martes, 29 de mayo de 2018
Mi homenaje a Marx: Testimonio razonado de un revolucionario inutilizado
La educación política en la “plaza sitiada”
Por Julio Antonio Fernández Estrada
En el año 2009 el maestro Fernando Martínez Heredia dijo a un grupo de jóvenes que hacíamos un taller por el 50 aniversario de la Revolución cubana, que nosotros éramos “asquerosamente revolucionarios”.
Este relato testimonial es un homenaje íntimo, como dicho en voz baja alrededor de una mesa presidida por un ron añejo, a una parte de mi generación, nacida en los años 70 del siglo pasado y que hoy cuenta con poco más de 40 primaveras.
La condición revolucionaria de los que nacimos en los años fundacionales de la institucionalización del socialismo cubano, paridos casi al mismo tiempo que el primer Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), y amamantados a la par que la Constitución de 1976, ha sido y es una historia de convicciones y abandonos, que merece ser contada por uno de nosotros, antes que el ron del segundo párrafo nos haga efecto.
El piropo del profesor Martínez Heredia, que sirve de punto de partida para este testimonio, fue mitad broma mitad sentencia severa de un representante de una generación que hizo la Revolución, que la moldeó con su trabajo y agonía, con su paciencia y fidelidad, bajo fuego de muchos enemigos, los de fuera y los de dentro, estos últimos casi siempre mimetizados en forma de funcionarios extremistas dueños de la última palabra.
Mi generación aprendió, como una estrofa de recital, que la contrarrevolución venía en lanchas a tirotear pueblos costeros, en bandas de alzados sin escrúpulos, en batallones de mercenarios, en bombas lanzadas desde los barcos, en fuegos en círculos infantiles, en atentados a Fidel; pero nos costó más trabajo entender que la más recia contrarrevolución es hija de los propios vicios originales de toda revolución y de sus propias inconsecuencias políticas y éticas.
El 17 de noviembre de 2005, en el Aula Magna de la Universidad de la Habana, Fidel Castro dijo, en un discurso improvisado, originalmente dedicado a la revolución energética, que este proceso social nuestro, vencedor en 1959, podía ser derrotado solo por nosotros mismos, e inmediatamente se puso sobre la mesa de debate la forma en que desde dentro se podía desintegrar la obra de la Revolución.
La conclusión principal de aquellos días de intensa Batalla de Ideas fue que la corrupción podía ser una de las vías por donde se escapara el porvenir de la Revolución. Poco tiempo después se constituyó un nuevo órgano estatal, la Contraloría General de la República, pero la discusión sobre qué ideas, de qué forma, y quiénes hacen la contrarrevolución desde el poder, no se acarició tan siquiera.
Las revoluciones han pasado en todas sus representaciones históricas por el dilema de convertirse en Estados, en gobiernos, en administraciones públicas, en políticas exteriores, en discursos oficiales; y en todos los casos la Revolución ha querido sobrevivir en el imaginario social para no ser superada por su silueta gubernamental.
La Revolución cubana se convirtió muy lentamente en Estado. La provisionalidad de 17 años desde 1959 a 1976 es una de las más largas después del triunfo de una rebelión popular. En estas casi dos décadas, sin embargo, se aseguró el camino de un tipo de poder político basado en un liderazgo magno e inconfundible y tras las indicaciones de un partido político legitimado como la esencia de las organizaciones que lucharon antes de 1959.
Desde 1965, cuando se constituye el Comité Central del nuevo PCC, después de haber pasado por los ensayos de las ORI y del PURSC, la unidad nacional no es un valor hijo de las contingencias del pueblo ante un enemigo real, sino la primera directriz de la disciplina partidista.
Antes habían quedado debilitados por el camino el Movimiento 26 de julio por la pérdida de hombres clave; el Directorio Revolucionario 13 de marzo por su intransigencia después del triunfo y por su autonomía en demasía durante el caso de Marquitos, sentenciado a muerte por la delación de los mártires de Humboldt 7; y el Partido Socialista Popular, por el sectarismo, la “microfracción”, y su apasionada protección del mismo hombre que el Directorio odiaba, el delator de sus héroes.
El partido resultante aprendió demasiado de las prácticas burocráticas, de intromisión administrativa y de dogmatismo chato del PCUS; y la mayoría de sus funcionarios no han sido representantes genuinos de los problemas del pueblo, algo que también asumieron de los partidos únicos de Europa del Este.
Hasta el día en que se escribe este ensayo testimonial, los Primeros Secretarios del PCC son los políticos más importantes de cada territorio, deben ser mencionados en el protocolo de actos antes que los Presidentes de Asambleas del Poder Popular, y lo mismo aparecen en un momento cumbre de cataclismos y ciclones, que despidiendo y aconsejando a un equipo de béisbol que viaja al extranjero.
Pero los jóvenes, que no pueden ser sujetados ni con dogmas ni con discursos vaciados de contenido, hacen cada vez menos el viaje de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) al PCC, en clara demostración de que el futuro dependerá de nuestra imaginación política actual y no solo de las instituciones que ya conocemos.
En el espeso caldo de cultivo de la llamada “plaza sitiada”, doctrina poco a poco elaborada y transmitida por el discurso oficial y la propaganda política incansable, basada en el peligro de invasión norteamericana, en el persistente bloqueo económico y comercial comenzado desde los primeros años de la Revolución y en las conspiraciones de los gobiernos de los Estados Unidos de América para derribar al gobierno cubano, se ha criado, como un bebé asustadizo y vigilante, a la noción de política y al significado de ser revolucionario durante más de 50 años.
En este torbellino de cambios, desarrollo social, inclusión de miles de personas antes abandonadas a su suerte, el gobierno cubano se abroqueló ante los peligros del gigante del Norte y se contrajo la unidad nacional a un solo criterio partidista, a una sola alternativa electoral –el voto unido–, a decisiones unánimes y peticiones de incondicionalidad.
A la grotesca maldad del bloqueo sumamos, desde los mismos años 60, la maldad de las ojerizas ante lo nuevo, ante lo extranjero, ante el pelo largo, el idioma inglés, los versos punzantes de Padilla, la tristeza de Heras León, la erudición crítica de Antón Arrufat, la descarnada versión de la epopeya contada por Norberto Fuentes.
Detrás de enormes escritorios, armados de tabacos masculinos, funcionarios con menos cultura y menos amor por la Revolución que sus propios “analizados”, desaparecieron del mapa de la cultura cubana a muchos artistas, intelectuales, comunistas, clandestinos del 26 de julio, pastores cristianos, sacerdotes católicos, solo desplazándolos de donde eran más útiles y felices.
