martes, 9 de mayo de 2017

La literatura de la Patria o la patria de la literatura


Por Jabo H. Pizarroso

“¿Por qué tratan las novelas del siglo XX de lo que tratan? Mi respuesta es que la verosimilitud ha sido secuestrada por los dueños del discurso dominante. Y demasiadas veces hemos caído en su trampa. Hemos creído que para construir nuestra visión bastaba con leer y escribir historias que no repitiesen lo que dicen ellos, pero que fueran creíbles según un parámetro, la verosimilitud, que imaginábamos hasta cierto punto imparcial u objetivo. Así es como la experiencia se ha ido ausentando de la novela, no por inexistente, sino por increíble.” (Belén Gopegui, Un disparo en medio de un concierto)

“Cuando siento, no escribo“, decía Gustavo Adolfo Bécquer. Cuando sufrimos, no escribimos, podríamos apuntar. El sentimiento masacrado anula la capacidad estructuradora de la razón para crear un relato verosímil, un cuadro, un poema, un escenario cronotópico de multiplicación de afectos e incertidumbres fértiles: un libro. Cada atentado de ETA, cada asesinato del terrorismo de Estado, cada tortura, cada sobresalto violento con armazones políticas abría un socavón de tiempo de silencio grande, y también amputaba hasta límites delirantes la capacidad humana de comprensión, de conocimiento, amén de las consecuencias humanas terribles que generaban aquellos hechos.

Ahora que acabó una parte, no todas las consecuencias de tantos años de enfrentamiento, llega el incesante manantial de los relatos. Llega, en palabras de Íñigo Domínguez, La batalla de los relatos. Es curioso que en las sociedades neocapitalistas, la palabra escrita, la literatura, no ostente ningún poder salvo cuando la hegemonía ideológica dicta y decide que se debe servir de la literatura para llevar a cabo su imposición narrativa, su ‘diktat’ diegético, ¡Esto es la batalla de los planetas!, snif, ¡Mutación! ¡Sálvese quien pueda!

Desde el cese de la lucha armada han surgido multitud de voces cercanas a las instancias hegemónicas que han trazado una línea gruesa de exigencia narrativa inexcusable: “hay que construir el relato”, “ganado está el pan, hágase el verso” (como diría José Martí), “ganada está la batalla, hágase la crónica”. No está de más recordar el caramelo chupado de esa frase tan traída para ocasiones como esta: “la historia la escriben los vencedores”, axioma que por otro lado lo rompe siempre la memoria cultural, la literatura, la pequeña, la minúscula, la que no entiende el hecho literario como un campo de batalla abierto a las ideologías dominantes y controlado por ellas.

Esta novela tiene todas las trazas de convertirse en la elegida, en la novela que mejor hable del relato ejemplar sobre lo que pasó en Euzkadi-País Vasco-Euskal Herria durante el tiempo del conflicto. Así lo demuestra todo el aparataje mediático que la precede, que la sucede, que la postcede. No hablo de más cuando digo que está tan llamada a ser Premio Nacional de Narrativa como lo estuvo Bilbao-New York-Bilbao, de Kirmen Uribe. Por eso resulta tan difícil advertir contra ella, desmontar su discurso, criticarla de manera dialéctica, porque cualquier cosa en contra de una vaca sagrada son palabras mayores. Y no se trata de estar en contra o a favor de esta novela, perdón, sino de desmontar de manera crítica y enunciativa el discurso que la sustenta, abrir sus engranajes de sentido a los lectores, algo, la necesidad de abrir el reloj narrativo, que en este caso es tan evidente y obligatorio debido a la sincronía de su representación ficcional con lo real que la sustenta. La diacronía crítica, la intertextualidad, y la sucesión de nuevos relatos harán mierda estas palabras que ahora escribo o conseguirán que lleguen a ser un matiz crítico interesante, una mirilla de claridad a través de una novela, Patria, sobre una época llena de complejidades.

No me lo esperaba, lo reconozco. En su momento avalé Los peces de la amargura del mismo autor, pero ahora siento tener que decir que este libro no ha cumplido mis expectativas como de seguro ha cumplido y cumple las expectativas de todos aquellos que necesitan y buscan un relato unívoco de todo lo relacionado con el conflicto vasco.

