Rebelión
Por Lautaro Rivara
vienes de la tierra, eres de tierra
y a la tierra darás tu amor postrero
Nicolás Guillén
Camponeses, guajiros, jíbaros, llaneros, paletos, labradores. Campesinos en suma. Peyizan como se les llama en la lengua nacional y popular de Haití. Todavía asociados en su etimología a las ideas de grosería, rusticidad y barbarie. Opuestos a aquellas otras de cultura, refinamiento y ciudadanía. “Destripaterrones”, tal y como reza un apelativo coloquial evidentemente despectivo. Los que vienen de afuera, los “pajueranos”. Los que acamparon a las afueras de las polis. Los que la alimentaron. Los que la tomaron e incendiaron cuando fue preciso. Campesinos caribeños y latinoamericanos, millones de ellos. O más claramente aún: pye atè, “pies en tierra”, descalzos. Y es que así andan los campesinos aquí, cuando no están bien enfundados en sandalias o zapatones de goma que gastan en círculos las apoyaturas naturales del pie, más resistentes los cueros que el propio material, expuestos finalmente a la roca o a las zarzas del camino.
Campesinos decíamos: una vasta y determinante clase social latinoamericana y caribeña que, pese a su pronunciado retroceso a merced de las políticas modernizadoras, del éxodo inducido y la voraz concentración de la tierra, persiste y subsiste. No faltará sin embargo quien hable del campesinado como de una rémora del pasado, de un anacronismo vivo, de una supervivencia feudal, de un residuo pre-moderno, de una costra de tiempos no capitalistas. Y es que vivir en el campo pareciera ser vivir en el pasado, provenir o al menos sobrevivir en otro tiempo histórico, al menos para los “adelantados” que hablan sin saber, que imaginan sin palpar la cuestión agraria y campesina. En fecha tan tardía como 1963, el belga Mauricio Maeterlinck describía los “vicios ordinarios del campesinado”: “son brutales, hipócritas, embusteros, rapaces, maldicentes, desconfiados, insidiosos, inclinados a los pequeños beneficios ilícitos, a las interpretaciones bajas, a la adulación del más fuerte. Se espían, se tienen envidia, se desprecian y se odian”. Cuarenta, cincuenta o hasta sesenta años después, encumbrados académicos, políticos y “técnicos” desarrollistas no dirán cosas mejores, bajo el ropaje de sesudos argumentos seudo-científicos.
El campesinado caribeño y latinoamericano, con sus muchos nombres y sus muchas realidades, yace frecuentemente solo frente a los azares del clima y de su mala o buena suerte. Solo frente a la salud y sus imponderables. Solo frente a sus requerimientos de semillas, mercados y créditos agrícolas. Solo frente a sus demandas de maestros y escuelas rurales. Pruebe a preguntar a un campesino haitiano cualquiera sobre sus cinco reivindicaciones más sentidas, y aparecerá, aún en primer lugar, el inalienable derecho a contar con una humilde escuela en su sección comunal.
Nuestro sentido común asociaba al llegar aquí la ruralidad a grandes extensiones desoladas, porque hemos sido formados en la paradójica idea sarmientina de desiertos imaginarios, de campos sin campesinos, de agricultura sin agricultores. Pero nada más distante del poblado y hasta superpoblado medio rural haitiano, en donde vive y muere cerca de la mitad de su población, pese a que el éxodo campesino hacia la capital Puerto Príncipe, hacia otras grandes ciudades y hacia el extranjero, no ha dejado de acrecentarse en los últimos cincuenta años. Hay quienes llamarán “urbanización” a este proceso, pero por nuestra parte creemos que el éxodo forzoso y el amontonamiento caótico de cosas y de gentes en megalópolis invivibles y carentes de toda planificación no merece tan generoso concepto. Urbanizar es planificar, construir y organizar, pero aquí y en tantos otros de nuestros países, las clases dominantes se han dedicado tan sólo a destruir el medio rural sin ofrecer ninguna alternativa a cambio.
Más allá de que de cada dos haitianos uno sea un campesino, un porcentaje aún más alto de la población, alrededor del 66% de ella, vive, trabaja y depende de la producción agrícola y sus magros excedentes, más allá de donde quede su habitación o donde pasen buena parte de sus días. La soledad de la que hablábamos más arriba no es entonces una soledad de gentes. Es una soledad política, y se parece más bien a un desamparo. La historia de Jan Rabèl es, pues, la historia de un desamparo.