Las razones de este control y limpieza son más o menos las mismas desde hace casi seis décadas. Las personas que estudian y argumentan y defienden sus criterios con tesón son llamadas autosuficientes. Si intentan proponer modos e ideas más lozanas, son inmaduros porque no entienden que detrás de esas ideas está el imperialismo. Si creen en la democracia son ingenuos porque aceptan conceptos burgueses –como si a los burgueses les hubiera gustado alguna vez la democracia. Si critican todo el tiempo los desvíos del rumbo de lo que se piensa que es la Revolución son condenados por hipercríticos. Si se quedan apagados, cansados de los mítines donde se baila sin que no haya un solo motivo para festejar, son denunciados por apáticos. Si halan consigo a la juventud y la gente cree en ellos porque dicen cosas diferentes, porque proponen algo nuevo para seguir, son peligrosos.
Durante muchos años las mejores ideas tuvieron que saltar sobre los dardos envenenados de los que prefirieron perseguir antes que laborar. El marxismo revolucionario, americanista, indigenista, decolonial, antirracista, debió demostrar con tesis y vidas sacrificadas que no era revisionista. Las miradas certeras y hondas a nuestra historia y nuestros problemas políticos debieron sufrir la tacha de “diversionismo ideológico”.
Ahora todo lo que parezca de una arcilla extraña, desconocida, demasiado adornada y punzante, es llamado “subversión interna” –y más recientemente “centrismo”–, como si la mayor subversión de la política revolucionaria no sea, desde hace mucho tiempo, el pensamiento temeroso y lívido ante las propuestas de democratización del sistema político cubano y de fortalecimiento de las instituciones de la República.
La contrarrevolución burocrática ha trabajado sin saber que lo hace contra las ideas y los cambios más grandes en Cuba después de 1902. La Revolución de 1959 en su intento de cerrar el paso a sus enemigos más enconados dejó dentro de las murallas almenadas a buenos y malos espíritus, estos últimos paradójicamente útiles por su mediocridad, insensibilidad, incultura; necesarios por su aparente fidelidad.
El Estado cubano se ha desbordado de funcionarios, como mismo lo ha hecho el PCC, con una preparación política que no rebasa la repetición de lugares comunes intercalados de frases sobre el peligro del imperialismo y los males del bloqueo. El costo de la educación politécnica, de ciencias exactas, de ingenierías necesarias para el crecimiento económico, ha sido una depauperación del pensamiento filosófico, histórico, político, sociológico, jurídico, de las humanidades en fin. En los preuniversitarios cubanos de ciencias exactas se preparan estudiantes en altos estudios de matemática, física, química, biología, pero no se enseña historia de la filosofía, historia de las religiones, lenguas clásicas, oratoria, todas estas piezas indispensables en el mosaico de la República.
Los cuadros que hoy deben representar ante la juventud –conectada a sus tablets y teléfonos inteligentes– el programa de la Revolución que continúa, no pueden distinguir entre la Revolución francesa y la mexicana, entre Morelos y Robespierre y lo que es peor, no se han leído a Martí, ni al Che, ni a Marx, y prefieren antes que a una película muy laureada, ver en la noche una telenovela almibarada producida en cualquier parte.
La contrarrevolución cubana más peligrosa no solo cree que desarrolla una batalla justa contra los enemigos del socialismo, sino que ignora, en casi todos los casos, que sus prácticas, conceptos y principios son inmorales, contrarios a la razón humana, a la historia del pensamiento progresista, y por lo tanto, no saben que defienden ideas antidemocráticas y enemigas originales de las propuestas de los padres y madres de la primera revolución de independencia en Cuba.
Hemos sido testigos durante mucho tiempo de momentos en que los burócratas y sus escuderos coyunturales enarbolan propuestas y proyectos, acciones e ideas terribles, sin detenerse un momento a analizar el origen y el derrotero de estos. Ejemplos son los análisis políticos de personas por su religiosidad, por su orientación sexual, por sus amistades, por sus gustos artísticos, por sus aficiones literarias. En nombre de la Revolución se ha pedido a los jóvenes que sean incondicionales cuando no hay sistema social más lleno de condiciones que el socialismo, porque es la única manera de distinguirlo del capitalismo; se ha pedido a las personas que lancen huevos a los que se van del país; se ha pedido a los vecinos y militantes que griten consignas ante la marcha silenciosa de mujeres con diferentes ideas políticas. Se han creado listados de personas, en centros de trabajo y estudio, prestas a responder ante manifestaciones y estallidos sociales, y se les ha llamado Grupos de Respuesta Rápida. Se ha sancionado a profesores por publicar en medios de prensa y en revistas científicas no autorizadas. Se ha organizado un sistema de permisos para relacionarse con extranjeros, y sobre todo, con académicos norteamericanos. Se han tomado medidas severas con estudiantes por hacer un acto espontáneo de protesta por la invasión de los Estados Unidos a Irak. Se ha analizado a profesores por coordinar una velada de homenaje a la Revolución de Octubre. Se han despedido de sus trabajos a periodistas que publican lo que ven y oyen. Se ha sancionado dentro de la UJC a militantes por vetar una propuesta impopular de un candidato a diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular.
La contrarrevolución acomodada en puestos de decisión –que quiero creer que son a los que se refiere Raúl Castro cuando habla de la necesidad de cambios de mentalidad–, si se enfrenta a un problema, a una crítica, a un observador quisquilloso de sus prácticas sospechosas, lo tilda de “mercenario” o “centrista” y termina la discusión para siempre.
Una de las cualidades de este panorama cubano de cierre de filas alrededor de ideas no revolucionarias y menos socialistas, es la incultura política del pueblo, a la que hemos sido condenados por métodos educativos bancarios, verticalistas, acríticos, memorísticos, y apologéticos de la dirección y de los dirigentes.
La generación a la que pertenezco aprendió muy bien que el más importante momento de nuestra historia es a partir de 1959. Aprendimos que los mambises no ganaron la Guerra Grande por falta de unidad y sectarismo, que Martí con su Partido Revolucionario Cubano fue el que nos enseñó el camino hacia el partido único actual, que la intransigencia revolucionaria quedó en Baraguá. También hemos aprendido que la República de 1902 fue falsa, que todos los gobiernos eran ladrones y que la Constitución de 1940 fue letra muerta.
Nada en la educación actual apunta a explicar por qué se convirtieron en revolucionarios aquellos jóvenes, primero ante Machado y después en los años 50. Por qué casi todos habían sido educados en colegios religiosos cristianos, por qué todos amaban a la patria y no daban testimonio como los muchachos de hoy, de su aburrimiento por la historia de Cuba. Nada explica el gran valor de la victoria de la República de 1902, con Enmienda Platt pero con alguna independencia después de tanto sudor y lágrimas.
Las fechas de la República han quedado olvidadas, el 20 de mayo no significa nada, en todo caso algo negativo; nuestra vida comenzó en 1959 y como ha dicho recientemente el Canciller cubano, todo lo que necesitamos fue alcanzado en ese año.
Esta reducción drástica ha venido acompañada de un olvido de la producción científica, política y artística de 1902 a 1959, que ahoga la posibilidad de entender con certeza de dónde salió la fuerza que derrocó a Batista.