La narración de Patria nos acerca a unos personajes que han sufrido el dolor de perder a seres queridos de una manera injusta y totalmente incomprensible. También nos acerca a familiares de otros personajes que asesinaron a otras personas para conseguir objetivos políticos que entendieron no se podían conseguir de otra manera, y que en un momento fueron sujetos y responsables de una dinámica de violencia imparable. La novela Patria es un tren que se mueve encima de estos raíles paralelos, sujeto por ellos: a un lado las víctimas; y al otro lado los victimarios, los asesinos, los perpetradores como escribe Edurne Portela en El eco de los disparos. Uno y otro lado se encuentran en el mismo espacio. Uno y otro lado se contaminan, se necesitan, se repelen. Es la espiral terrorista-víctima-terrorista. Uno y otro forman parte de “las intrincadas redes afectivas que construyen nuestra sociedad“, la vasca, como apunta Portela. ¿Pero existe, cito de nuevo a Edurne Portela, “una capacidad de reconocer a la víctima como ser individual sufriente, así como una verdadera capacidad imaginativa para representar al perpetrador fuera del monstruo ininteligible”, en la novela Patria? ¿Existe en esta nueva novela de Aramburu un lenguaje imaginativo que plantee “la complejidad de los afectos que nos guían, que explore nuestra indiferencia, que nos haga situarnos dentro del conflicto, no fuera de él como jueces absolutos ante la supuesta maldad de los demás”?

Quiero encastrar la publicación de esta novela dentro del cuadro contextual en el que se produce. Este cuadro referencial tiene a mi entender dos polos, dos vigas maestras de pensamiento dominante: por una parte se está pergeñando un olvido parecido al que los franquistas ejercieron con la guerra civil española y sus genocidios, (izquierda abertzale), y por otra parte se está intentando conseguir apuntalar un relato sobre el conflicto  vasco que sea unívoco y en el que se distinga claramente la bipolaridad, que certifique que hay vencedores y que hay vencidos derrotados, que hay buenos buenísimos y malos malísimos, y que hay también vencedores malísimos y derrotados buenísimos. Salir de este maniqueísmo, de esta camisa de fuerza ideológico-social imperante es lo complicado. Ahí está el reto. En este caldo social, entra con su mascarón de proa Patria.

Cosas que ocurren en Patria: Bittori necesita saber qué es lo que pasa en la casa de Joxe Mari, el padre del chaval que mató a su marido. Joxe Mari necesita saber si Bittori ha vuelto al pueblo, necesita saber si hay alguien en esa casa que lleva tantos años cerrada como años lleva en Polloe Txato enterrado, o “escondido”, como dice su hijo, Xabier. Y sabe que hay alguien, porque ve las persianas subidas y ve encendidas algunas luces de la casa. Fernando Aramburu ha explicado en uno de los promos del libro que Patria se le ocurrió a partir de una de las muchas notas que recoge y que son el semillero de sus novelas. La nota hablaba de la viuda de un asesinado por ETA. La nota se centraba en el deseo de esa mujer de que le pidieran perdón. La búsqueda incesante de ese perdón es la que dinamiza a este personaje, es su conflicto de alta intensidad que se escribe como si lo fuera de baja intensidad. Bittori es la mujer de un empresario de éxito, un hombre sencillo metido a gerente de una pequeña empresa de transportes al que en un momento dado ETA le envía una carta pidiéndole el impuesto revolucionario. Bittori es una mujer sencilla, poco ilustrada, muy religiosa y en muchos casos beata, simple. Miren, la mujer de Joxe Mari, es la madre del etarra, del miembro de ETA que participa en el asesinato del Txato. También, como Bittori, es una mujer extremadamente religiosa, folclóricamente religiosa. Las dos mantienen un paralelismo espiritual en el sentido de que ambas hablan con sus fantasmas interiores de manera muy directa. Bittori con su marido muerto. Miren con Ignacio de Loyola. Hay muchas escenas en las que Bittori se dirige a fotografías de Txato, habla con la tumba de su marido, y habla constantemente de manera interna con él, casi como un trasunto intertextual que nos remite a Cinco horas con Mario, de Delibes. Al otro lado, Miren hace lo mismo pero en este caso con Ignacio de Loyola, su espiritualidad protectora y consejera, el ‘magma pater’ que le ayuda y que le guía. Las dos se parecen muchísimo en su estructura mental y las dos están bien delineadas por su manera de hablar y por su manera de moverse en la novela. En cuanto a los maridos de ambas, por un lado nos encontramos con Txato, un ‘self-made man’, un empresario con una plantilla de veinte trabajadores, un macho alfa cuya ideología patriarcal y conservadora es evidente a la luz de los descubrimientos que nos otorga de él la novela, mediante, sobre todo, las charlas que tiene con él Bittori. Por otro lado, Joxe Mari es un lumpen, un pobre borrachín sin autoridad en casa, sujeto al matriarcado de su mujer y de alguna forma culpable indirecto por su inactividad varonil de las derivas nacional-abertzales violentas de su hijo: el asesino, el etarra.

