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Por Yayo Herrero
De una forma metafórica, podríamos decir que el capitalismo heteropatriarcal y colonial se ha infiltrado en el sistema amigdalino social y lo ha puesto a trabajar en su favor. Contra eso, mucho miedo y más valor. No sola
Miedo. Y todas sus variantes. Temor, aprensión, canguelo, espanto, pavor, terror, fobia, susto o pánico.
El miedo es una emoción primaria que aparece al percibir un peligro, real o supuesto, presente o futuro, incluso pasado. Afecta a todos los seres vivos y, por supuesto, a los humanos. La máxima expresión del miedo es el terror que sobreviene cuando se han sobrepasado los controles y mecanismos de respuesta del cerebro y ya no puede pensarse racionalmente.
El miedo es el mecanismo que le permite a un individuo o grupo responder ante situaciones adversas con rapidez y eficacia. ¿Eficacia para qué? Para garantizar la supervivencia. El miedo es una emoción movilizada por el instinto de supervivencia.
Parece ser que, en los seres vertebrados complejos, como somos los seres humanos, el miedo “se fabrica” en la amígdala cerebral, una estructura con forma y tamaño de almendra que forma parte del sistema límbico del cerebro. Está configurada por diferentes partes, por lo que en ocasiones también recibe el nombre de complejo amigdalino, y se conecta con muchas otras áreas del cerebro y con los sentidos. Esta amígdala es fundamental para la vida, ya que es la responsable de integrar las emociones con las respuestas adecuadas para cada una de ellas. Es la que hace que podamos sentir la alegría, la felicidad, el miedo o la tristeza.
Impresiona que una parte del cuerpo tan pequeña sea responsable de tantas cosas. Se ocupa de poner en relación los sucesos recordados con las emociones que ese suceso nos hizo sentir. Gracias a esa relación, recordamos lo bueno con alegría y lo malo con dolor, una cuestión central para el aprendizaje emocional y el aprendizaje en general. Esta es la zona del cerebro que ayuda, además, a interpretar las emociones de los demás. Gracias a la amígdala podemos disfrutar con la alegría de otros o sufrir con su desgracia. Y no es todo. Controla la agresividad y se ocupa de que sintamos la saciedad.
Volvemos al miedo. Una de las funciones principales de la amígdala, la que hace que sea una pieza clave de la supervivencia, es procesar las emociones de miedo y, por lo tanto, disparar todos los mecanismos de defensa ante las amenazas. Reacciona tras percibir un estímulo potencialmente amenazador, identifica qué es lo que nos pone en riesgo y estimula o inhibe la lucha o la huida como respuestas. Me han contado que una mujer, cuya amígdala quedó destruida debido a una enfermedad, no podía sentir ningún tipo de miedo y, por tanto, era incapaz de defenderse de lo peligroso.
Sentir malestar y angustia antes las situaciones que nos ponen en riesgo es condición necesaria para poder detectar el peligro y tratar de ponernos a salvo. El miedo, entonces, no es una patología. Cosa distinta es tener dificultades para identificar lo que causa el miedo o no saber cómo responder ante él. En estos casos, el miedo puede transformarse en una expresión máxima de terror que bloquea y paraliza. Deja, entonces, de ser un mecanismo de alerta, crucial para la supervivencia, y se convierte, más bien, en lo contrario.
El miedo a la sequía, a la enfermedad, al hambre, a los terremotos, a la guerra o a la muerte activaron todo un repertorio de huidas, luchas y trabajos que condujeron a que las sociedades se adaptasen a las diversas condiciones de sus hábitats. Ha sido un trabajo de equipo. En su “hipótesis del cerebro social”, Dumbar explica que las personas resolvemos los problemas relacionándonos con otras. Las primeras tribus homínidas que habitaron la tierra se dieron cuenta pronto de que para sobrevivir era preciso mantener unido al grupo. Sin garras, colmillos o caparazones en los que guarecernos; sin pinchos, capacidad de fotosintetizar o a falta de unos sentidos especialmente desarrollados, lo que nos ha hecho evolucionar y sobrevivir ha sido la capacidad de cooperar con otras personas. A lo largo de la evolución, los seres humanos hemos desarrollado unas enormes habilidades para la socialidad que nos han ayudado a sobrevivir. Podríamos decir que el miedo y las respuestas ante él tienen una importante dimensión social. La evolución humana es resultado de la construcción de soluciones colectivas que permitieran reducir la incertidumbre, y generar protección y seguridad. El lenguaje es el invento fantástico que lo facilita.
