democrática de la dirigencia liberal y con el desprecio que han mostrado todos los políticos tradicionales, sin excepción, hacia la capacidad del pueblo para escoger libremente a sus gobernantes por medio del sufragio. Creyendo, entonces, que la democracia se reduce al acto de depositar el voto cada cierto tiempo y que el resto del proceso es asunto exclusivo de los dueños de las corrientes políticas.
La traducción que se hizo del pensamiento liberal consistió en alterar la teoría constitucionalista de Montesquieu y John Locke, en una aplicación muy particular del régimen presidencialista que irrespeta el equilibrio de poderes. Toda la herencia ilustrada acerca del predominio parlamentario y de la división de poderes, con todo y que era el fundamento de las creencias liberales, nunca pudo establecerse en una sociedad inclinada a las prácticas del poder centralizado y al autoritarismo. Y no sólo se nota tal alteración de esos principios en la preeminencia del poder ejecutivo, también se observa en el manejo arbitrario de los otros poderes y en la carencia de prácticas efectivas acerca del debido proceso, de la presunción de inocencia, de las garantías individuales y del irrespeto a la libertad de expresión. Ejemplo de ese desconocimiento absoluto de las ideas liberales pudimos ver en el mismo vicepresidente de la internacional liberal, en el golpista Micheletti, que sin consideración alguna a los dolientes y sin medir consecuencias, frente a todos se convierte en investigador, juez y emisor de la respectiva condena y achaca a la Resistencia de ser culpable del asesinato de una adolescente, amenazando también a los medios de comunicación que lo critican. De nuevo, sin ningún sentido de la realidad, aislado de todo y atropellando brutalmente las ideas que dice sustentar.
Lo anterior significa también que desde inicios del siglo XX cuando surgen los primeros asomos de bandos políticos organizados, que aparentaban luchar desde propuestas conservadoras y liberales, tales divisiones no tenían nada que ver con el accionar de dos partidos políticos bien conformados, ni con las concepciones contemporáneas respecto a partidos con estructuras orgánicas, declaraciones programáticas y líneas políticas acabadas. Algo totalmente inexistente en esos grupos políticos, ambos de declarada tradición humanista, por lo menos así lo han dicho siempre. Incluso, entre ellos las diferencias nunca han sido sustanciales, más bien se decidieron por la organización de un poder presidencial dominante, cuestión que en ningún momento fue debido a la coyuntura sino que terminó siendo una renuncia absoluta a la idea fundamental de la división de poderes y al sistema de pesos y contrapesos, sobradamente demostrado por la actuación de todos los gobernantes durante más de cien años de historia nacional.
Es probable que una de las consecuencias del golpe de estado se manifieste en la pérdida de los contenidos ideológicos más fuertes de los partidos políticos tradicionales, que en ningún momento se refieren a los grandes planteamientos acerca de la política y la sociedad, a los temas sobre el ciudadano, la libertad, la naturaleza, la igualdad, y remachan repetidamente, como si fuera lo medular, en los problemas particulares de las camarillas, en el planteamiento fragmentado, incoherente de los intereses sectarios y dedicándose a lo inmediato y superficial. Dos ejemplos de lo anterior son suficientes para conocer la profundidad teórica de políticos profesionales: en el congreso nacional cuando se reafirmo el golpe de estado el diputado liberal (¡) Wenceslao Lara expresó que la prueba de la democracia nacional estaba en las elecciones y en la clasificación de la selección de futbol al mundial; otro dijo que era representante del pueblo y que tomaría la palabra por tercera vez en ocho años para razonar su voto, lo hizo en diez palabras. Todo ello aderezado con la respectiva invocación a Dios en el congreso nacional, expresión más elevada del laicismo del Estado. Tal vez estemos a las puertas de convertirnos en un Estado confesional, gracias a los liberales del Opus Dei y de las iglesias evangélicas.
El golpe de estado contra Mel Zelaya ha demostrado, además, que la teoría liberal no es la base de los golpistas, que su interés central es la eficacia y la utilidad del poder, el beneficio y la mezcla de ideas opuestas como el fundamentalismo religioso con el laicismo liberal, como es el caso de los hermanos Villeda Bermúdez. Confusión completa en donde los discursos y las fórmulas de la tradición liberal son marginadas cuando de negocios y atropellos se trata, tratando de sostener al Estado fuerte, decidido, divorciado de obligaciones populares y poniendo en un lugar secundario al pueblo. Lo más importante para este grupo es robustecer al ejecutivo, tan necesario en los nuevos tiempos del capitalismo y su poder inteligente para impedir cualquier remedo de desarrollo social independiente. Aun así, ese sistema centralizado en la fuerza y los exabruptos de Micheletti, no ha servido para apuntalar una convivencia pacífica de las personas y sus ideas. Cuestión del todo normal, porque la convivencia y la armonía de las opiniones opuestas no se puede fundamentar en las políticas represivas Más ahora que se trata no sólo de la coexistencia de ideas contrarias sino de la existencia de un sistema social más justo, más equitativo y menos explotador, con menos pobreza y respeto a las diferencias sociales, de lo que los golpistas y sus patrocinadores nacionales e internacionales no están interesados.
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