La política ha quedado adjetivada como politiquería siempre que esta intente expresar el panorama completo de opiniones y alternativas. Tener problemas políticos es una enfermedad del espíritu que consiste, hasta hoy, en pensar de forma diferente a quien hace el diagnóstico.
Como parte de la Modernidad y de la avalancha mediática antidemocrática de la globalización, mi generación también aprendió a repetir las manidas frases de todas partes: la política es sucia, los políticos son profesionales y deben brotar de una clase política elegida por el destino.
Dentro de Cuba la historia de la Revolución fue borrando los contornos de las instituciones e independencias de los órganos del sistema político, lo que era necesario como arma para hacer compacto el bloque de defensa ideológico y militar. Pero esto ha tenido un costo político severo que nadie enfrenta ni intenta curar. Todos pensamos que el proyecto político de independencia y soberanía contenido en el socialismo cubano es lo mismo que el Estado que lo dirige, que el gobierno que lo ejecuta y administra, que el Partido que lo orienta, y que los funcionarios que deberían obedecer al pueblo. En última instancia se ha llegado a introducir en este esquema de la política cubana a toda la historia de la Revolución.
Esta fórmula absurda ha impedido el movimiento de ideas y la renovación de prácticas políticas, de soluciones a problemas sociales, de refrescamiento de cuadros de dirección menos comprometidos con el poder acumulado. Es imposible oxigenar la vida política si ante cualquier comentario, propuesta, interpretación, crítica, voto en contra, se va a considerar que lo que se pone en juego es todo el proyecto de patria en Cuba.
Para la sanidad de la política cubana y para la supervivencia del socialismo es menester que el gobierno sea considerado el blanco de toda la crítica posible, en aras de su mejor rendimiento, control, fiscalización, éxito en fin.
Una fisura en el muro de la doctrina de la “plaza sitiada” es la no renovación de cuadros, con la consecuencia evidente del envejecimiento de la mayoría de los más importantes y decisivos dirigentes políticos cubanos. Nos preguntamos, ¿qué ha impedido que dentro de la alarma y el bloqueo, hayamos descuidado la formación política de jóvenes con ideas frescas y en contacto con las nuevas generaciones? ¿Por qué dentro de la “plaza sitiada” no se podía crear un relevo político? ¿Por qué la política tenía que morir con la desaparición de la generación del centenario?
De alguna manera hemos llegado al lugar actual en el que se pueden cometer todos los pecados contra la tradición socialista pero el único que se sanciona es el de “meterse” en política. En Cuba, en el 2018 se puede ser un militante comunista probadamente racista, con inclinaciones a la admiración de las potencias capitalistas, homófobo, machista, incluso malversador, pero lo único que no se puede superar es la duda política, la pregunta incómoda sobre un asunto que todos saben que es “delicado”.
La antigua doble moral ha sido superada por la triple moral, fenómeno político de adaptación humana a toda circunstancia política y que impide que se pueda definir el pensamiento de quien la ostenta.
Los oportunistas y “flotantes” en todo tipo de aguas nos han enseñado algunos trucos para la supervivencia, como el de la crítica pretérita, forma más segura de pasar por arriesgado y valiente sin correr ningún riesgo. Se trata de esperar a que un asunto, una persona o un hecho, sean criticados de forma oficial para empezar a criticar con toda seguridad.
Las personas que se han adelantado a la crítica autorizada han sufrido las consecuencias y en caso de que la vida demuestre la razón del crítico, nadie pedirá disculpas por haber sido drásticos con el indisciplinado.
La preparación política en Cuba desde la infancia hasta los estudios universitarios.
Antes del día en que empezamos a preguntarnos por nuestro lugar en el planeta y en el universo, por la razón de nuestra existencia, por las posibilidades de la vida después de la muerte, por la complejidad de nuestro cuerpo y nuestra alma, aprendemos a distinguir a las autoridades, la liturgia del poder político, los héroes de la Patria, las consignas más seguras en cada temporada, las verdades que nadie quiere escuchar, las hipocresías y su mejor administración, la admiración al líder nato y el respeto al Estado.
La educación política en Cuba se basa en el reconocimiento del enemigo histórico de la Revolución, en la difusión de sus patrañas, ataques y mentiras. Una consciente formación antiimperialista sería una ganancia enorme, pero en la práctica lo que resulta es un joven o una joven que no entienden cómo el mismo país que produce guerra y calamidades y nos bloquea en todas nuestras posibilidades, a la misma vez es el fondo de pantalla de casi toda la televisión nacional, que es solo estatal, por la prohibición constitucional de la privatización de los medios de difusión masiva.
La globalización nos ha alcanzado con toda su carga de estandarización de la belleza, de la forma de vida norteamericana, con la promoción de valores nacionalistas de los Estados Unidos y nunca de los demás pueblos de América, con la divulgación de la vida cotidiana de la clase media y de los ricos de otras latitudes. La violencia a lo USA se ha convertido en un valor en sí mismo. Las nuevas generaciones no pueden soportar una película lenta, filmada en una sola locación, sin exteriores, con un diálogo intenso y conmovedor, y esto lo hemos logrado nosotros mismos, al no ser capaces de enseñar paso a paso la existencia de otra belleza.
Ningún niño o niña aspira a ser miembro de una comuna vital y productiva, libre y democrática, sino a llegar a superhéroe o a princesa. Cada vez más se promueve la ética y la cultura de la monarquía. Las princesas son bellas, justas, amorosas e inteligentes en los dibujos animados que nuestros infantes devoran desde los dos años de edad. Los reyes y príncipes son francos, valientes y justicieros, en los filmes que la televisión cubana no logra evitar. A los 18 años, cuando llegan a la Universidad los candorosos y monárquicos alumnos insulares de Cuba, aprenden, si sus maestros no son de la misma escuela, que los reyes de Europa pasaron siglos matando de hambre, guerras y tortura a sus pueblos, que las princesas no se bañaban sino con talco y que casi ninguno de ellos sabía leer ni escribir. Al otro día, sin embargo, se estrenará en los cines una película que cuenta lo buena y dulce que era María Antonieta y lo malos y crueles que eran los revolucionarios franceses.
Es lógico que mi generación esté tan preparada para la concentración del poder, para el culto a la personalidad, para la sacralización de las palabras de los líderes, para la aceptación sin dudas de los sinsentidos del poder, para la vulgarización de la ciencia, para la centralización y las decisiones tomadas por pequeños grupos de personas.
La educación republicana y democrática nunca ha comenzado. No existe formación parlamentaria, ni práctica del funcionamiento de una asamblea. Se ha establecido como herramienta más segura los micrófonos cerrados, los programas de radio y televisión diferidos, la censura de las noticias más descarnadas, la escalera de filtros para aprobar un programa.
