Rebelión
Por Alberto Nadra
Entre abril y junio de 1976, comencé a trabajar en la oficina 96, del 9no piso, del edificio Sáfico, en Corrientes 456 del microcentro porteño, sede de la mítica agencia de noticias cubana Prensa Latina, fundada en la Habana, luego de la Revolución, por Jorge Ricardo Masetti, Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh y Rogelio García Lupo.
En esos días, hace ya 45 años, se iniciaban, para mí, cinco años de trabajo político y periodístico entre la denuncia internacional del genocidio y el absurdo de transitar con mis colegas horas y días a plena vista de los asesinos, de sabernos amenazados y vigilados; soportar intentos de secuestro, contactar a otros periodistas y familiares de las víctimas para emitir las denuncias, todo entre la crónicas diarias y acreditaciones oficiales para eventos internacionales, de las Naciones Unidas al mismo Mundial de Futbol de 1978.
En esos días, las inmensas y ruidosas maquinas por las que recibíamos los cables de Télam o de Noticias Argentinas (NA) solo difundían la información oficial e ignoraban las acciones de la creciente resistencia civil, obrera y estudiantil, o el testimonio de las Madres y los organismos de derechos humanos.
En esos días, nos sumergíamos en el horror de elaborar panoramas matutinos y vespertinos con un “balance” de muertes, que surgían de los comunicados oficiales acerca de supuestos “abatidos en enfrentamientos”; en rigor, una cruel suma de los miembros de las organizaciones político-militares que habían sido asesinados por los grupos de tareas. Y, aunque la Junta Militar había prohibido publicar los nombres de esas organizaciones y exigía que los periodistas nos refiriéramos a sus miembros con descripciones como “la banda de delincuentes subversivos declarada ilegal en primer lugar” (ERP) o “en segundo lugar” (Montoneros), desde Prensa Latina nunca acatamos esa orden.
En esos días, también, trabajé para informar sobre la quiebra de la economía argentina y el endeudamiento externo, patas de un modelo de renta, rapiña y dependencia, impulsado por las mismas corporaciones que hoy siguen subsistiendo con la complicidad de medios como Clarín y La Nación.
“Prelabaires”
“Prelabaires” –la denominación de nuestra corresponsalía en la central de La Habana– había sido inaugurada después de que el gobierno de Héctor Cámpora reanudara las relaciones diplomáticas con Cuba. En esa primera etapa, la sede transmitía casi las 24 horas del día, con la ya obsoleta tecnología del télex, a la vez que recibía el flujo informativo internacional. Contaba con una docena de teletipistas rotativos –entre los que recuerdo al chileno Araya y el argentino Camaño– y plumas de la jerarquía e Silvia Rudni, Luis Mas o el uruguayo Carlos María Gutiérrez, otro de los fundadores de Prensa Latina, por entonces exiliado en Buenos Aires.
Sin embargo, después del terrorismo de Estado desatado por la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) durante el gobierno de María Estela Martínez y, especialmente, después del golpe cívico-militar de marzo de 1976, casi todo el plantel de la agencia abandonó el país y, cuando comencé a trabajar allí, la sede de Buenos Aires era apenas un esqueleto de aquella potente sede de tres años antes.
José Bodes Gómez, titular de la corresponsalía, contó con el firme apoyo del embajador Emilio Aragonés Navarro para resistir la intención de la dictadura de cerrar la agencia, de la que se mantuvo al frente hasta diciembre de 1977, cuando lo reemplazaron, primero, Abel Sardiñas y, luego, Elmer Rodríguez.
Una de las decisiones de Bodes fue pedir al partido en que yo militaba, el Comunista, un refuerzo para la diezmada redacción, en la que apenas quedaban él mismo, el uruguayo Aram Aharonian –que sería uno de los fundadores de Telesur años después– y dos jóvenes que brillarían en la poesía local: Alicia Genovese y Leonor García Hernando.
En ese contexto, me recomendó Isidoro Gilbert, quien era corresponsal de la agencia soviética TASS y, a la vez, coordinador de un equipo al que pertenecí, el que, desde la década de 1960, procesaba la información dirigida a las agencias y periódicos de los entonces países socialistas y denunciaba las atrocidades cometidas en el creciente y férreo núcleo de dictaduras del Cono Sur.
Sin embargo, el principal aliento para encarar el nuevo desafío surgió de fuera de la estructura partidaria, de uno de los “próceres” de la agencia y del periodismo argentino: “Pajarito” García Lupo, una suerte de enciclopedia andante, pero de una calidez siempre presente tras su mirada certera e implacable.