El día 23 de Julio de 1987, hace exactamente 34 años, fueron asesinados 139 campesinos y campesinas en Jan Rabèl, en el Departamento Noroeste de Haití, en lo que constituye una de las jornadas más luctuosas de la historia reciente de América Latina y el Caribe. Esta masacre no sería la primera ni tampoco la última. En pocos años apenas le seguirán los casos de Aguas Blancas, en México, en el año 1995; de Eldorado dos Carajás, en Brasil, en el año 1996 -que daría lugar luego al Día Internacional de la Lucha Campesina consagrado por La Vía Campesina Internacional-; el caso de El Aro, en Colombia, en el año 1997; Acteal, de nuevo en México, en 1997; El Salado, también en Colombia, en el año 2000. La ejecución permanente de esta verdadera “operación masacre” sobre campesinos y campesinos-indígenas sería recurrente también en este, nuestro siglo XXI caribeño y latinoamericano, como lo atestiguan los casos emblemáticos de Curuguaty, Paraguay, en el año 2012, o la masacre de Sacaba en Bolivia, en el año 2019, bajo el régimen de facto de Jeanine Áñez.
Es evidente, entonces, que cuando la compulsión migratoria producida por el acaparamiento de tierras, la ausencia de créditos y políticas agrícolas, la crisis ecológica, el paramilitarismo, la guerra y el hambre no alcanzan para desplazar a las arraigadas masas rurales, ni cuando los cantos de sirena de urbes convertidas en auténticos vertederos logran convertir al campesino en migrante, allí aparecen las masacres. Como si de una aterradora política demográfica se tratase, como episodios recurrentes para aniquilar y desarticular a comunidades y organizaciones campesinas enteras.
Desde el comienzo llamó mi atención una expresión campesina, por su singular belleza, pero también por los rigores que describe: yon mouchwa tè, que podríamos traducir, literalmente, como “un pañuelo de tierra”. No se trata, claro, de una unidad métrica, ni de ningún otro tipo de medida exacta como el kawo, equivalente a 1,29 hectáreas, de uso frecuente para la organización de las labores agrícolas. Se trata más bien de una unidad imprecisa, de una parcela pequeña pero inconmensurable, del mínimo común pedazo de tierra en donde es posible sembrar frijol, maíz, kalalou o papaya. Más que de una unidad métrica, entonces, se trata de una unidad vital.
El campesinado haitiano vive, efectivamente, apiñado en pañuelos de tierra. Y es que desde la política de cercamientos y de privatización de tierras antes comunales que estudiara un joven de Tréveris en La Gaceta Renana, y mucho antes, desde el acaparamiento de las tierras comunales de los ayllus, calpullis y otras estructuras societales en toda Nuestra América a partir de 1492, el capitalismo ha sido una formidable maquinaria capaz de desplazar, remover, deslocalizar, trasladar, arrinconar, desalojar, reagrupar, expulsar, desaposentar, concentrar, echar, despedir, apiñar, centralizar, aglomerar, mezclar y abigarrar. ¿A qué? ¿A quiénes? A nada menos que a 7 mil millones de seres humanos, la humanidad entera, acantonada hoy en apenas algunos “pañuelos” de tierra litoral a lo largo del planeta.
Lo mismo puede aplicarse, a escala, para cualquiera de nuestros países: concentrados y despoblados, inhabitables por aglomeración o por soledad, subdesarrollados o hiper-desarrollados, desequilibrados, desarticulados, desquiciados. Si “gobernar es poblar” como aseguraba en la Argentina el constitucionalista Juan Bautista Alberdi, que mal que hemos sido gobernados durante los últimos siglos. O, como decía el poeta Hugo Giménez Agüero en su poema “Ahoniken”: “Ay tierra mía, ay tierra mía, ¿para qué te despoblaron, si no te saben poblar?”.