Si volvemos a las aulas de la enseñanza primaria y secundaria encontramos otra clave de la incultura política de las nuevas generaciones. La historia de América Latina es paupérrima, y de forma sospechosa no está incluida en los planes de estudio una historia popular de los Estados Unidos de América. Los niños saben que Martí hablaba de Nuestra América, pero no se sienten latinoamericanos; están más cerca del Norte y de Europa que de un pueblo indígena de México o Guatemala. El resultado de esta política es la lejanía de nuestros jóvenes de los problemas del Sur. En nuestro encierro amurallado no solo dejamos fuera al imperialismo, sino que el indio americano, con su poncho, su flauta, su mate, su maíz y sus costumbres quedaron como algo exótico y tan extraño como la vida en el lejano Nepal.
Algo de este mal se ha curado con las odiseas de los médicos cubanos, hombres y mujeres que se han esparcido como hormigas laboriosas por tierras de frío, de sol, de río, de montañas, y ellos, tal vez, han aprendido la grandeza de América, de África y de Asia, pero esa escuela no la tiene todo el pueblo, y por lo tanto el problema persiste.
Más peligrosa es la distancia que existe entre nuestra forma de entender la política y la de América Latina. En el Sur la lucha ha tenido que continuar; nosotros hemos considerado ganadas todas las batallas y hemos quedado reducidos a baluarte, faro que ilumina y reserva socialista de América, para turistas progresistas y latinoamericanos nostálgicos, pero esta situación solo opaca una verdad tremenda: aquí la lucha ha continuado y el capitalismo no se ha detenido y la Revolución es tan necesaria como nunca. La Revolución, no el dogmatismo, ni los puestos de mando, ni las reuniones de “factores”.
La desmovilización política en Cuba para enfrentar los desvíos del sistema socialista es uno de los males que detectamos hoy. El pueblo de Cuba, los jóvenes y los que no lo son tanto, no participan en una marcha espontánea hace décadas, no lanzan una proclama de lucha por sus derechos desde que los últimos revolucionarios pensaron por toda la nación.
El gobierno de un pueblo activo y vital es más difícil que el de uno que espera indicaciones y usa “canales establecidos”, pero el resultado de la democracia es un pueblo que se prepara todos los días para responder ante los ultrajes a la legalidad, al Estado de Derecho, a la Constitución y al socialismo. Lo contrario es una ciudadanía que no se considera a sí misma sujeto de la política, que asiste a las urnas a votar por candidatos que no conoce, que no le importa si se proyecta la construcción de campos de golf o si cientos de camaradas de la India trabajan de albañiles en empleos que deberían ser para cubanos.
Esta límpida gobernabilidad cuesta mucho alcanzarla y sus consecuencias son graves porque crea una cubierta de insensibilidad ante los problemas propios y ajenos que solo se resuelve con catarsis hogareña, violencia doméstica, indisciplina social, ataques a las cosas públicas, desconfianza en la administración estatal, emigración a gran escala y consenso pasivo sin compromisos sinceros.
En este panorama los problemas del resto del mundo deben resbalar para nuestra juventud como quimbombó por la yuca seca. Nadie menor de treinta años aspira a dirigir ninguna institución pública en Cuba y si hace confesión de sus deseos de recibir en el futuro los mandatos del pueblo en un cargo político, entrará en la agenda de alguien como problemático.
A mis 16 años de edad tuve el desenfado infantil de decir ante una joven psicóloga, que hacía una investigación en mi preuniversitario, que me veía a mí mismo en el futuro como presidente de la República. Algunos de mis compañeros contestaron con oficios más difíciles de lograr, como cosmonautas, bomberos, etc., pero al único alumno que le hicieron explicar su sueño fui a mí. Mi respuesta candorosa fue que de mi generación debía haber un presidente en Cuba, y entonces ¿por qué no podía ser yo? Usted solo tiene que votar por mí llegado el momento, le agregué a la investigadora.
Un año después repartí en mi aula una decena de plegables con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sobrantes de un evento concluido de la Unión de Juristas de Cuba, al que mi padre había asistido. Dada la algarabía juvenil causada por la lectura de este documento, mi padre fue llamado a mi escuela a explicar mi conducta y a oír los regaños de la dirección de la institución.
Ambas situaciones contienen un sentido de la política pusilánime que todavía pervive entre nosotros. Los líderes históricos de la Revolución no solo lograron legitimarse por sus obras de sacrificio y heroísmo, sino que eliminaron, consciente o inconscientemente, la posibilidad de pensar en el futuro. El mecanismo mental que hace sospechoso a un adolescente que quiere dedicarse a la política en un futuro lejano logra a la misma vez la decepción de los que se creen parte del proceso, el ejercicio del silencio ante toda pregunta espinosa, el alejamiento de la política como aspiración, el aprendizaje del carácter inmutable de las instituciones del presente y la inmortalidad de los que no podrán ser sucedidos.
En el otro caso estamos frente a un hecho que se ha repetido miles de veces de otras tantas formas. A más de 50 años de Revolución y de estabilidad política, institucional, con un gobierno experimentado y con facilidades de gobernabilidad, algunos temas siguen siendo paralizantes y terroríficos. Los derechos humanos, la sociedad civil, el pluripartidismo, la corrupción administrativa, la vida pública y privada de los dirigentes, son asuntos prohibidos en la prensa y por lo tanto objeto de vigilancia constante.
En el caso de los derechos humanos existe otra causa de las extremas medidas de rechazo. Cuba ha sido atacada de forma sistemática, como Estado, por su débil regulación de derechos civiles y políticos, y por su más frágil reconocimiento de garantías a estos derechos. Ante estas críticas, hechas muchas veces en espacios internacionales como la Comisión o el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, la defensa ha sido la presentación de nuestros logros en disfrute de derechos sociales.
La conclusión es que hemos preferido, desde los núcleos de creación de políticas y de lineamientos y conceptos políticos, desterrar las discusiones y el uso de categorías e instituciones del Derecho, de las Ciencias Políticas, de la Sociología, que son habituales en otras latitudes. Esta solución ha empobrecido la preparación política de los dirigentes que en diferentes épocas se han negado a discutir sobre religión, sobre racismo, sobre sociedad civil, sobre derechos humanos.
Este panorama incluye, además, la falta de sintonía con los sujetos de lucha social en América Latina y otros continentes. Mientras en Brasil, en México, en Bolivia, en Argentina, en Puerto Rico, en Colombia, se usa a los derechos humanos como arma contra la oligarquía, contra la impunidad de los poderosos, contra la injusticia social, contra el machismo, el feminicidio, la persecución política, los desplazamientos de pueblos, el desempleo, la desigualdad y la privatización de recursos naturales; en Cuba no se esgrimen sino para pelearse con los Estados Unidos y con una parte de la oposición política a la que se le llama sin matices “disidente”.
