Rebelión
Por Asier Arias
Bárbara Celis publicaba recientemente un valioso artículo con el que inaugura una tribuna mensual desde la que sin duda realizará importantes contribuciones a la tarea de enderezar una cultura que nos encamina al desastre. Con todo, este primer artículo adolece de un significativo punto ciego, quizá una mera omisión por cuestiones de espacio: es obvio que no puede decirse todo de una vez, de forma que conviene leer las líneas que siguen no como una enmienda, sino más bien como un anexo.
En este primer capítulo de El jardín de las delicias, la crisis ecosocial en curso aparece reducida a su síntoma climático, que, con ser monstruoso, no constituye sino una de las manifestaciones de la situación de extralimitación material en la que nuestras sociedades se empeñan en profundizar. Para situar ese síntoma en el marco del síndrome del que forma parte habría que ponerlo, como mínimo, junto al de la pérdida de biodiversidad y el de la escasez de recursos energéticos y materiales.
Pero esta simplificación de la crisis ecosocial en curso no es el punto ciego del que hablaba. La idea que considero oportuno matizar es la de que la solución a la señalada crisis se encuentra ya a nuestra disposición: se trataría, nos dice Bárbara Celis, de “romper de forma drástica con nuestra adicción a los combustibles fósiles”. Incidiendo en esta idea de que las soluciones “son de sobra conocidas”, la autora nos remite a otro artículo suyo en el que las perfila con más detalle: para romper con esa adicción habría que “ayudar al sector energético a hacer la transición hacia las energías renovables”, “invertir en I+D” y “reconvertir toda la industria a las energías limpias”. La clave estaría pues, en dos palabras, en sustituir fósiles por renovables.
Sin duda, cualquier futuro sostenible es un futuro en el que la matriz energética de nuestras economías se basa en energías renovables. No obstante, el de llevar a término una transición hacia las modernas energías renovables dentro de un sistema socioeconómico capitalista es un proyecto que no puede sino adoptar la forma de un pretexto para estimular tasas anémicas de crecimiento mediante megaproyectos ecológicamente injustificables: arruinar el planeta vendiendo ensalmos para salvarlo, en otras palabras.
La idea de que las modernas energías renovables son la solución a la crisis ecosocial en curso es un mantra mediático que no debemos desaprovechar ocasión de contestar. Se trata de un mantra con una clara motivación subyacente: las modernas renovables ofrecen importantes oportunidades de negocio en el corto plazo, aunque no podrán impulsar en el plazo medio nada parecido a la expansión que la economía global experimentó tras la Segunda Guerra Mundial a expensas de un potlatch energético que toca a su fin. Tan siquiera las estimaciones más optimistas del potencial de las modernas renovables logran dibujarnos un futuro post-fósil en el que el crecimiento que condiciona la salud de la economía capitalista prosigue triunfal su marcha hacia el infinito.
Así pues, lo que haya de venir tras el potlatch fósil no diferirá de lo anterior en términos meramente tecnológicos, sino sobre todo socioeconómicos: que todo siga igual tras ese ejercicio de sustitución tecnológica del que los medios de masas nos hablan a diario es, por decir lo menos, extremadamente improbable. Debemos por tanto luchar contra los combustibles fósiles, pero siendo muy conscientes de que tras ellos viene en una realidad nueva, una realidad que será considerablemente peor cuanto más tiempo vivamos bajo la ilusión de la sustitución tecnológica.
Nuestros problemas no son meramente tecnológicos: su meollo reside en la lógica expansionista de un sistema socioeconómico de una voracidad infinita, un sistema que se define justamente por su incapacidad para reconocer límites. Pensar que el extractivismo y el crecimiento exponencial fosilista está limitado por las leyes de la física mientras el extractivismo y el crecimiento exponencial renovable no lo estará atenta contra la lógica, pero también contra nuestras posibilidades de alumbrar alternativas para una vida digna dentro de los límites biofísicos del planeta.
Sería muy sencillo que nuestros problemas fueran de carácter técnico: «¿Qué me dices que es físicamente imposible viajar en Vespino desde Valencia hasta Mallorca? Pues pruebo con una moto de agua». No obstante, nuestro problema es social (cultural, político, económico), y con los problemas de este tipo la cosa se complica: nadie conoce las soluciones. El mundo social es un mundo de acuerdos y conflictos, ensayos y errores, y nadie puede darnos orientaciones muy precisas; nadie puede decirnos cómo deberían ser muestras instituciones después del capitalismo: eso es algo que habrá que hacer, tanteando. Iremos sin mapa, a no ser que nos apetezca volver a probar con los falansterios: las “ciudades ideales” seguirán siendo “ciudades ideales”, y en las ciudades materiales tendremos que improvisar –muy en particular, formas de volver al campo.
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