sábado, 28 de agosto de 2021

Edward Hopper, el pintor de la alienación


Yorokobu

Por Galo Martín 

No es que los personajes que pintó Edward Hopper están solos. Incluso es posible que simplemente estén, en el sentido existencial de la palabra. Tipos que el pintor estadounidense prefirió que en sus cuadros quedasen al margen de ese mundo en construcción que los alienaba. Ese ignorar deliberado respecto del progreso de la época se suma al hecho de que las escenas neoyorquinas que pintó son más provincianas que de una gran urbe.

Se sabe que muchos de sus cuadros están ambientados en Nueva York, aunque él hace que luzca como si fuera una apagada y vacía ciudad del interior de los Estados Unidos. Él, que vivía en Washington Square, en la isla de Manhattan, salvo en verano, que lo hacía en su casa de la península de Cape Cod (Nueva Inglaterra, en la costa noreste) junto a su mujer, pintaba lo que anhelaba más que lo estaba viviendo. Un mundo con una joven historia que se estaba levantando a crédito y especulando entre dos guerras mundiales. La Gran Depresión que tuvo lugar como consecuencia del crac de 1929 no hizo que Hopper pintara un cuadro que pasara a la historia como sí lo hizo John Steinbeck con su novela Las uvas de la ira (1940).

El punto de inflexión en la carrera de Edward Hopper fue 1925, cuando dejó su trabajo como ilustrador comercial de la revista Hotel Management, en la que se inventaba o componía las cubiertas de la misma, y empezó a pintar y a vender sus óleos y acuarelas, hoy más reconocibles que famosos. Unas pinturas aparentemente sencillas que expresan ideas complejas sobre la naturaleza humana por medio de detalles aislados y fuera del foco de la realidad del momento.

Más que representar el mundo exactamente como se veía, Hopper congelaba un sentimiento o un estado de ánimo

Más que representar el mundo exactamente como se veía, Hopper congelaba un sentimiento o un estado de ánimo. Pintar ese instante, esa pausa, le llevaba mucho tiempo, por eso su producción artística es relativamente escasa, en comparación con la prolífica escritora Corín Tellado.

Fue un pintor de ejecución lenta y larga. Las escenas que pintaba se gestionaban en su mente y surgían de una emoción. El resultado son unas enigmáticas pinturas que funcionan como si fueran fotogramas de las películas de Wong Kar-wai. Pinceladas que esconden ambiguos y vaporosos relatos sobre la soledad, la eterna espera de algo que parece que no vaya a ocurrir salvo en la imaginación de los retratados y el recuerdo de un instante que es posible que ni siquiera tuviera lugar. Escenas recreadas por unos personajes que no respiran, suspiran resignados en soledad o en compañía de otros entre los que no hay comunicación.

Hopper no pinta multitudes. Los personajes que pintó en todos sus cuadros son menos de los que hay en La rendición de Breda. Del mismo modo que hay muchísimos más cuadros de Diego Velázquez en España que de Edward Hopper. De este último hay tres y están en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid. Muchacha cosiendo a máquina (1921) y Habitación de hotel (1931) se exhiben en una sala del mismo, y Árbol seco y vista lateral de la casa Lombard (1931), se guarda en el almacén, un lugar tan ordenado como limpio, y que al descubrirlo Alba Campo Rosillo, con una beca de la Terra Foundation Fellow de Arte Americano en el Museo Thyssen Bornemisza, lo hace con tanta delicadeza que parece tener miedo de romper las ramas de ese árbol que se aprecia en esta acuarela sobre papel de gran tamaño y que tanto recuerda a los que pintó Vincent van Gogh influido por los grabados japoneses ukiyo e.

La casa que da nombre al cuadro se encuentra en la península de Cape Cod. Hopper la pintó desde diferentes ángulos, tantos que, de haberlo querido, pudo haber hecho una serie tipo las Treinta y seis vistas del monte Fuji de Katsushika Hokusai. Sí, el autor de La gran ola de Kanagawa.

Sin tocar el cristal del cuadro, Alba recorre con el dedo los trazos a lápiz que pintó Hopper y sobre los que después aplicó color por medio de las acuarelas. Las sombras proyectadas por los salientes arquitectónicos le encantaban y las aprovechó para crear tensión e insuflar dramatismo al cuadro. Cuadro en el que se intuye que la casa está habitada, pero en el que no se ve a nadie. Alba dice que en los cuadros de Edward Hopper la vida hay que buscarla.

El tratamiento cinematográfico de las escenas y el personal uso de la luz son dos rasgos diferenciadores de su geométrica pintura y razones por las que cualquier persona que contemple la obra de Hopper la puede disfrutar y sentirse identificado, independientemente de su formación artística y sensibilidad. Formación y conocimiento que sí tenía este pintor, al que le interesó mucho la obra de Edgar Degas y de Édouard Manet, y que, además de plasmarlo en sus cuadros, se valió de ese bagaje cultural para crear un nuevo arte de vanguardia estadounidense desvinculado del europeo, autóctono y con un lenguaje propio.