El pueblo cubano, en él mi generación y otras, ha entregado al Estado la identidad y ha perdido en esa delegación la capacidad para dirigirse a otros pueblos como iguales. La solidaridad cubana a los movimientos sociales, a los luchadores por los derechos humanos en cualquier parte del mundo, sobre todo en América, pasa por la autorización gubernamental, lo que reduce nuestra presencia a un discurso oficial comprometido con la diplomacia y los usos estatales.
¿Qué somos, Estado o Pueblo?
Uno de los rasgos de la cultura política cubana es la prudencia popular ante la injusticia mundial y sus víctimas. Esta no fue siempre una virtud de los cubanos y cubanas, que creaban en un santiamén brigadas para ayudar en la guerra civil española, para derrocar al dictador Trujillo o que no esperaban indicación alguna para saltar al mar y nadar hasta un buque soviético anclado en la bahía de La Habana, en señal de respeto y autonomía de los valores individuales.
La concepción de la “plaza sitiada” tiene aquí otro costo. Según la más extrema de sus versiones, dentro de este país bloqueado y amenazado no es posible hacer nada en política sin permiso; y esto incluye a la sociedad civil, llamada por la burocracia “sociedad” a secas o “pueblo”. Para el Estado no es una mala práctica, o al menos tiene una razón que la sostiene. Fuera del Estado la doctrina se convierte en una ligadura insoportable, porque limita la espontaneidad política de la sociedad civil y convierte a esta en una paciente tramitadora de autorizaciones.
La confusión entre pueblo y Estado es dramática porque ha reproducido en la sociedad civil vicios de dogmatismo y pragmatismo que no son propios de la gente común. Fui testigo de detenciones –sin más consecuencias que la separación del desfile– de estudiantes universitarios, que en una marcha del 1 de Mayo cargaban carteles donde se leía, ¡Fujimori Asesino! El extremo cuidado que ha tenido siempre el Estado cubano, de no molestar a sus homólogos, no debería haber incluido la negación del derecho del pueblo llano de expresarse como considerara, de acuerdo a las leyes cubanas, no a los designios de la burocracia.
Para mi generación la política todavía era una variable usable. Habíamos visto armar guerrillas y contingentes para pelear en África. Se podía aspirar al heroísmo aunque no tanto a estudiar tu carrera preferida. Crecimos y toda la agitación en el pecho por la superioridad socialista se fue diluyendo, destrozando de ladrillo en ladrillo el Muro de Berlín. Algunos de nuestros padres habían tenido el escrúpulo inútil de enseñarnos a ser dignos, a defender a los más ultrajados, a no soportar las injusticias. De esos padres nuestros, alguno fue luchador clandestino, guerrillero, miliciano, internacionalista, valientes en fin, lo que hizo a mi generación creyente en la lucha por un tipo de socialismo que no repitiera los errores del de Europa.
Pero la mayoría de los que en mi generación no escogió el camino de la dirigencia estudiantil, la legitimidad de la militancia comunista y la disciplina ante las decisiones de los dirigentes, no hicimos otra cosa que entender que la política que se podía hacer estaba en las instituciones establecidas y bajo el orden del Estado, o en la arriesgada vida política de un ciudadano sin reglamento que cumplir pero sin estrado donde hablar.
Los 90. Universidad y política en años de crisis.
La década de los 90 fue la de nuestra madurez ciudadana, la de la llegada a la Universidad y la del Período Especial. Habíamos estudiado marxismo sin complejos. En nuestras casas estaban en el librero principal las obras completas de Lenin. La Universidad era el espacio perfecto para vivir la experiencia política. En ella, específicamente en la de La Habana, se había imaginado y alimentado una parte de los motivos de la Revolución. En cada rincón de de la Colina universitaria había un recuerdo de lucha y honor. Mi generación llegó a la Universidad ya lastrada con la lógica de los manuales de Marxismo Leninismo, con los dogmas asimilados de memoria y el aprendizaje completo de la utilidad de ser militantes comunistas, aunque el comunismo no importara un bledo.
Sin embargo todavía era posible encontrar el activismo de los más arrojados. Líderes de la FEU que pensaban que podían ser como Mella o José Antonio. Secretarios de la UJC que creían que se podía hacer política sin tener que dar tantas explicaciones. En estos años observé con admiración la convivencia en la Universidad de la Habana del pequeño Movimiento Estudiantil Católico Universitario y de la masiva FEU. Pude ver jóvenes haciendo y sufriendo la política, a favor y en contra de una Pastoral de los obispos católicos de Cuba, a favor y en contra del derribo de las avionetas de Hermanos al Rescate en 1996, a favor y en contra de la pena de muerte. Vi a estudiantes coordinar y redactar la revista Peldaño 88, de la Facultad de Derecho, y fui testigo de las represalias contra ellos.
Cuba se convirtió en un campo de batalla en estos años de mis estudios universitarios. Mi experiencia de haberlos pasado sin un cargo político ni un liderazgo estudiantil me dejó una mirada no comprometida con los representantes de las organizaciones legitimadas. Me concentré en el sufrimiento por la decadencia de la vida cotidiana, en la venta de barquillos que mis padres cocinaban de noche, en la convicción de que nada era más importante que la tranquilidad moral de ser un simple estudiante y un ciudadano que creía en el socialismo con democracia.
De este tiempo guardo una hermosa memoria de pobreza con alegría. Nada que comer, guaguas sin pasar, pero con una carrera universitaria para aprender y para crecer. Cuba se presentaba en una de sus paradojas. En las azoteas decenas de hombres felices y febriles construían balsas para lanzarse a la odisea del Estrecho de la Florida. En las despensas no quedaba nada de las ciruelas búlgaras de antaño. Se levantaba el pueblo inconforme de Centro Habana. El Estado apostaba por el turismo y construía “pedraplenes” para llegar a los cayos vírgenes. Marx sufría de abandono. Titón nos golpeaba el rostro con Fresa y Chocolate. El socialismo dejaba de ser un camino de alegrías y ahora se gritaba como alternativa de la muerte.
Los jóvenes de ahora no sufren tanto la falta de opciones políticas. Mi generación creyó que se preparaba para decidir y no hay uno solo de nosotros al frente de un Ministerio en Cuba. Los muchachos de hoy han sido educados con menos expectativas, por lo tanto no han aspirado a sinsentidos. Sus apuestas se han concentrado más en una vida fuera de este archipiélago –mi generación aprendió esta lección a través de los golpes de la vida pero no precisamente de parte de nuestros ascendientes– y en la preparación para el éxito.
Los romanticismos han terminado. Los jóvenes dejaron de suspirar por los estudios de medicina, por la humildad edificante de ser maestros y por las carreras sin desarrollo material. Los estudios de idiomas han crecido. Mi generación no veía esta formación como una necesidad. Hoy cada joven es entendido en el uso de la computación, en la navegación por Internet, en las ventajas de la telefonía celular.