A un lado unos, el nosotros, y al otro lado, esos, los otros. Sobre estas dos orillas se mueve el paquebote Patria. Alrededor de estas dos parejas detonadoras de la narración van y vienen otros personajes que actúan como actantes que lijan y ordeñan los sentidos simbólicos de la historia.

Arantza es la hermana del etarra. Está en silla de ruedas y es la única a la que le molesta y le ofende todo lo que les han hecho a Txato y a su familia, y así lo dice públicamente. Xabier, el hijo de Txato, es médico. Xabier es de polipropileno extruido, es un pan sin sal perfecto, es la ciencia, la objetividad, es la no sentimentalidad y es el hijo querido de Bittori, frente a Nerea, su otra hija que sufre desde Zaragoza el asesinato de su padre, que se niega a ir al funeral de Txato, y lo sufrirá siempre desde una vida, a los ojos de Bittori, echada a perder. Bittori no entiende las formas y modos de Nerea y así se lo explica y se lo hace ver cada vez que están juntas.

En el otro lado del espejo, simétrico a Nerea, se encuentra Joxi, el etarra, del que se van sabiendo cosas a medida que crece la novela en nuestras manos y en nuestra cabeza. Por momentos este libro parece decimonónico. El costumbrismo excelso que lo sustenta y sobre el que se corre de gusto este libro cumple una función a mi entender ambivalente. Por un lado enuncia de manera magistral técnicamente hablando a los personajes, y por otro lado de tan bien que están, nos los hace un tanto inverosímiles. Los personajes dan el pego la primera vez, luego se deshacen. Parecen personajes marionetas, Mazinger Zetas. De tan bien delineados que están, de tan excesivamente silueteados, parece que no son de carne y hueso. Pareciera que tuvieran un muñequito dentro que guiara sus pasos más allá de su libertad como personajes. Esta construcción de personajes está trabajada con un objetivo: servir a la tesis que insiste en crear un discurso, un relato unívoco que sea masticable, simple, popular, que pueda ser verdad histórica, que se convierta en el relato auténtico de lo que pasó, que comprima los acontecimientos en una diégesis dicotómica en un yin yan de buenos y malos, víctimas ganadoras y asesinos perdedores.

Cuando salió el libro de cuentos Los peces de la amargura, lo leí con intensidad. Dentro de aquellos años de plomo en los que muchos ya veíamos un final, recordemos las palabras deArnaldo Otegui en el año 2004 en el velódromo Anoeta, el hecho de que el foco de la literatura se posara con sus pequeñas manos de papel en una historia que hervía la sangre a todo el mundo, era algo en primer lugar digno de señalar y en segundo lugar vigoroso, valiente, si no fuera porque esa palabra está hueca de tanto mal-utilizarla y porque la valentía, o al menos el uso de esta palabra en muchos casos es un trasunto de cobardes. La política como tema literario en el estado español y sobre todo con respecto a ETA -“La Cosa”, como la llama Iban Zaldua– no ha tenido aún grandes libros con grandes o pequeñas preguntas mínimamente respondidas desde el hecho literario. Si la ficción se adentra en la historia de un asesino que siembra de cadáveres una ciudad blanca nadie se rasgará las vestiduras, aunque en cada línea nos metamos de lleno en los cerebelos de ese asesino reprobable. Pero si la ficción se mete de lleno en las cuevas cerebrales de un miembro de ETA, que ni se arrepintió, ni se ha arrepentido de lo que ha hecho, se produce una grieta en el lector y seguramente una culpabilización con consecuencias cuasi penales en el escritor o escritora autores de ese acto “terrorista”. Recordemos la rueda de prensa de Jaime Rosales en el Festival de San Sebastián tras el pase de Tiro en la cabeza.