Para el caso haitiano, en este reborde de isla con terrenos montañosos y accidentados, de un total de 11 millones de habitantes, 5 de ellos malviven en las grandes capitales. Mientras, en el campo encontramos paisajes como aquellos en los que el personaje de Nicolás Gogol compraba “almas muertas” a precio de ganga. Se trata de las víctimas de los glotones acaparadores de tierras, a merced de la hostilidad de los dueños o presuntos dueños de la tierra: policías, jueces rurales, bandidos, latifundistas, capitales trasnacionales o combinaciones esperpénticas de todos ellos. Los campesinos, por su parte, yacen cosados siempre, sin importar su productividad o su fatiga, por los persistentes fantasmas del éxodo, la dispersión comunitaria y el hambre. El hambre, paradojal en las manos de quienes sirven los alimentos a la mesa de las ciudades. “Maíz un día, y otro día maleza”, como se dice en la zona andina al sur de este continente para expresar los rigores del azar, el desamparo y la imprevisibilidad.
En la actualidad, encontramos alrededor de 600 mil explotaciones agrícolas, organizadas en pequeñas parcelas -jaden- de entre 0,5 y 1,8 hectáreas de extensión. La agricultura campesina será en su enorme mayoría familiar y tradicional, pero podemos encontrar un sin fin de formas de propiedad, trabajo y usufructo de la tierra: propietarios familiares, arrendatarios, medieros, jornaleros, aparceros, etc. Los instrumentos, rústicos, no pasarán la mayoría de las veces de los tradicionales pico y machete, sin animales de tiro, sin maquinización de ningún tipo, sin fertilizantes químicos, con semillas nativas por lo general, y bajo un régimen pluvial, es decir, sin irrigación artificial. Pese a la enorme contribución de la agricultura campesina a la riqueza nacional, los aportes del Estado al sector serán prácticamente nulos. Los comerciantes e intermediarios se quedarán con la parte del león amparados en los sucesivos códigos rurales. Del otro lado de la ruralidad, un selecto grupo de familias, por lo general residentes en el extranjero, concentran aún cerca de la mitad de las tierras disponibles y, lo que es peor, las mantienen improductivas.
La historia de la lucha de clases en Haití es una historia eminentemente campesina, como en buena parte de nuestro continente. Los cimarrones en los tiempos revolucionarios y pre-revolucionarios; los llamados piquets, agricultores insurgentes comandados por Jean-Jacques Acaau entre 1844 y 1848; las guerrillas de los “cacos” de Benoît Batraville y Charlemagne Peralta opuestas a la ocupación norteamericana de 1915-1934; el protagonismo campesino en la conformación del movimiento democrático que terminaría con la caída de la extensa dictadura vitalicia de los Duvalier; o, en la actualidad, el protagonismo de las organizaciones campesinas del Kat Je Kontre en la convocatoria y organización del Foro Patriótico -ahora devenido el Frente Patriótico Popular-, el mayor articulador de las clases populares en el país. Pero si el campesinado continúa siendo demográfica, económica y políticamente relevante, su influencia cultural rebasa con mucho al campesinado en sentido estricto o a la mera ruralidad.
La cultura popular y nacional haitiana es, en buena medida, campesina, dado que la mal llamada urbanización es un fenómeno abrupto y relativamente reciente. Por eso podemos ver adultos urbanos que hasta ayer nomás eran campesinos, o jóvenes que conservan su memoria y sus pautas de lucha y de sociabilidad, que ven al cielo como sólo los campesinos saben, como procurando el agua. Que instintivamente se llevan las manos a la cintura para sostener un machete que ya no llevan consigo, que ninguna función podría cumplir en las barriadas de lona y chapa sin sombra de árbol, sin sombra de nada. Y que son campesinos aún, al menos subjetivamente, aunque estén en tránsito de descampesinización, porque «la vida determina la conciencia» pero no la extirpa como por arte de magia.
Contra quienes han creído ver en cada campesino o campesina de América Latina y el Caribe a algo así como a un sujeto naturalmente conservador e intrínsecamente reaccionario, a un pequeño propietario privado en deseo y en potencia, como un kulak ruso o como un farmer imposible, nuestra historia larga demuestra el protagonismo destacado, y hasta el rol de vanguardia de nuestro campesinado en diversas revoluciones y tentativas revolucionarias: en la Banda Oriental en 1811, en México en 1910, en El Salvador en 1932, en Bolivia en 1952, en Cuba en 1959, en Granada en 1979, en El Salvador y Guatemala en las décadas del ’80 y ’90. Y es que quienes han sostenido esta tesis no han logrado desentrañar no solo el profundo apego a la tierra de la clase campesina, sino su sentido de pertenencia y usufructo no individual, no liberal, sino colectivo y comunitario. El germen posible de un otro sentido de nación, de un “socialismo práctico”, como lo llamara el peruano José Carlos Mariátegui.