Los nacidos en los 70 que nos quedamos en Cuba somos dinosaurios que leemos libros de papel, que enfermamos de conjuntivitis ante la velocidad de los videoclips y a los que nos molesta hasta la llamada en espera.
La política y su necesidad es una de las ventajas que tiene el grupo de los que fuimos a las escuelas primarias en Cuba en los años 80. Es una ventaja porque podemos hablar de ella, esperar de ella algo más que sufrimiento o pérdida de tiempo. Pero a la vez es una zona de tierra movediza porque se convierte en otra posibilidad de frustración y desesperanza, las que no afectan jamás a quien no busca en la política una salida.
La política como evocación del pasado: los pilares simbólicos de la Revolución cubana, de Esparta a La Demajagua.
El discurso político oficial se ha caracterizado, sobre todo desde el recrudecimiento de la crisis económica comenzada en los 90, por una referencia constante al pasado en busca de columnas de carga simbólica, lo suficientemente sólidas como para soportar la pérdida de consenso a favor del gobierno, transmutado desde mucho antes en Revolución.
Uno de los peligros del uso ambivalente del concepto de Revolución, como proceso de transformación iniciado en 1959, como Estado institucionalizado en los años 70, como gobierno en funciones, es que aunque se saque provecho de la magnífica historia de la rebelión cubana de los 50 para la política cotidiana, también se logra el resultado inverso, que es la responsabilidad de la Revolución por errores de gobierno e ineficiencia administrativa.
La política que mira hacia atrás, que trae al pasado como justificación de los cambios del presente, no por las lecciones aprendidas de nuestra historia sino por la falta de argumentos actualizados, crea desconexión con las nuevas generaciones, ancladas al presente cada vez más por la cultura de la inmediatez que se ha entronizado y por el fracaso de las estrategias de difusión de la historia de Cuba.
La historia de nuestro país, tan interesante como cualquiera otra, ha sido transmitida desde hace décadas sin los matices que colorean la verdad. En nuestras escuelas no se enseña sino hechos gloriosos, momentos de intransigencia revolucionaria, posturas de dignidad. La bibliografía que se usa para esta educación no deja espacios para las figuras históricas complejas, esas que no fueron todo el tiempo héroes ni villanos.
Estos métodos han logrado algunos resultados significativos como el desconocimiento de la vida y la obra de Martí, del que se resta casi siempre sus virtudes de hombre de acción, convertido en los relatos de los maestros y en las imágenes reconstruidas de su vida, en un poeta triste que no sabía montar a caballo y que murió en su primer combate por su falta de experiencia en la guerra.
En Cuba no es común escuchar hablar de Martí como Mayor General del Ejército Libertador y todavía sus estatuas lo muestran sentado, pensante, con capa de Cónsul, señalando el camino pero jamás a caballo ni rompiendo monte desde Playitas.
De la historia de la República han desaparecido las historias de vida de los presidentes, de los que solo es lícito decir que eran ladrones. Nunca se mencionan los hechos que los pudieran engrandecer amen de sus desmanes, crímenes o errores posteriores, jamás se habla de que la mayoría de ellos fueron oficiales del Ejército Libertador, ni que algunos lograron victorias militares sonadas y de mérito.
No se trata de salvar figuras, de reponer fantasmas, de revivir muertos profundamente enterrados, sino de llevar a los jóvenes una historia más creíble, que los arme de un pensamiento apto para entender las complejidades de los procesos sociales.
En la misma República del latrocinio y la pobreza, del monocultivo y la dependencia de los Estados Unidos, escribió Marinello, actuaron Villena y Pablo de la Torriente, investigó Fernando Ortiz, Mañach nos dejó Martí el Apóstol, Rita Montaner cantaba el Manisero. En la República nos convertimos en potencia beisbolera y nos visitaron estrellas de la música y del deporte. Éramos neocolonia pero también tuvimos a Ramón Font y a los campeones Oro y Capablanca. No teníamos la libertad con la que soñó Martí, pero Baliño y Mella fundaron el Partido Comunista, y Bustamante y Sirvén creó el código de Derecho Internacional Privado que todavía lleva su nombre.
Si los jóvenes de ahora no saben todo lo que se hizo en esos años de lucha por la libertad, el mismo hecho de la Revolución pierde sentido. Hace unos años leí una valla enorme a la entrada de un municipio de la Habana, en la que se podía leer un disparate histórico que resume nuestra necesidad de buscar estímulos en el pasado: “Marianao, como en Baraguá, siempre en 26”.
El desparpajo del viaje doble al pasado de la anterior frase nos indica que no ha sido necesaria la razón ni el apego a la historia para componer argumentos, sino la evocación de lugares, fechas y momentos, que aunque mal tratados, ayudan a la emoción y a la disciplina de la fila.
De la historia nacional se han preferido las guerras de independencia para izar fechas, héroes, episodios, aventuras, referencias a enemigos, a peligros, a amenazas. La epopeya mambisa nos ha dejado el “Rescate de Sanguily” para nombrar instituciones civiles y militares, las sediciones de Vicente González para evocar el peligro de la falta de unidad y del regionalismo, la conducta de Carlos Manuel de Céspedes, para recordar que es más importante la patria que la familia.
Las mujeres cubanas al más alto título que pueden aspirar es a Marianas, en alusión a la mujer principal que fue Mariana Grajales. Maceo fue el Titán de Bronce y con esto se diluye la inteligencia y el honor de Antonio, del que se resalta sobre todo que fue herido más de 20 veces sin morir.
Hechos trascendentales de aquella historia han sido usados en el presente hasta el punto de la creación del Juramento de Baraguá, con el que quedábamos atados a Maceo y a la historia de la Revolución.
Se honra a colectivos laborales, personas e instituciones con las réplicas de los machetes de Maceo y de Máximo Gómez, pero nunca se premia a los que llevan a su vida cotidiana la conducta de aquellos hombres. El machete no es para ser usado sino para ponerlo en una vitrina.
Las frases, ideas de Martí, fragmentos de discursos, han poblado el imaginario político cubano desde que fue considerado el autor intelectual del asalto al cuartel Moncada. Las ideas de Martí son frontispicio lo mismo del PCC, de un ministerio, que de un círculo infantil.
La obra martiana, en cambio, no es conocida. Me pregunto, ¿cuántos niños, niñas y jóvenes han tenido que investigar, escribir un ensayo, componer un discurso, sobre un texto de Martí?
Toda esa vida volcada al ayer no sería un estorbo si a los jóvenes de hoy se les llamara a ser indoblegables como Maceo, humildes como Céspedes, bondadosos y puros como Martí, pero apenas se trata de que los admiren en pasado.
El viaje al pasado no ha sido solo por la historia de Cuba. El arsenal simbólico de la Revolución cubana se ha alimentado de forma exagerada de las referencias poco democráticas de la cultura militar espartana antigua, y casi nada de las de su contrario político e histórico: la democracia ateniense.