Belén Gopegui, en su libro Un pistoletazo en medio de un concierto, ya habló detenidamente de las relaciones entre literatura y política. Pareciera que los libros, las novelas, no deben hablar de política. Cuando es sabido por todos que absolutamente todos los libros son de una o de otra manera política. El discurso hegemónico dicta qué libros hablan de política y cuáles no, cuando todos los libros son profundamente políticos. Pero la política es lo que no es la política naturalizada. Los libros y las novelas de política son aquellos libros o novelas que desnudan la política naturalizada desde otra visión política que no está autorizada por el convencionalismo hegemónico que detenta el poder político.

Gopegui incidía en un asunto fundamental: el aspecto de la verosimilitud. Milan Kundera, en El arte de la novela, decía entre otras cosas, que una novela es un territorio donde se suspende el juicio moral. Y yo apunto algo más, uno de los síntomas de la salud lectora de una sociedad, una comarca o un territorio gobernado desde unas premisas políticas tales, no es otro que el ejercicio limpio de la libertad de expresión desde cualquiera de sus parapetos, léase literatura, periodismo, artes. En los países capitalistas la palabra escrita no es peligrosa. Porque en los países capitalistas se da por hecho y por descontado que la palabra escrita, que las ficciones, todas las fábulas, deben obedecer y de hecho obedecen al mercado y al discurso hegemónico que las convierte en diegéticas, ¿digeribles? ¿Hay diégesis que no son digeribles? Sí, ésta. La diégesis sobre la que se fundamenta Patria, sobre la que Patriadescansa, no es digerible. Por increíble. En muchos casos los personajes son inverosímiles, son moralizantes y están moralizados. Los personajes de esta novela, Bittori, Joxian, Joxe Mari, Arantxa, Nerea, están llenos de lugares comunes, hablan como hablan los titulares de los periódicos en los años del plomo de la violencia terrorista y armada. Hablan como esperamos que hablen y no cómo desconocemos que hablan.

Pienso que, desde un plano estrictamente literario, debemos ser capaces de discernir y de desligar el concepto de justificar del propio concepto originario de comprender y/o conocer. El comprender un hecho en toda su dimensión no encadena nuestra comprensión a la justificación sin paliativos del hecho comprendido. Comprender, discernir, conocer, ampliar el “conocimiento de los afectos”, impulsar una imaginación ética como diría Edurne Portela, no tiene nada que ver con justificar. En términos de guerra cualquier duda es alimento para las tesis del enemigo. As lo entendió por mucho tiempo el MLNV y la izquierda abertzale. Así lo entendió durante mucho tiempo el Estado español, su razón de estado y su posicionamiento en una guerra latente, una guerra invisible que se saldó con más de ochocientos muertos por parte de un bando, unos doscientos por parte del otro, y cientos de víctimas colaterales, heridos, y torturados y maltratados en cárceles (el último informe del gobierno vasco baraja la cifra de 4.500). Tras esta tragedia invisible y que ha sido constante, conviene repasar lo que ocurrió y sobre todo comprenderlo. Yo soy capaz de comprender las razones que llevaron a Francisco Franco a dar el golpe de estado de 1936. Eso no quiere decir que justifique ese acto de la voluntad de Franco, eso no quiere decir que justifique ese hecho. Yo puedo comprender por qué mataron a Miguel Ángel Blanco. Eso no justifica en absoluto que yo esté de acuerdo con ese acto de la voluntad humana, ese hecho tan miserable. Pero debo comprenderlo. Las víctimas de ETA hablan por ellas mismas y cada una tiene su historia de dolor y de resignación, de sufrimiento, de resiliencia y de olvido y memoria. Pero llegados a este punto y en este punto: ¿dónde está la literatura?, ¿dónde se sitúa el narrador, el escritor?