En ausencia de miedo no tienen sentido la precaución o la cautela. Sin miedo no hay motivo para la previsión o la proyección del futuro. Sin miedo no se habrían inventado las pensiones ni los sindicatos. Sin miedo y consciencia de la vulnerabilidad es imposible diseñar y poner en marcha formas de reducir la incertidumbre, que generen protección y seguridad.
Sin embargo, en nuestras sociedades el miedo tiene muy mala prensa. Se niega y se oculta. Casi nadie quiere o puede reconocer que tiene miedo. Todo lo más, reconocer un poco de canguelo ante cosas menores. Como cuando esperamos la nota de un examen que tememos no haber pasado. Se cierra el estómago, se aflojan los esfínteres y estamos nerviosas. Pero cuando el miedo causa angustia, estrés, insomnio, agobio o inseguridad es, con frecuencia, catalogado como patología o un problema de salud mental. Se prescriben, incluso, medicamentos que atenúen los síntomas.
El debate sobre el miedo ha sido una constante en el movimiento ecologista. Si hablar del previsible colapso de esta civilización industrial y sus consecuencias devastadoras –si no se hace nada para gestionarlas– y del impepinable decrecimiento de la esfera material de la economía o si buscar estrategias que intenten cambiar las relaciones entre las personas y la naturaleza generando, como suele decirse, emociones positivas, evitando el miedo. “El miedo paraliza” suele ser la frase más escuchada. Pero como dice Naomi Klein, el miedo paraliza solo si no se sabe hacia donde correr.
Que la violencia machista, la crisis ecosocial, las guerras climáticas o por los recursos, el declive de la energía y materiales, la escasez inducida y la desigualdad brutal que esta genera, que todo tipo de violencia causen miedo me parece sanísimo, la verdad. Lo problemático es que ese miedo sea improductivo porque las amígdalas sociales no sean capaces identificar sus causas y no generen respuestas eficaces ante ellas.
En sociedades como la nuestra que confunden vulnerabilidad con debilidad y sentir miedo con cobardía, tengo que insistir: el miedo es un mecanismo que permite detectar los peligros y poner en marcha soluciones para afrontarlos. Por ello, me parece que no sentir miedo ante lo que nos amenaza es un problema de salud pública. Soy de las que defiende que es preciso hacer y compartir, aunque duela, el ejercicio de amargura que supone mirar la realidad material cara a cara, a la vez que buscamos formas de acompañarnos en el duelo y de organizarnos para hacer frente activamente a la situación.
Y la paradoja de no querer generar miedo, es que ya vivimos en sociedades atemorizadas. Miedo a perder el trabajo, miedo a no tenerlo nunca, miedo al hambre, a no tener casa, a tenerla y no poder pagarla, miedo a expresar la opinión, miedo, como dice Galeano, a las mujeres que se enfrentan al miedo. Miedo al futuro y miedo a recordar el pasado, miedo a la violencia, miedo a la falta de seguridad y a las fuerzas de seguridad… Tener miedo a generar miedo cuando, sin embargo, estamos en una cultura presidida y dominada por él.
Santiago Alba Rico en Ser o no ser (un cuerpo) cuenta cómo a lo largo de la historia se han ido alejando cada vez más los lugares en los que se toman las decisiones y los territorios en los que se viven las consecuencias de las mismas. Identificar el origen de las amenazas y agresiones que nos asustan se hace difícil y, por tanto, configurar respuestas adecuadas, al servicio de la supervivencia también. Si añadimos la voluntad de que esa supervivencia sea digna y para todas, mucho más.
Ulrich Beck identificó el riesgo como una de las características de la sociedad actual. Éste es el momento en el que la especie humana en su conjunto se enfrenta a la posibilidad de su propia destrucción y extinción. Conseguir que las personas no sientan miedo ante lo que las enferma, las mata, las despoja de lo necesario para garantizar condiciones de vida digna y deja sin un futuro decente a sus hijas es una de las manifestaciones más violentas y humillantes de la dominación y el poder.
