viernes, 18 de mayo de 2018
Congreso aprueba moción para imponer la Biblia como lectura obligatoria
Por Leonel Alvarado
Los jóvenes deben construir la nación, sino serán los mayores explotados, dice escritor Julio Escoto
Por supuesto, que se la lea como obra de ficción, como novela negra, como poesía erótica, como uno de los textos más violentos de toda la literatura. ¿A qué joven no le interesaría esto, sobre todo si estuviera en Netflix? Que se la lea para que los estudiantes vean el impacto histórico que pueden tener los textos anacrónicos. La historia nos ha demostrado que todos los textos fundacionales están condenados a ser anacrónicos: la Biblia, las constituciones de la república, los himnos nacionales, etc. Todos responden a la imagen que se tenía de la fe o de la nación, en estos ejemplos específicos, en un presente que con el paso del tiempo se vuelve desfasado. Nadie iría, ahora, a sacrificar a su primogénito para aplacar la ira del Señor ni a vender a su hija como esclava por haber pecado —los ejemplos de barbarie abundan en un texto que propone que la vida es sagrada—, así como nadie moriría voluntariamente por honrar a la Patria y a nadie debería imponérsele ninguna apología de la guerra, como se hace en los himnos nacionales.
Si de textos sagrados hablamos, que se la lea como la leyó Agustín Lara. “Solamente una vez” es una de las canciones más católicas del imaginario latinoamericano. Sin embargo, en el bolero se utiliza la iconografía religiosa para atacar la hipocresía de la buena moral sustentada por la Iglesia, la familia y el Estado. En el bolero, la Santa es una prostituta, la divinidad no está en el cielo sino en el amor terrenal, la luz que brilla en el huerto es divina y carnal, las campanas de la canción de Lara son sacras y libidinosas.
Que se la lea como texto mitológico. Pero, claro, habría que leerla al lado del Popol Vuh, cuya mitología más nos concierne: los centroamericanos estamos más cerca del maíz que de la manzana. Sabemos que la cultura latinoamericana se sustenta en tres mitologías, por orden de llegada: la indígena, la española y la africana, a las que se sumaron otras. Sin esto no existirían, digamos, los centroamericanos Miguel Ángel Asturias, Isabel Quiñónez, Rubén Blades, Sergio Ramírez, Walter Ferguson, Guadalupe Urbina, Andy Palacios y una infinidad de etcéteras.
Que se la lea como la leyó Carlos Mejía Godoy. El dios de su Misa campesina es más real que el dios iracundo de Job. Su cristo es obrero, artesano, carpintero, albañil y labrador; ahora sería inmigrante ilegal, obrero de maquila, vendedor de telemarketing. De hecho, la Teología de la Liberación sacó al Cristo de la iglesia barroca para acercarlo al pueblo, sacó a Dios de la mesa del patrón, como diría Atahualpa Yupanqui. Hubo que esperar hasta mediados del siglo veinte para que el Cristianismo saliera del espacio de la ciudad letrada, de la que, en la Colonia, emanaban las leyes, con un lenguaje barroco que siempre las ha vuelto invisibles para quienes las sufren.
El diputado que introdujo la moción de leer la Biblia en las escuelas dejó caer una perla de razonamiento: “Aunque la constitución establece que la educación es laica, consideramos que es importante la lectura de la Biblia en escuelas”. Señor diputado, “la constitución establece que la educación es laica”. Con eso tendría que ser suficiente. Esto demuestra que la ciudad letrada nunca fue abandonada; allí están los dueños de las leyes, los que simplifican el lenguaje y reducen las leyes a fórmulas para gobernar según intereses sectarios: “Corrompen la prosa y corrompen el Congreso”, dice Ernesto Cardenal en Hora O, texto que sería de mejor lectura. Ese “aunque” es peligroso. Ya sabíamos que, aunque la constitución hondureña prohíbe la reelección… o aunque la Biblia diga “No matarás”… El lenguaje de la Corte y el de la Iglesia son sagrados, pero, dirían los diputados, no exageremos.
No vale la pena detenerse en las justificaciones empleadas por estos señores que cabildean por las corporaciones religiosas. Que los estudiantes lean la Biblia “antes del inicio de labores diarias”, como dice el texto, equivale a cantar el himno nacional en el aula para inculcar ese amor patriótico inventado por la élite en el poder; tanto pesa, como sabemos, la influencia del siglo diecinueve. El “lampo de cielo” del himno hondureño le dice tanto al joven estudiante como la serpiente que habla en el Edén; el “audaz navegante” es tan real como que el mundo, según las cuentas de la Biblia, fue creado hace siete mil años.
Entonces, sí, que se lea la Biblia porque no hay que rehuir de la lectura. Pero que sea decisión de los jóvenes; que ellos decidan si les interesa leerla o si prefieren hojear comics, cuya lectura tampoco debe rehuirse. La generación de nuestros padres se equivocó al creer, brutalmente, que la letra entraba con sangre. De la misma manera, la lectura no puede imponerse, sobre todo cuando se ampara en la imposición de dogmas. Sin contar, claro, que no todos los estudiantes son cristianos.
Pero, claro, habría que ver la traducción, porque sobran las lamentables. Ni el lenguaje bíblico ni el de las constituciones es sagrado; este poder de la letra escrita, impuesto a fuerza de terror, es otra herencia colonial. Los autores aquí citados, entre tantos otros, desmontaron ese discurso grandilocuente y, repito, anacrónico.
Finalmente, según quienes apoyan esta moción en el Congreso hondureño, la lectura de la Biblia contribuiría a alejar a los jóvenes de las drogas. Quizá las bodas de Canaán los acerquen al alcoholismo o las mil mujeres de Salomón a la pornografía. Esto podría interesarles mucho más que Juego de Tronos, que también valdría la pena leer.
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