En el discurso de recepción del premio Nobel, Albert Camus contestó de manera transparente a esta pregunta: “El escritor debe estar con aquellos que padecen la historia, no con los que la escriben”; Edurne Portela, en su ensayo, como ya se ha citado, dice: “porque somos incapaces de reconocer a la víctima como ser individual sufriente, así como no podemos imaginar al perpetrador fuera del monstruo ininteligible”, quedémonos en la víctima. He dicho en párrafos anteriores que esta novela es una locomotora que avanza pausada por dos raíles paralelos: unos capítulos se centran en una familia de víctimas de un asesinato de ETA y otros lo hacen en una familia de un miembro de ETA. Llegar a reconocer a Bittori como ser individual sufriente se hace excesivamente complicado, porque tanto Bittori como la mayor parte de sus familiares están llenos de excesiva bondad, así como está llena de excesiva maldad la familia que componen Miren y los suyos. Ambos grupos de personajes compactan los bandos, ambos grupos se sitúan uno frente al otro desde una excesiva autoenunciación. Por eso me choca tanto este aspecto. Me choca porque me descuadra con lo planteado, porque personajes que saben tanto de sí mismos, que no se desvían ni un milímetro de las líneas oficiales políticas, de los relatos que quieren imponer unos y otros, me resultan poco creíbles. Son estereotipados. Si extraemos su ideario, sus ideologías, tan evidentes, tan poco desarrolladas, nos encontramos de lleno con la más pura ortodoxia congeladora que hace de un personaje un simple portador de las ideas, de las tesis de un narrador/autor. Pero quizá esto sea así porque el narrador quiere mostrarnos la incultura social de cada uno de los bloques, la poca comunicación entre ellos, la psicosis paralizante que los aqueja. No lo sé. Puede que sea eso. Pero a mí lo que me queda es un recorrido por historias encontradas a lo largo de ochocientas páginas que no acaban de ser orgánicas. ¿A qué obedece esta novela, a qué obedece esta estrategia? Porque esta manera de enfocar los personajes es decisiva: está la casa “de esos” y “nuestra” casa. El narrador está contaminado por su tragedia, tan contaminado que nos hace incluso muy difícil penetrar en dicha tragedia.

Patria es un toma y daca entre dos familias que viven muy juntas, que se conocen, que se han ayudado. El hombre de una de las familias ayudado por el otro, el hombre, el macho alfa de una de las familias (el que es “asesinable”, en palabras de Bittori), y el pobre borrachín falto de autoridad, el padre del asesino, de uno de esos, los de ETA. Así contado parece un cuento de porteras. Reconozco que de las primeras impresiones que me produjo la novela, quizá la más fraudulenta fue la conversación, el diálogo entre dos vecinas anónimas del pueblo contado en un autobús cuando reconocen a Bittori, la mujer de Txato, asesinado por ETA, entre los pasajeros del autobús que va al pueblo, en uno de sus viajes a su casa, cuando Bittori ya había abandonado el pueblo hace tiempo por miedo a las represalias y para olvidar. Una de ellas, con ánimo de explicarse, le dice a la otra: “Es el conflicto, Pili, es el conflicto”, y yo recuerdo: “Es la guerra, idiota, es la guerra”, “Es la economía, estúpido, es la economía”. En momentos como éste, y hay muchos de este tipo en el libro, a mí personalmente la narración se me corta, se me desplaza, la ficción resbala y se le ven las manos manipuladoras al narrador. Cuando los personajes no acaban de tener la densidad de personajes requerida, la complejidad que los hace personajes, es cuando la verosimilitud se eclipsa.