La primera vez que escuche una alusión a Jan Rabèl, siendo víctima de un creol no del todo desenvuelto, escuché por error Jan Rebèl, lo que podríamos traducir al español como “de manera rebelde” o, si tomamos a Jan como el equivalente haitiano de nuestro castellanísimo Juan, la traducción vendría a ser “Juan el rebelde”. El error comenzó a agradarme con el correr del tiempo, porque pude luego constatar la rebeldía de armas tomar del noroeste haitiano en general, y de la sección comunal de Jan Rabèl en particular. Pero también porque no pude evitar asociarlo con un apartado del Canto General de Pablo Neruda que se titula, precisamente, “La tierra se llama Juan”. Para mi, desde aquel día en que tuve en mis manos por vez primera la gran sinfonía coral de Nuestra América, y creo que, para siempre, la tierra tendrá, de forma inequívoca, nombre de profeta.
Según el profesor Jn Anil Louis-Juste, asesinado por su activismo político e intelectual el mismo día del fatídico terremoto del 12 de enero del 2010, una entente de cuatro grandes actores e intereses se coaligaron, por acción u omisión, para perpetrar y permitir la masacre:
1) Los terratenientes locales -grandon- cuyas propiedades mal habidas y su control territorial era amenazado por los campesinos organizados en el llamado GTA -Grupo de Unidad por su sigla en creol- quienes, entre otras reivindicaciones, organizaban y estimulaban la lucha por la tierra. Una tierra que, además, brindaba las mejores condiciones para el cultivo de toda la región, por lo que allí se estableció la segunda mayor comuna con casi 82 mil personas. Los grandon edificaron su poder y su riqueza fundamentalmente sobre la apropiación de tierras estatales. Leta se grandon, grandon se leta -el estado es terrateniente, los terratenientes son el estado- reza un proverbio campesino.
2) El Estado y las autoridades gubernamentales departamentales y nacionales, quienes más allá de su secular deseo de preservar su clientela política desmovilizada, pretendían reasegurar el control estratégico sobre territorios ricos en cobre y otros minerales capaces de ser explotados en connivencia con capitales foráneos.
3) El imperialismo norteamericano, quien además de concentrar buena parte de dichos capitales expectantes, mantenía un interés geoestratégico en relación al dominio de la bahía de Mole San Nicolás -Mòl Sen Nikola-, puerto natural para buques de gran calado, y eventual fondeadero de una flota naval que podría ser emplazada en un punto de la densidad geopolítica que tiene el Caribe. En este refugio natural medraron durante mucho tiempo los piratas y corsarios. No en vano españoles, franceses e ingleses lucharon por su dominio a lo largo de tres siglos, y por eso mismo fueron edificados allí los fuertes de Vallière y Saint-Charles, en una zona que fungía de refugio natural. Esta bahía da directamente al Canal de los Vientos que separa a las islas de La Española y Cuba, las mayores de las Antillas y que equivale, por su importancia geográfica, al Estrecho de Gilbraltar. Mucho después de la apertura del Canal de Panamá, fue de vital importancia durante el transcurso de toda la Guerra Fría. Este territorio, importante como el Canal y como Guantánamo era, sin embargo, más barato de asegurar.
4) La Iglesia Católica y su Episcopado haitiano, temerosos de la radicalización de algunas de sus bases pastorales en contacto con las masas campesinas, hondamente influidas por el cristianismo de liberación.
En Haití, como en casi todo nuestro continente, el cristianismo de liberación jugó un rol fundamentalmente revolucionario, al comprender el estatuto ontológicamente religioso de nuestros pueblos, al movilizar y canalizar su fe en la perspectiva de la liberación, y al organizar de forma activa y diligente a las comunidades del campo y la ciudad. La cuarta sección comunal de Jan Rabèl fue uno de sus más intensos y bien logrados experimentos. Desde la creación del Gwoup Tèt Ansanm, las Ti legliz -pequeñas iglesias, equivalente exacto de las Comunidades Eclesiales de Base en otros países- no dejaron de reflexionar y accionar sobre el flagelo del hambre, la propiedad de la tierra, el acceso a los mercados para los productos campesinos y los recurrentes conflictos con la justicia local.
