martes, 26 de octubre de 2021

Memoria de chica. Todas somos Annie Ernaux


Tribuna Feminista

Por Lola López Mondéjar *

Annie Ernaux tardó más de cincuenta años en abordar una experiencia que tuvo a los diecisiete: su primera relación sexual con el monitor jefe del campamento de verano para niños donde ella misma trabajaba también como monitora.

Un tema que la ha obsesionado durante toda su vida. En 2004 hizo el primer intento de relatar una experiencia que no olvidó jamás, pero abandonó su narración a las cincuenta páginas ante la imposibilidad de convertir en literatura lo que solo pudo ser exposición pormenorizada de los recuerdos: Rehusaba el sufrimiento de la forma, apunta con su inmejorable estilo como explicación de su derrota. Hasta que en 2016 escribió este texto magnífico, Memoire de fille, donde da cuenta detalladamente tanto de aquellos hechos, desde la perspectiva de la mujer octogenaria que es hoy, como de la evolución posterior de aquella joven que fue.

La chica de S. como llama a la joven que ella era en 1958, en la que se reconoce y no se reconoce, se enamoró de aquel joven monitor. Un hombre que le ordena, le exige, va demasiado rápido. Un hombre al que ella obedece a pesar de que:

Él hace fuerza. A ella le duele. Dice que es virgen como una defensa o una explicación. Grita. Él la reprende: “Preferiría que te corrieras en lugar de dar voces”. A ella le gustaría estar en otra parte, pero no se va. Tiene frío. Podría levantarse, encender la luz, decirle que se vista y se largue […] Es como si hubiera sido demasiado tarde para echarse atrás, como si las cosas debieran seguir su curso. Como si no tuviera derecho a abandonar a ese hombre en el estado que ha provocado ella. Presa de ese furioso deseo que tiene de ella (pag. 54).

La joven provinciana, virgen e inexperta, católica, hija única hiperprotegida, ignorante de cómo ha de relacionarse con los hombres y con sus semejantes, se enamora de ese joven que confesaba que solo quería a su novia, y que no mostrará ningún tipo de consideración hacia ella ni se ocupó de su placer en ninguno de los dos encuentros que mantuvieron.

… le pone la polla en la boca. Recibe inmediatamente un chorro graso de esperma que le salpica hasta la nariz. No hace ni cinco minutos que han entrado en la habitación (pag. 55).

Annie Duchesnes, la Annie del 58, corre tras ese chico, lo busca, acepta las burlas y los insultos de sus compañeros, que observan su comportamiento y la llaman puta, que se ríen de su inexperiencia y de su torpeza, de su manifiesto deseo hacia alguien de quien no puede afirmar que la haya violado, porque ella no se defendió sino que lo buscó después; alguien que la sustituye rápidamente en la cama por otra, la joven rubia que le servirá a la inexperta Annie de modelo estético durante algunos años. En aquella colonia de S, Annie persiguió, a costa de su dignidad, volver a ser mirada por quien mostró hacia ella la mayor indiferencia tras aquella noche de agosto. La fama que Annie adquirió en el campamento impidió que la aceptasen el año siguiente, para el que ella se había preparado adelgazando hasta caer en una conducta bulímica de ayunos y atracones, de conducta de pica, de nueva indignidad.

Pero la vergüenza no apareció entonces, se sorprende la Annie Ernaux octogenaria, la chica del 58 solo quería integrarse en el grupo de monitores del campamento, tener una relación sexual, hacerse mayor, ser autónoma e independizarse de las reglas católicas familiares. La vergüenza aparecerá después, cuando las lecturas feministas, con Simone de Beavoir a la cabeza, despiertan su dignidad.

​La vergüenza del orgullo de haber sido un objeto de deseo. […] Vergüenza de las risas y el desprecio de los otros. Es una vergüenza de chica (pag. 129)

Una vergüenza, señala la autora, que sintió mucho antes de conocer el famoso slogan “mi cuerpo es mío”, surgido diez años después. Es decir, antes de que las mujeres aprendiésemos el derecho a una autonomía corporal que las costumbres patriarcales y católicas nos negaban. Por poner solo un ejemplo, el débito conyugal era un exigencia, un juramento que se prestaba para siempre al contraer matrimonio: entregar tu cuerpo para el placer del otro, sin importar tu deseo. Pensemos que en Alemania, aunque parezca imposible, la violación en el matrimonio se reconoció en 1997. Pensemos en lo que sucede ahora mismo en Afganistán.

El testimonio que Ernaux consigue ofrecernos en Memoria de chica es un texto hermoso y sincero, duro, que da cuenta de las derivaciones inconscientes que el patriarcado imprime en la carne de las mujeres, educadas en ese orgullo de ser un objeto de deseo, en el imperativo de querer ser deseadas por encima de todo, que provoca en demasiadas mujeres la caída en una indignidad de la que ni siquiera pueden darse cuenta sino a posteriori, cuando la conciencia de su valor, de su autonomía corporal –dañada por la socialización patriarcal- desvela el engaño. Es entonces cuando la vergüenza se hace imborrable, cuando la pregunta sobre ¿por qué consentí?, ¿por qué lo hice?, se torna una tortura, pues la respuesta nos devuelve a nuestra humillante sujeción en una feminidad que nos aliena.

Pero, como señala Annie Ernaux, la lectura de El segundo sexo no sabe si la depuró de aquello o la hundió aún más, ya que:

​… haber recibido las claves para entender la vergüenza no confiere el poder de borrarla (pag. 144).