Da la sensación de que los personajes de Patria obedecen a una tesis prefijada por el autor-narrador, la de que todo debe conducir a condenar el mundo que se ha creado en torno a la violencia y que ha sido cómplice y protagonista de la violencia terrorista. Pero se da una paradoja: mediante esa estrategia puesta en práctica, ocurre no lo contrario, ocurre que el objetivo de la tesis predeterminada no se cumple, ya que los personajes no son creíbles. No llegamos ni siquiera a hablar de supremacía moral de unos sobre otros. No se llega ni a eso. Se vuelve a caer en algo comentado anteriormente: se parte de una tesis incuestionable para todos los que pueblan la ficción de Patria, una tesis que impide la comprensión del mundo que rodea a todos los que pueblan la ficción de Patria. Y los personajes, cuyo conflicto, porque todo personaje no es ni más ni menos que un conflicto, nada más y todo eso, los personajes, digo, son uno de los instrumentos con mayor capacidad dentro de las novelas para comprender e iluminar lo real desde la ficción, mucho mejor que los seres humanos. Esto es así, porque los personajes de una novela tienen una característica que no tienen los seres humanos: se inician al empezar un libro y se concluyen al acabarlo, dotando a su maquinaria de puros personajes de un sentido, de una interpretación acerca de los conflictos en los que se mueven que siempre resulta reveladora. Es decir, la literatura, y la novela en concreto, tiene en sí una capacidad enorme de comprensión de la realidad siempre y cuando se cumplan una serie de condiciones y una de ellas, inexcusable, es la latencia permanente de la verosimilitud y la inquieta y poderosa fuerza que emana de los conflictos que se desarrollan de manera imprevisible y nunca acotados bajo las premisas ideológicas del autor.

Y ahora cito una frase del autor recogida de una de las entrevistas que le realizó para El País, tras la publicación de Patria: “La derrota literaria de ETA sigue pendiente”. A mí me resulta difícil de comprender esta frase puesta en boca de un escritor. Un Ministro del Interior sí que podría decir esto. Esta frase es inverosímil en boca de un autor y es verosímil en boca de Fernández Díaz, o de un miembro del CESID.

Lo que quiero decir es que si utilizamos la literatura como “gasofa” de fundamentos políticos hegemónicos, luego no caigamos en contradicciones como ésta, también de la misma entrevista: “Tanto la política como el sentimentalismo o el fanatismo conducen directamente a la mala literatura. Para mí la literatura está muy por delante de la política, muy por delante. Yo no pongo la literatura al servicio de la política, porque si lo hiciera solo saldrían simplicidades”. Me resulta muy extraño conjugar estas dos citas.

Pero quedémonos con la primera: la derrota literaria de ETA sigue pendiente. En esta cita se dan por hecho dos cosas: una, que existe una literatura pro-ETA: y dos, que la literatura debe ser un arma de acabamiento de ETA. Supongamos que el aserto literatura pro-ETA es veraz. Damos por hecho que existe una literatura de ETA, una literatura que justifica el terrorismo, ¿realmente esto es cierto? Porque si existe el realismo etarra, por incorporar un nuevo género, una literatura que al estilo del realismo socialista para con la clase obrera o al estilo de la literatura del realismo capitalista con respecto a la clase consumidora, debería ser un género o un corpus teórico que fundamentara novelas cuyo sentido y objetivo final fuera construir la bondad del etarra y su heroicidad. Pero si de hecho seguimos con la hipótesis que surge de esta cita, podríamos decir también que existe el realismo victimario, novelas que realzan la bondad de las víctimas y que frente al realismo etarra buscan ensalzar a la víctima como héroe en medio de un paisaje maniqueo de buenos y malos. Y en esas estamos. ¿Debemos construir esos dos frentes literarios? ¿La literatura se escribe para esto?

No me atrevo a dictar bondades o maldades sobre Patria. Creo que es una buena novela para los que conocieron el conflicto vasco desde los altavoces del Ministerio del Interior y desde el bloqueo informativo de los medios de comunicación. También es una buena novela para los ortodoxos del oldartzismo abertzale, porque justifica sus odios al otro. Pero a la vez creo que no es una buena novela para la literatura, porque en Patria no se comprende a los personajes, se toma partido con unos frente a otros y se justifica el relato que quiere imponerse frente a una historia, la del conflicto vasco, llena de otras muchas historias más verosímiles, de mayor organicidad, de mayor multiplicación de afectos, que poco a poco deben salir a la luz. El tiempo dictará sentencias. Y la historia nunca nos absolverá.

¿A qué estamos: a Rolex o a setas? ¿A qué estamos: a construir la literatura de la Patria o a crear la patria de la literatura?

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