Bodes Gómez, me recibió en la amplia, pero semidesierta oficina con la media sonrisa que siempre parecía estar dibujada en su rostro. Este hombre de una serenidad y una paciencia, al parecer, infinitas, sorteó un intento de secuestro, mudó su domicilio a la embajada y envió a su esposa e hijos a Cuba. En su acento caribeño– jamás me llamó “Alberto”, sino “Palberto”.
Fácil de explicar, difícil de aplicar
Las primeras indicaciones laborales que recibí fueron un extenso catálogo de normas operativas y de redacción.
Algunas de esas indicaciones eran conceptuales, como que “la rapidez necesaria en una agencia noticiosa, no podía restar calidad, y mucho menos intención, al despacho”, y debía llamar la atención a los editores de las diversas publicaciones. Otras eran técnico-operativas, por caso la oportunidad y el uso de recursos como las “Guías” el “Flash”, “Urgente”, “Ampliación”, “Despachos noticiosos” y “Análisis panorámicos”, entre otros.
En los despachos de noticias las carillas no debían superar las 20 líneas y se insistía especialmente en que los encabezados, o leads, no tuvieran más de 4 líneas de texto –35 palabras en total– sin comillas, sin potenciales y, mucho menos, con párrafos que comenzaran con una cifra o con el adverbio “no”.
En las notas, debía prestarse especial atención a llamar la atención de los editores con encabezados en los que se respondieran las preguntas acerca de qué, quién, cuándo, dónde, cómo y por qué, las tres primeras obligatoriamente en el primer párrafo y las restantes en el segundo, mientras los sucesivos podían extenderse a cinco renglones de unas 50 palabras.
Se trataba de directrices sencillas de explicar y no tan fáciles de aplicar, pero que marcaron mi formación, a medida que iba internalizándolas como herramientas para describir e informar hechos dramáticos, mezclados con otros esperanzadores, tristezas y alegrías que –siempre, aún en medio de aquellas tinieblas– forman parte de la vida.
De todos ellos, apenas me propongo rescatar tres momentos clave: la difusión de la carta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar, el secuestro de más de 20 argentinos y cubanos vinculados a la representación diplomática y comercial de Cuba y el mundial de futbol de 1978.
La carta de Walsh
Al edificio Sáfico también se lo conocía como el “edificio de la prensa” porque concentraba una importante cantidad de periodistas de agencias y de periódicos extranjeros. Era una suerte de burbuja o refugio profesional que se desvanecía en cuanto se salía a la calle Corrientes.
En mi caso, el refugio contaba con el respaldo adicional de un grupo de colegas y amigos con quienes sosteníamos diariamente una cadena de intercambio de información, que también nos servía como “control” telefónico de que estábamos a salvo. La cadena la iniciábamos quienes concurríamos a nuestros lugares de trabajo por la mañana y la cerraban quienes trabajaban por las noches. Entre los que integraban ese grupo, recuerdo particularmente a Oscar Serrat, Alberto Rudni, Horacio Finoli, Adolfo Coronato, Rodolfo Nadra o, hasta su exilio, Gregorio Selser, Pablo Giussani y José María Pasquini Durán.
Esta simple cadena de información y control reveló inmediatamente el secuestro de Serrat, quien había sido trasladado a la ESMA en noviembre de 1977, y es posible que haya contribuido a salvar su vida. Era, sin duda, una suerte de apoyo para nosotros ante las amenazas diarias que recibíamos por difundir al exterior lo que acá se obviaba o se censuraba.
Desde el segundo semestre de 1976, a un numeroso grupo de colegas comenzaron a llegar los despachos de la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA) –dirigida por Rodolfo Walsh. Los despachos estaban escritos a máquina sobre papel biblia o manifold y se enviaban a la prensa en sobres que, sin embargo, muchas veces eran interceptados en la mesa de entrada de las redacciones.
Las denuncias contenidas en estos documentos no solo eran contundentes, sino que, en ocasiones, también contribuían a salvar vidas de personas desaparecidas, cuando lográbamos difundir sus nombres y apellidos al exterior y salían en las noticias de la BBC o Radio Moscú.
Por un antiguo acuerdo que tenía con uno de los redactores de ANCLA, el “negro” Eduardo Suárez (detenido-desaparecidos en agosto de 1976), yo solía estar entre los primeros en recibir los despachos, en una dirección “buzón” que habíamos acordado para otros fines. De ese modo, pude difundir de inmediato un resumen de la carta de Walsh a la Junta Militar a través de la agencia.
Pocos días después, Arturo Lozza, que conducía La Hora Argentina por Radio Moscú, leía ante el micrófono: En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino de una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.