Obsesión que compartió, de manera individual, con otros artistas de las décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado de aquella gran y nueva nación, como Georgia O´Keeffe (de la que hay una exposición en el Thyssen hasta el mes de agosto). Obsesión, la de crear un nuevo arte americano sin raíces europeas, que comenzó a trabajarla después de un viaje por Europa y de vivir en París. Era cuestión de tiempo que Nueva York le robase a París la capitalidad de la vanguardia.

En 1910, Edward Hopper regresó a los Estados Unidos y se dio cuenta de que le interesaban más los lugares inspiradores que los bonitos. Lugares que para él eran silenciosos y vacíos. Lugares públicos como restaurantes, bares, habitaciones y salas de hoteles, moteles, casas de huéspedes, gasolineras, además de faros y residencias propiedad de capitanes de barco, tipo las de Cape Cod. Lugares de los que se valió para subrayar, por medio de fuertes contrastes de luces y sombras, la soledad, la espera de algo que quizá ya no vaya a volver y la alienación de sus personajes en la gran ciudad.

Gran ciudad a la que a Edward Hopper le gustaba adentrarse subido en un tren por la mezcla de miedo y ansiedad que le provocaba. A partir del recuerdo de esa experiencia es posible que pintara House by the Railroad (1925), casa que Alfred Hitchock copió al detalle para su película Psicosis. A los trenes hay que sumar los coches y los barcos.

Los medios de transporte le interesaban tanto como el movimiento y la vida norteamericana. Escenas ordinarias que convirtió en retratos de la belleza en los que no hay escala ni proporcionalidad. Con muy poco construye un relato narrativo muy rico, ambiguo, atemporal y universal. Un relato que atrae tanto como inquieta. Hopper, por medio de puertas, ventanas, escaparates y porches, enmarca a sus sombríos y perfectamente iluminados personajes de sus escenas. Personajes que ven lo que los espectadores del cuadro solo pueden imaginarse. Personajes abstraídos y observados por un voyeur, Hopper y el espectador que contempla el cuadro, que muchas veces son mujeres. Mujeres independientes que en numerosas ocasiones tienen el cuerpo y el rostro de su esposa, Josephine ‘Jo’ Nivison.

Jo es esa mujer que hay sentada en la cama en el cuadro Habitación de hotel, un óleo sobre lienzo de 152,4 x 165,7 centímetros. Es una pintura en la que hay una implicación muy grande entre el espectador y la mujer pintada.  Mujer que se sabe, por sus diarios transcritos, pero no publicados, que está leyendo un folleto con los horarios de los trenes. A pesar de saber la identidad de la mujer y qué está leyendo, Habitación de hotel es un cuadro muy enigmático. Un cuadro ambientado de noche e iluminado con una luz muy desangelada.

Dice Alba Campo Rosillo que a Hopper le gustaba pintar ese tipo de luces blancas a modo de experimento artístico para ver cómo reaccionaban los colores de alrededor. Es una luz eléctrica de bombilla que se refleja en la espalda de la mujer, lo que provoca las sombras que se pueden apreciar y que añaden dramatismo a la pintura.

En este cuadro, como en el resto, Hopper juega con la arquitectura y la geometría. Las líneas verticales que hay crean una sensación de paz, calma y silencio, atmósfera que rompe por medio de la diagonal de la cama en el centro de la escena, creando ritmo y movimiento. Elementos compositivos que Hopper emplea para jugar con el ojo y sugerir ciertas ideas al espectador. Y este, probablemente, reconozca cierta similitud con El dormitorio en Arlés de Vincent van Gogh. Otra vez, van Gogh.

Además de posar para su marido, Jo también era pintora y se encargó de registrar toda la obra de Edward Hopper. Eran pareja y muy diferentes el uno del otro. A Alba no le gusta dar mucha carga psicológica a la obra con relación a su autor, pero reconoce que en el caso de Edward Hopper sus cuadros cuentan cómo era él. No era una persona fácil de tratar, también era huraño, reservado y austero. Sobre todo, cuando si tenía que pagar él los hoteles en los que se alojaba. Si le invitaban, por el contrario, le gustaba alojarse en hoteles caros. Cuando no pintaba parecía estar retraído e incómodo, responder a las preguntas de los periodistas le aburría, por eso no concedió muchas entrevistas a lo largo de su vida. Jo, en cambio, era conversadora y muy social.

Juntos viajaron por el país y ella lo registró todo en los diarios ya mencionados. El libro Edward Hopper and the American Hotel, de Leo G. Mazow y Sarah G. Powers, publicado por Virginia Museum Fine Arts y distribuido por Yale University Press (New Haven and London), incluye dos mapas con los recorridos que realizó esta pareja de pintores, de Nueva York a California y de Nueva York a México, vía El Paso (Texas), además de las notas que tomó Jo sobre estos viajes. Ella era la encargada de organizar la ruta a seguir y Edward, el que conducía el Buick en el que viajaban. En ese coche siempre llevaba su material de trabajo para poder pintar dónde y cuándo fuera. Para pintar esos cuadros en los que rescata estilos del pasado a los que da un enfoque moderno.

Hopper es un artista que creo a partir de su contemporaneidad. Un creador de imágenes sutiles que pintó lo que vio a simple vista e imaginó que podía estar viendo.


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