Las frases viriles de los guerreros espartanos han sido motivo de inspiración de oradores y políticos en toda la historia, pero no se podía esperar lo mismo de un proceso político socialista, que extrañamente no usa las frases de Robespierre, de Hidalgo, de Louverture, de Marat, de Pericles.
La disciplina militar de los soldados de la Laconia, heredada de los ejércitos dorios, tuvo una recepción exitosa en el discurso político cubano. La sencillez de las comidas públicas, la vida masculina de hombres y mujeres, la economía cerrada y básica, la moneda sin circulación más allá de las propias fronteras, el júbilo ante el combate y la posible muerte, el martirologio sin excusas, el vejamen de los cobardes y traidores, han sido recompuestos por nuestra política como paradigmas y todos vienen de Esparta.
Si llevamos el parangón hasta el extremo podemos descubrir en la manía lacónica de los espartanos, considerada el sumun de la parquedad y el ahorro de sentimientos y rodeos, la jerga de los burócratas actuales, que ejercitan un lenguaje -mezcla de cantinfleo y estridencias-, que no forma parte de ninguna tradición cubana pero que se ha ido expandiendo por la difusión de la televisión.
La cultura política como transformación social.
La propaganda política cubana muestra un país que no es necesario cambiar, en todo caso algunas indisciplinas sociales, pero jamás se vislumbra un escenario de refundaciones y nuevos comienzos.
Los jóvenes no pueden encontrar asideros ni móviles en esta campaña. Los spot televisivos comparan la épica de la Revolución con la utilidad de nuestro ahorro, como si lo único que se esperara de las presentes generaciones es que formen parte de la Patrulla Clic. Las organizaciones sociales tienen más de 50 años y en el momento en que miles de adolescentes no saben qué significan las letras CDR, ni han hecho jamás una guardia del Comité, se lanza el siguiente lema: CDR, una organización que nació para ser eterna.
En la coyuntura actual, cuando deberíamos estar en una fiesta nacional por la construcción y aprobación de la nueva Constitución, vivimos el suspenso de lo que vendrá, como si se tratara del último capítulo de la telenovela brasileña.
Para esto es menester que cambiemos nuestro discurso apocalíptico y catastrófico por otro que asegure que solo se llegará a una sociedad mejor, a una mejor vida presente y futura, si nos sumamos todos a la tarea de adecentar el país, mediante la apertura de espacios para todas las tendencias políticas que consideren que tienen algo que aportar a la nación, siempre de acuerdo a la Ley y al Derecho internacional.
El presente de la política patria debe ser de todos los cubanos, estén donde estén, sin exclusiones ni venganzas, ni de un lado ni de otro. La reconciliación es una necesidad del desarrollo cubano. La única esperanza de conservar lo mejor del socialismo y de relanzarlo hacia un Estado más democrático y hacia una República con todos y para el bien de todos, como manda la moribunda Constitución, es hacer un llamamiento a la participación de todas las fuerzas sociales de buena voluntad para construir juntos una Constitución que haga justicia a la historia de la Revolución y a las luchas históricas de nuestro pueblo, y para fundar un nuevo pacto social en el que sea principal el Estado de Derecho y el sueño martiano del culto a la dignidad plena de los seres humanos.
La cultura política del pueblo cubano es considerada de forma pasiva, se le evalúa por su disciplina cívica en procesos electorales, movilizaciones y ante desastres naturales, pero no se mide su calidad en momentos creativos, en circunstancias en las que las propuestas son necesarias y el silencio es suicida.
En las experiencias en pequeña escala, de escenarios de participación protagónica, de creación de políticas, de diseño de proyectos sociales, de decisiones colectivas y de liderazgos basados en nuevas legitimaciones, ensayadas en comunidades, centros de trabajo, escuelas, consejos populares, por ONGs cubanas que apuestan por otra política en Cuba, más horizontal y fresca, los resultados son esperanzadores y aparece ante nosotros el pueblo sabio que sí sabe lo que quiere y cómo lo quiere.
No hay cultura política sin transformación de la realidad o sin lucha por lograrlo. Un pueblo informado tiene más posibilidades de actuar en consecuencia pero no es suficiente con saber qué sucede, es necesario que se trabaje y se intervenga en los problemas.
Cultura política y Estado de Derecho.
Las relaciones entre Derecho y Política han sido presentadas desde extremos teóricos como el marxismo o el Derecho constitucional moderno, este último llamado hasta hace muy poco Derecho Político.
Una parte de la Ciencia Política defiende a ultranza que su objeto de estudio y sus conclusiones no son semejantes a las del Derecho, y esto se hace evidente cuando los estudios jurídicos son sobre todo dogmáticos, pero deja de ser tan claro cuando el Derecho propone estudios de la realidad desde la Sociología Jurídica.
El Estado de Derecho es un concepto de los que la teoría jurídica, y específicamente el Derecho constitucional socialista, no dudaron en alejar de sus análisis, sobre todo por su origen burgués.
La cultura política que se arma de argumentos contrarios a la importancia de los derechos individuales, no es la misma que en la actualidad entiende la incapacidad y las limitaciones de la ley para resolver los problemas de los pueblos. Esta evolución del pensamiento crítico revolucionario y de izquierda llega ahora a estas conclusiones después de siglos de luchas por derechos humanos.
Por lo tanto el pensamiento jurídico y constitucional que de origen carga con el lastre de su incomprensión de la justicia de la lucha por los derechos individuales y colectivos, crea una cultura jurídica y política cerrada a la historia de la democracia.
El Estado socialista no ha sido, en ningún caso ni en ninguna latitud, ejemplo de consideración de esta tradición de lucha por la democracia y la república, que son una parte importante de la lucha posterior por el socialismo.
El pase de magia por el cual los derechos humanos son considerados burgueses al igual que paradigmas tan importantes como el de Democracia y Estado de Derecho, es una de las causas de la despolitización de las nuevas generaciones en el mundo entero, y especialmente en Cuba.
Un acercamiento pausado y serio a la historia de la tradición socialista y democrática, nos informa que la burguesía nunca creó derechos para los trabajadores sino que estos fueron arrancados por los obreros de las entrañas de los ricos y los nobles.
De la misma manera la democracia jamás fue una expectativa de los burgueses, que han tenido claro en todas las épocas, pero sobre todo desde mediados del siglo XIX, que el poder de los “muchos” y de los descalzos no les conviene.
El Estado de Derecho también fue una victoria popular. Donde antes había vínculos de vasallaje y dependencia, siervos y patronos, clientes y libertos, se fundó la ciudadanía, la ley y la fraternidad.
La libertad, ya lo sabemos, fue escamoteada a los pobres. Las revoluciones del siglo XVIII han quedado relatadas como burguesas y el Cuarto Estado de descamisados ha quedado borrado de los libros de texto.