Un agosto negro
Varios medios y autores, que guardaron silencio durante la dictadura, o fueron sus socios directos, insisten ahora con la mentira de que Cuba fue cómplice de la dictadura.
Lo cierto y comprobable – pero que esos medios y autores ocultan– es que, en agosto de 1976, la dictadura militar secuestró a 22 personas –5 cubanos y 17 argentinos y argentinas–, que trabajaban en la embajada de Cuba o en su representación comercial. Los restos de dos de esas personas –los jóvenes diplomáticos Jesús Cejas Arias y Crescencio Galañena Hernández–fueron hallados recién 36 años después en tanques rellenos de cemento.
Como explicaba en la sección anterior, como respuesta al papel clave de “Prelabaires” en el flujo informativo desde el sur de América Latina hacia el mundo durante esos años de terror, todos los periodistas de la agencia recibíamos amenazas diarias. Interceptaban el hilo del teletipo desde un piso que manejaba la Marina en el Correo Central y nos hacían llegar llamados escalofriantes, como el siguiente, que permanecerá en mi memoria para siempre: ¿Nadra? ¿Alberto? ¿Cómo anda ‘Pepe’? Aquí va un saludito de María Rosa. Seguí atacando al país, hijo de puta, que con cada nota que mandes le subimos unos voltios. El llamado culminó con los gritos desgarradores de una mujer a la que estaban torturando.
“Pepe” era el apodo de Bodes, a quien seguían las 24 h. María Rosa se apellidaba “Cancere”. Era militante del PC y maestra en la guardería y escuela José de San Martin, que dependía de la embajada de Cuba. El 3 de agosto, María Rosa encabezó la lista de personas secuestradas y, como la mayoría de ellos, fue asesinada en Automotores Orletti, la “cueva” del Plan Condor, en el barrio porteño de Floresta.
A contramano del relato reaccionario (al que se suman varios de quienes se autodenominan “progresistas”, pero eluden el carácter esencialmente anticomunista de la campaña por los derechos humanos que encabezó James Carter), la Junta Militar –al igual que el resto de la criminal alianza de dictaduras sudamericanas que gestó el Plan Condor, con el expreso apoyo de la CIA– no toleraba la solidaridad de Cuba con los perseguidos políticos, que incluía el asilo político y el traslado de familias enteras a la isla, después de un hospedaje de varios meses en la sede diplomática en la Argentina.
El mundial 1978
El jueves 1° de junio de 1978, a las tres de la tarde, mientras Alemania Federal y Polonia protagonizaban un deslucido empate sin goles en el primer partido del mundial de futbol que se jugaba en la Argentina, el mundo pudo ver la transmisión en directo de la televisión holandesa, que dividía la pantalla entre la ceremonia inaugural en el estadio de River y la resistencia de las Madres, que hacían su ronda por los desaparecidos en la Plaza de Mayo.
Días antes, una valiente legión de leyendas de Prensa Latina –expertos en todos los eventos deportivos, desde los partidos de fútbol hasta los juegos olímpicos– aterrizó en Buenos Aires. Lo hizo en medio del terror y el nacionalismo exacerbado por la dictadura, pero también ante la invitación de Clemente –el inmortal pájaro sin alas que dibujaba Caloi– a “tirar papelitos” en cada cancha, a contramano de la desconfianza militar a los festejos dentro y fuera de los estadios.
Encabezaba esa legión Elmer Rodríguez, más adelante jefe de Deportes de la agencia y gestor de la primera visita de Maradona a Cuba, en julio de 1987. Entre otros, lo acompañaba Sergio Pineda, una extraña mezcla de chileno, cubano y mexicano, orgulloso portador de un enorme bigote y con un humor tan explosivo como su mal genio.
Aquí, en “Prelabaires”, los acompañamos el nuevo corresponsal Abel Sardiñas –con una enciclopédica ignorancia futbolística– el conocedor Aram Aharonian y yo, un entusiasta jugador amateur y apasionado del juego. Con estos compañeros aprendí los fundamentos de la crónica deportiva, aunque nunca los volví a utilizar.
En aquellos vertiginosos 25 días, no solo cubrimos el mundial en todas sus subsedes –Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Mendoza y Mar del Plata–, sino que, en cada uno de esos lugares, estuvimos contactándonos con las organizaciones de derechos humanos y los familiares de los detenidos y desaparecidos por razones políticas para recibir información sobre los crímenes del terrorismo de Estado y también sobre la también oculta, pero creciente resistencia obrera, estudiantil y popular.
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