Nuevamente según el profesor Louis-Juste, un miembro del equipo del GTA estuvo al frente de Caritas, la institución laica francesa, entre los años 1981 y 1984, llegando a desarrollar desde el control de esta palanca más de 1000 grupos en toda la comuna, con una base organizada total de unas 15 mil personas.
Las tres principales líneas de acción eran el trabajo agrícola, la promoción de la cultura local y campesina y la movilización permanente. Este portentoso movimiento buscó y consiguió hospitales, puentes, rutas, tendidos eléctricos, bancos de semillas, obras de irrigación, grupos de alfabetización, festivales culturales, etc. El primero de mayo del año 1987 más de 4 mil campesinos se congregarían en Jan Rabèl, para entonces sede y capital de un auténtico socialismo raizal. La célula elemental de esta democracia asamblearia eran grupos de base compuestos por entre 7 y 10 miembros, los cuales se reunían de forma periódica y eran coordinados por lo que en Haití se conoce como un animador o animadora. Además, las formaciones contaban con la figura de presidente, tesorero y secretario.
La correlación política era directa: mientras mayor era la influencia y el predicamento de los cristianos liberacionistas, menor era el poder de los grandon. El contexto internacional, algo más benigno que el inmediatamente precedente, estaba determinado por la “política de derechos humanos” de la administración Carter. Sin embargo, nada de esto impediría que militares tácticos de la capital departamental de Port-de-Paix atacaran las bases de la comunidad, arrasando con casas, animales y cultivos. Jean Marie Venzan, fundador y guía de este movimiento, sería víctima del golpe de estado del año 1991. El 28 de agosto un grupo paramilitar acabaría con su vida en su casa de Monfòten. Sus antiguas audacias no habían sido perdonadas. Pero dejarían un legado: del reagrupamiento de las golpeadas y dispersas bases surgiría el que es, hasta la fecha, el mayor movimiento campesino del país, el Tèt Kole Ti Peyizan Aysyen.
Tras la realización de la Masacre de Jan Rabèl, el Consejo Nacional de Gobierno envió una comisión a investigar el suceso. Las investigaciones, demoradas, desviadas e inconducentes, permitieron que a la fecha el hecho siguiera impune. No faltó en la época quien adujera -lo que hace parte de los manuales de justificación ideológica de otras masacres- que se trató de una reyerta entre los propios campesinos.
Hoy por hoy Jan Rabèl es una comunidad empobrecida, azotada por el éxodo rural y castigada por la deforestación, aunque aún se siembra allí una enorme variedad de frijoles y también maíz durante las lluvias de noviembre. Aquí, como en todos lados, es patente la ausencia de una auténtica política agrícola, más aún cuando los proyectos de “desarrollo” externos nunca se plantean la cuestión cardinal de la propiedad de la tierra, enajenada desde aquella masacre ejemplificadora. Mientras tanto, el Instituto de la Reforma Agraria, el desfinanciado organismo estatal que debería velar por estos asuntos, se aboca según la delirante idea del gobierno haitiano a explorar la producción de frutas tropicales de exportación, cuando el país no puede ni garantizar la mínima producción de arroz que su población necesita, ni qué decir del maíz, hace tiempo desalojado como elemento principal de la dieta haitiana. Producir lo que no se come, e importar lo que se come: nada más alejado de un proyecto de reforma agraria y soberanía alimentaria.
La Masacre de Jan Rabèl acontece cada día. Y es así por varios motivos. Por su tremenda actualidad. Por su capacidad de explicar la situación del campesinado del áspero noroeste haitiano. Porque la historia en Haití es un manto siempre doblado sobre sí mismo, como un bucle cerrado, como una lagartija -zandolit le llaman por aquí- que se muerde la cola. Porque en la religión popular haitiana los muertos viven, y viven sustantivamente, no sólo en la metáfora. Porque las tramas de la memoria oral sostienen la presencia quemante de aquel día, y no permiten que se precipite en el olvido.
- Extracto del libro inédito “Haití es aquí”
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