La fraternidad ha sido eclipsada como nos cuenta el gran pensador y revolucionario Antoni Domenech, y la igualdad ha beneficiado a muy pocos. Pero la ley fue una victoria de los pobres, porque su imperio es siempre mejor que el de un señor feudal o un Rey.
Durante mucho tiempo no se podía hablar de Estado de Derecho sin incluir pilares suyos como la representación política, el sufragio –poco a poco universal–, la supremacía constitucional, el imperio de la ley, la protección estatal de los derechos individuales, y sobre todo la igualdad real ante las normas jurídicas.
En Cuba a finales de los años 80 del siglo XX el profesor Julio Fernández Bulté comenzó una cruzada contra la expulsión de conceptos necesarios en la construcción de un socialismo democrático, y rescató de la nada al Estado de Derecho, en un artículo publicado en la Revista Cubana de Derecho. Más tarde el mismo autor incluiría en los estudios de Derecho en Cuba a la sociedad civil y el sistema político, por mencionar dos temas célebres.
La Constitución cubana vigente, aprobada en 1976 y reformada de forma parcial en los años 1978, 1992 y 2002, no menciona al Estado de Derecho pero sí al principio de legalidad socialista que se supone que signifique no solo el cumplimiento irrestricto de la ley sino un método de dirección estatal.
En la cultura política cubana el Derecho no es un componente fuerte. La crisis actual del Estado de Derecho en Cuba puede ser considerada desde muchos puntos de vista; uno de ellos es la pobre realización del proyecto de Estado que se consagra en la Constitución de la República.
Las enfermedades más graves que sufre el Estado de Derecho entre nosotros –aun cuando consideremos esencialmente la acepción del concepto de un Estado sujeto a la legalidad–, son la contradicción entre la letra del texto constitucional y su manifestación real política, institucional y económica, la anticuada declaración de derechos contenida en la Constitución y la paupérrima regulación de garantías políticas, jurídicas y procesales a los derechos, una institucionalidad estatal donde la Asamblea Nacional del Poder Popular ha perdido poder frente al Consejo de Estado desde hace décadas. Se trata de una ritualidad excesiva de los principios de funcionamiento estatal, como son la rendición de cuentas, la revocación de mandatos y el ejercicio de la crítica.
La seguridad jurídica es uno de los valores del Derecho más importantes a la hora de evaluar la solidez de un Estado de Derecho y de la cultura política de una sociedad civil. Encuestas realizadas dentro de investigaciones ampliamente divulgadas en Cuba, demuestran que desde los años 80 el desconocimiento de la jerarquía normativa, de la importancia de la ley, del valor de la Constitución, era enorme, y esto incluye a funcionarios del Estado, del Gobierno y del Partido.
La convivencia con un ordenamiento jurídico prolijo pero poco divulgado, con espacios esporádicos de participación popular en la creación jurídica, con una visión del Derecho coactiva y persecutora, extiende la cultura del Derecho que cierra puertas y no lo contrario.
El Estado de Derecho en Cuba tiene en su Constitución inutilizada a uno de sus problemas mayores. La Carta Magna cubana no es una norma de aplicación directa porque tiene que esperar a que leyes complementarias regulen la forma de defender los derechos de los particulares y del Estado, sobre todo por la ausencia de un proceso judicial constitucional.
Esta situación es la causante del abandono de la Constitución tanto por el pueblo como por los funcionarios estatales, con toda la carga de inseguridad y menosprecio por la ley que lleva esto consigo.
El Estado de Derecho necesita de transparencia en los procesos administrativos, de responsabilidad de los funcionarios, de conocimiento de la ley por la Administración Pública y por la ciudadanía. Necesita participación de la sociedad civil en la creación de las normas más importantes para la vida cotidiana.
El Estado de Derecho pone a la burocracia en un lugar mucho más seguro porque su actividad no se hace arbitraria sino reglada, y su responsabilidad se convierte en alivio para el pueblo.
El aprendizaje de supervivencia junto a un Derecho errático y desconocido, junto a una Constitución avejentada e ignorada, junto a una Administración Pública voluntarista e impune, crea una cultura política de orfandad institucional y de escepticismo cívico, que se expresa en frases como esta: “el que hace la ley hace la trampa”, “aquí todo está prohibido”, “los dirigentes tronados se caen para arriba”, “esta orientación vino del cielo”, “este problema no es jurídico sino político” y “el Derecho: deporte del pueblo”.
¿Y los revolucionarios, dónde están? Reflexiones finales a modo de conclusión
La cultura política de mi generación es resultado de un panorama de desconfianza en los conceptos y paradigmas de la izquierda tradicional, que no era esperable en un proceso socialista pero resultó que nuestra política ha sido demasiado parecida a la de otras experiencias de socialismo, basadas en el carácter central del Estado y en el liderazgo ideológico de un partido poco heterodoxo.
Sed de izquierdas, dirían Marx, Lenin, Mella y el Che, a los jóvenes de hoy que aspiren al socialismo. Sed de izquierdas sería el mandato, el imperativo de hoy a los que creemos en el socialismo libre y en la república democrática. Sed de izquierda es lo que sentimos, los labios resecos de tantos años sin salir a luchar, sin beber de la fuente de la transformación.
La izquierda cubana debe aparecer ya. Los revolucionarios deben aparecer ya, sin cargos, sin carros ni gasolina que conservar, sin otro móvil que salvar el socialismo, que no significa salvar a la burocracia que ha tomado su nombre sino a la justicia social y a los derechos del pueblo.
Los odios deben quedar fuera, es momento de pensar hacia el futuro. No pediremos que se olvide a Yara ni a Montecristi, solo que debemos fundar nuestra propia historia. Los revolucionarios debemos expropiar la virtud de la Revolución a quienes la hurtaron y vaciaron de sentido. La Revolución cubana no es solo de los padres, también es de los hijos, de los nietos, de los adoptados y convertidos.
El socialismo no será una opción y el recuerdo de la Revolución se borrará si no lo salvamos nosotros. Para esta obra no hacen falta consignas sino empresas de amor y coraje. Los enemigos son fuertes y muchos, son los que no quieren que el socialismo reviva y prefieren que se mantenga en una espiral de ineficiencia y pobreza. Otros aspiran a que todo termine cuando ellos estén muy lejos.
Pero nosotros, los que alguna vez hemos merecido el título de “asquerosamente revolucionarios”, por querer cambiarlo todo y por no creer ni en un solo dogma ni en una sola institución sacrosanta, sino en el pueblo, no queda otra opción que permanecer y luchar, sin más arma que el honor que nos merecemos por creer en la justicia.
Julio Antonio Fernández Estrada Doctor en Ciencias Jurídicas y Licenciado en Historia. Profesor Titular. Docente desde 1999. Ha impartido clases en universidades de América Latina y Europa. Sus publicaciones y ponencias en eventos han sido sobre todo de Derecho Público Romano y Derecho Constitucional cubano.
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