Imagina lo que supone controlar la emisión de las señales de peligro y las posibilidades de respuesta de las personas… De una forma metafórica podríamos decir que el capitalismo heteropatriarcal y colonial, además de irse apropiando de los medios de producción, de los trabajos que permiten la reproducción cotidiana y generacional, de la tierra y sus bienes, del resto de seres vivos y el tiempo de la gente, se ha infiltrado en el sistema amigdalino social y lo ha puesto a trabajar en su favor. Si se posee la facultad de decretar a qué hay que tener miedo, se envían las señales precisas y se prohíben las respuestas no deseadas, se consigue que el miedo de las personas deje de ser funcional para la supervivencia de ellas mismas y trabaje al servicio de las élites.
Naomi Klein, en La doctrina del shock, desvela cómo el capitalismo contemporáneo después de cada crisis revive y se apuntala sobre el miedo inducido. Llámese golpe de Estado, atentado terrorista, crisis económica, guerra, o pandemia, cualquier cosa que genere un shock colectivo que desbarate la amígdala cerebral social.
El capitalismo, el mayor fundamentalismo religioso, establece un dogma inviolable: el beneficio es sagrado. Eso es lo que tiene que sobrevivir como sea. Bajo el credo del crecimiento y el imperativo de sacrificarlo todo para conseguirlo, se asume que la única fuente de protección y la seguridad es la bonanza de los mercados y la fortaleza de las fuerzas de seguridad que lo mantienen en pie. El sistema amigdalino social debe reprogramarse, por tanto, para que detecte cuándo se encuentran en peligro y generar las respuestas adecuadas para mantenerlos a costa de lo que sea, incluso de la propia supervivencia de las personas. La vida de la mayoría queda marcada por la precariedad, la violencia y la incertidumbre. La sumisión es el mecanismo de adaptación ante el miedo.
Rebecca Solnit cuenta en Un paraíso en el infierno que cuando las personas perciben de forma directa el peligro –un gran accidente, un terremoto o un fenómeno climático extremo– son capaces de organizarse y suspender temporalmente la dictadura del mercado. La cooperación, el apoyo mutuo, la empatía, la priorización de la vida se restituyen y se crea una situación de liminalidad comunitaria que permite la autodefensa colectiva y, sorprendentemente, generan bienestar y alta autoestima compartida. En su libro, recoge el ejemplo de la impresionante respuesta social cuando el Katrina arrasó Nueva Orleans. Sin embargo, lo que yo recuerdo es que los informativos entonces no hablaban de esto. Repetían una y otra vez las imágenes de los saqueos de los supermercados y de las fuerzas de seguridad tiroteando a quienes entraban a las tiendas a por comida o ropa de abrigo. Se pregunta Solnit quién estaba preocupado porque se decomisase la comida de los supermercados mientras estaba la ciudad llena de cadáveres flotando y muchas personas se apelotonaban en los tejados que permanecían fuera del agua.
Ella concluye, con acierto creo yo, que lo que salía en los informativos reflejaba el pánico de las élites blancas. Los medios de comunicación mostraban en las pantallas el temor de los ricos ante una sociedad organizada dispuesta a sobrevivir. Los medios llamaban seguridad al blindaje de las élites y presentaban como amenaza a las víctimas del desastre.
Hay un abismo –que podríamos llamar lucha de clases– entre las trabajadoras de las residencias de Bizkaia que mantienen una huelga de muchos meses –sostenida gracias a la caja de resistencia– y consiguen mejorar su protección, su seguridad y reducir la incertidumbre, y la imagen de un Jeff Bezos que, en una suerte de lluvia dorada verbal, da las gracias a quienes trabajan y compran en Amazon porque gracias a ellos ha conseguido pasar quince minutos flotando en el espacio.
¿Cuál es el miedo que prevalece y activa las respuestas? ¿El miedo a que no haya beneficios o el miedo a no tener una vida digna? El poder económico se juega todo en convencer de que ambas cosas son lo mismo. Que la única posibilidad de supervivencia digna depende de que ellos –esquilmando la tierra y explotando personas– hagan crecer el dinero.
En las sociedades patriarcales el valor se vincula a la potencia y a la fuerza. Se prohíbe el miedo a los hombres y se les presupone a las mujeres. La virilidad prometeica es amante del riesgo. Los legionarios cantan ‘soy un novio de la muerte’. La muestra de mayor valor es despreciar la vida y ponerla al servicio de la causa.
¿Se puede ser valiente sin haber tenido miedo? Cuando la causa es la propia vida, ser valiente es mantenerla. Por ello, Lolita Chávez, activista del pueblo maya, dice que ella no quiere ser héroe, que quiere vivir. Para mí, ella sí que es valiente.