Tomar conciencia nos hace sentir vergüenza de quienes hemos sido pero, también, nos abre el camino para dejar de serlo.

Casi todas las mujeres llevamos dentro una chica del 58, incluso las jóvenes que nacieron décadas después, tras la revolución feminista de los 60-70, la siguen llevando.

En un congreso reciente, donde se hablaba de estos y otros temas, comenté el hecho de que un joven apuesto, un Don Juan de Tinder, acostumbrado a tener encuentros sexuales con distintas chicas a la semana; un joven que nunca se había preocupado del placer de sus partenaires sexuales, que era desconsiderado con ellas -invisibilizadas por su único deseo, el único que le importaba– se extrañaba en la consulta, tras tomar conciencia de su comportamiento habitual, de que las jóvenes quisieran repetir el primer encuentro con él. ¿Por qué lo hacen, si yo me comporto de esa manera?

Lancé la misma pregunta a las jóvenes que me escuchaban, inteligentes y aparentemente libres, y su respuesta fue la misma de la anciana Annie: porque no podían sustraerse al imperativo de ser deseadas. Porque llevaban escrita en la carne una sobredeterminación inconsciente extremadamente indigna, que podríamos sintetizar así: mejor la sumisión que la exclusión del mercado del amor. Un mercado que hoy es, más que ninguna otra cosa, mercado del sexo. Mejor la indignidad que no ser deseada por un hombre. El viejo imperativo patriarcal sigue vigente.

Según distintos estudios, la mayoría de las jóvenes que frecuentan encuentros esporádicos a través de las aplicaciones de citas no tienen orgasmos y se exponen al abandono, a la indiferencia y la humillación de los chicos (cuando no a la violencia), en unas relaciones desiguales donde no hay reconocimiento intersubjetivo. Unas relaciones de uso del objeto, tal y como han señalado acertadamente Duportail, Illouz o Tanembaum. Pero ellas siguen ahí, exponiéndose, prisioneras de ese orgullo de ser objeto de deseo que la ley patriarcal escribió y escribe a fuego en las mujeres. Siguen en relaciones de maltrato porque prefieren tener un hombre que no tener ninguno, aunque ese hombre las humille.

Annie Ernaux no sintió vergüenza aquel verano del 58, sino mucho más tarde, cuando tuvo las herramientas intelectuales para nombrar lo que había sucedido, lo que había consentido que sucediera cegada por la opacidad del instante y por su anhelo de ser mirada y deseada. A pesar de que el episodio la marcó para siempre mientras que, Ernaux está segura, el hombre la olvidó por completo.

Aquella chica de 1958, que es capaz a cincuenta años de distancia de surgir y provocar una debacle interna, tiene pues una presencia oculta, irreductible en mí […] esa chica no soy yo pero es real en mí. Una especie de presencia real (pag. 25).

Casi todas las mujeres llevamos dentro, de una forma u otra, una chica de 1958, insisto, somos incapaces de reconocer la sumisión, la humillación, la indignidad, en el momento en que la sufrimos, porque a todas se nos educa sistemáticamente para consentirla, para donar nuestro cuerpo al deseo de otro, para no identificar los límites de nuestra autonomía corporal y desplazarlos siempre un poquito más allá de lo que queremos.

Una joven bella e inteligente, capaz en todos los ámbitos de su vida, confesaba que, en ocasiones, cedía al deseo de su eventual, o permanente pareja sexual, por compasión: qué pena, lo veo tan apurado que me digo a mí misma, ¿por qué no? Déjalo que tome lo que quiera. Y lo dejo, aunque a mí ya no me apetezca seguir.

La disociación es un mecanismo constante en el comportamiento de las mujeres, un mecanismo exigido para someter nuestra voluntad, o nuestra integridad, a los mandatos patriarcales: borramos a la mujer en la madre, a la joven sexual en la esposa, a la mujer deseante en la sumisa; y les aseguro que no estoy hablando aquí solo de los años cincuenta.

Como escribe Laura Ferrero en su relato Gangrena, incluido en el volumen La gente no existe,

Tardé muchos años en comprender que existe una infinidad de tipologías de abusos y que algunos de ellos ocurren en silencio y con el consentimiento de una de las partes. El consentimiento se llama estar a prueba. Se llama ceder. Se llama miedo a perder. Coacción. Se llama no pensaba que me estuviera ocurriendo a mí (pag. 32).

En el extremo de esos derechos del deseo que asisten a los hombres está la posición de los incels, hombres célibes heterosexuales que se quejan de que no tienen sexo por culpa de los constantes rechazos de las mujeres, y reivindican con ímpetu su derecho a tenerlo porque nadie les ha enseñado que nuestro deseo no nace con garantías de satisfacción, por más que el neoliberalismo no se canse de decirnos que podemos lograrlo todo. A las mujeres se nos enseñó lo contrario, que nuestro deseo puede reprimirse, demorarse, suprimirse y adaptarse al de los hombres hasta olvidarnos por completo de él.

He insistido muchas veces, uniendo mi voz a la de otras ensayistas, en que la verdadera revolución feminista está por venir, y que irá en esta dirección: desprender a los hombres de los derechos que les otorga su deseo, enfrentarlos a él para que acepten sus limitaciones, aprender a identificar el nuestro, a cultivarlo y conocerlo, a explorarlo y reivindicarlo, para negociar en completa igualdad.

** Sobre la autora: Lola López Mondéjar. Escritora. Psicoanalista. Autora de la novela «Cada noche, cada noche» (Siruela) o del libro de relatos “Qué mundo tan maravilloso” (Páginas de Espuma)



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