En ausencia de miedo, el valor se extravía. La máxima expresión de ese extravío es llamar seguridad a la cobardía más extrema y despreciable. Quien teme y señala a niños extranjeros y solos es cobarde; quien mata a personas migrantes a tiros en el Tarajal es cobarde; quien viola entre cinco a una chica y hace de ello una apología de la virilidad es cobarde; quien no organizándose para poner freno al que le explota canaliza su malestar señalando a los que están peor que él es cobarde; quienes mataron de una paliza a Samuel llamándole maricón son cobardes; quienes niegan derechos y humillan a quienes habitan el cuerpo desde la disidencia son cobardes. Cuando callamos y toleramos somos cobardes.
“Se valiente, Luis”, le pedía Rajoy a Bárcenas. Es la corrupción del valor.
La fotografía de Olmo Calvo en uno de los últimos desahucios en Vallecas retrata la cobardía extrema de una sociedad atemorizada e impotente. Cinco niños huérfanos con sus pertenencias a la espalda salen de la casa en la que vivían con sus abuelos y de la que acaban de ser desahuciados. Haciéndoles pasillo, a los lados, policías antidisturbios, unos tíos como armarios, con casco, porras y toda la parafernalia protegen a la sociedad de esas cinco criaturas.
¿Cómo es posible que no se quiebre el mundo ante semejante dolor? Se pregunta García Lorca a través de la voz de Juan Diego Botto en Una noche sin luna. Me da miedo lo que muestra esa fotografía. Me da miedo una sociedad cobarde que convierte en amenaza a quien vive en una casa sin pagarla. Pero de ese miedo me nace la rabia, la lucha y la esperanza.
Dos imágenes me vienen a la cabeza al pensar en el valor que nace del miedo.
Recuerdo a mi madre cuando recogía los resultados de las pruebas médicas de mi padre ya desahuciado. Una vez al mes rompía con miedo el sobre cerrado y miraba durante mucho rato los indicadores que decían que estaba un poco peor. Los miraba una y otra vez, creo yo, para llenarse de valor para la despedida y seguir camino con cinco niños y niñas pequeños. Luego metía el informe en el sobre, lo guardaba con los otros en el cajón del mueble de la entrada, preparaba las medicinas que le tocaba tomar a mi padre a la hora de la comida y nos peinaba para ir al cole. Creo que mi madre tenía miedo y era valiente.
La segunda es la de una charla a la que asistí en Madrid hace muchos años en una visita que hicieron las mujeres colombianas de la Organización Femenina Popular en Barrancabermeja al local de Ecologistas en Acción. Vivían una situación de extrema violencia y se habían organizado y plantado cara denunciando las desapariciones y las violaciones de derechos. Mientras las escuchaba pensaba que yo no sería capaz de aguantar y resistir tanta violencia. Las oía como desde fuera. Entonces ellas hablaron del miedo. Tenían tanto miedo que tuvieron que hablar de él y analizarlo políticamente para que no les bloquease. La campaña Hagámosle el amor al miedo, fue la forma de hacer hueco a lo que sentían, colectivizarlo y responder ante ello. Fue al oírlos hablar del miedo, cuando sus palabras resonaron dentro de mí. Las mujeres de Barrancabermeja tenían miedo y eran valientes.
Para mí, el valor en tiempo de crisis de civilización, de colapso, tiene que ver con mirar la realidad cara a cara y esforzarse para que otras también la miren. Ser valiente es intentar tejer con otros y otras un hilo que liga el reconocimiento de violencia, el miedo y el dolor con una resistencia que se empeña en transformarlos en vida y alegría. Es encontrar sentido a ese empeño y disfrutar haciéndolo. El valor no extraviado, para mí, es disputar el heroísmo del suicidio colectivo y establecer un compromiso con la vida y no con la muerte. El valor así entendido integra la osadía y la prudencia, el arrojo y la cautela, la generosidad y la mesura, la memoria y la utopía, la suficiencia y el reparto, la consciencia y la esperanza, la rabia y la alegría.
No se puede no tener miedo a menos que amputemos alguna parte de nuestra condición humana. Reniego de ansiolíticos o promesas tecnológicas que me lo eviten. Reivindico una amígdala cerebral libre del dogma capitalista.
Mucho miedo y más valor es el título de uno de los capítulos de Momo. El que cuenta cómo, cagada de miedo, se enfrenta sola a los hombres grises.
Mucho miedo y más valor. No sola.
** Sobre autora: Es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social
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