lunes, 29 de mayo de 2017
Desmovilizar a Estados Unidos
Por Tom Engelhardt **
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Una nación hecha por la guerra y una ciudadanía deshecha por ella
Últimamente, en días sucesivos, vi dos exposiciones en museos que mostraban algo del perdido mundo estadounidense y parecían inquietantemente relevantes en la Era Trump. La primera, ‘Hippie Modernism’ (Modernismo hippie), una exploración en la contracultura de los sesenta y setenta del pasado siglo (con pósters densos y psicodélicos), era bastante poco adecuada para el Museo de Arte de Berkeley. Me sorprendió que la exposición incluyera algunos artilugios provenientes de un movimiento crucial –para mi visión no demasiado contracultural– de aquellos años: las enormes manifestaciones contra la guerra que tomaron la calle a mediados de los sesenta, sacudieron al país y nunca acabaron de marcharse hasta que, en 1973, las últimas unidades de combate de Estados Unidos fueron finalmente retiradas de Vietnam. En la muestra había un póster con la bandera de Estados Unidos invertida; sus barras estaban representadas por unos fusiles rojos y sus estrellas eran aviones de combate de color azul; había otro en el que se veía un soldado estadounidense con el fusil colgando del hombro de manera poco formal. La leyenda en el póster aún tiene relevancia en una época en que nuestras eternas guerras continúan regresando a la patria: “La violencia en el extranjero engendra la violencia en casa”. Amen, hermano.
Al día siguiente, fui a un pequeño museo y centro de informaciones en memoria de ‘Rosita, la remachadora’, en un parque nacional en Richmond (California), sobre la bahía de San Francisco. En ese lugar, durante la Segunda Guerra Mundial, los trabajadores de la enorme planta Ford montaban tanques, mientras el cercano astillero del complejo Henry Kaiser botaba en promedio un barco –de la clase Liberty o Victory– cada día. Casi tres cuartos de siglo después, esto sigue siendo algo alucinante. En la vista al centro de información me enteré de que en aquellos años, en las gradas de esos astilleros se batió el récord de construir un barco de carga, de la proa a la popa, en apenas menos de cinco días.
¿Qué fue lo que hizo posible que se estableciera ese récord y esa productividad en un Estados Unidos en guerra? Todo eso sucedió, principalmente porque de pronto se le abrieron de par en par las puertas a la población activa de Estados Unidos, no solo a Rosita, la famosa remachadora, y a tantas otras mujeres que hasta entonces sus oportunidades habían estado limitadas en gran parte a las tareas de mujeres, como marcaban los estereotipos, sino también a los afroamericanos, los estadounidenses de ascendencia china, los más mayores, los minusválidos; prácticamente a todos (excepto a los estadounidenses de origen japonés, que fueron internados en campos de concentración) que anteriormente habían estado excluidos o menospreciados, un sector social de un país con el que ya no volvería a codearse durante décadas.
Del mismo modo, el vasto movimiento contra la guerra de los sesenta y setenta del siglo pasado contenía una inesperada muestra representativa de Estados Unidos, en la que aparecían los estudiantes de clase media y los veteranos de la clase trabajadora llegados directamente de los campos de batalla del Sudeste de Asia. Tanto la fuerza de trabajo de los años de la Segunda Guerra Mundial como los movimientos de protesta de sus hijos eran –cada cual con su estilo– maravillas ciudadanas de ese momento estadounidense. Eran materiales extraños en un país en el que todavía se creía que su gente estaba llamada a desempeñar un papel decisivo y en el que el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo todavía no sonaba como una carcajada trasnochada. Después de haber visto en las exposiciones vislumbres de dos impulsos de compromiso cívico, de repente me di cuenta de que mi familia (como tantas otras familias estadounidenses) había sido profundamente afectada por cada uno de esos momentos movilizadores; uno en apoyo de una guerra y el otro para oponerse a ella.
Inmediatamente después del ataque japonés a Pearl Harbour, mi padre se alistó en el ejército del aire de Estados Unidos. Sería oficial de operaciones en la primera unidad de comandos aéreos en Birmania. Mi madre se unió a la movilización interior convirtiéndose en la presidenta de la Comisión de Artistas del Departamento de Teatro de EEUU, que entre otras cosas, planificaba espectáculos para los hombres y las mujeres en armas. En todos los aspectos, la de mis padres fue una guerra de movilización de los ciudadanos, desde aquellos que martilleaban remaches, como hacía Rosita, hasta las “huertas para la Victoria” en el patio trasero de la casa (llego a haber más de 20 millones de estas huertas) que surgieron en todo EEUU y tuvieron un papel importante en la alimentación de la población en un momento de conflicto mundial. Y después estuvieron las emisiones de bonos de guerra para una de las cuales mi madre –descrita en un anuncio como la “muy conocida caricaturista de las estrellas del teatro y el cine”– aceptó dibujar “una caricatura de quien comprara un bono de 500 o más dólares”.
La Segunda Guerra Mundial fue claramente una guerra de los ciudadanos. Yo nací en 1944, justo cuando se estaba alcanzando el punto culminante del enfrentamiento. Dos décadas más tarde, mi versión de semejante movilización me tomó por sorpresa. En mi juventud, yo soñé con servir a mi país como funcionario de departamento de Estado y representarlo en el extranjero. En un país que todavía tenía un ejército de ciudadanos y un servicio militar obligatorio, nunca se me pasó por la mente que en algún momento yo podía cumplir mi deber formando parte de las fuerzas armadas. En esos años, no preví que mi “deber” pudiera llegar a ser implicarme en una movilización contra la guerra. Pero que un ciudadano estadounidense debiera preocuparse de las guerras combatidas por su país y por qué lo hace estaba en nuestro inconsciente. Esto quería decir que esas guerras eran nuestra responsabilidad.
Si mi país peleaba alguna guerra infernal en una tierra lejana, matando a miles y miles de campesinos, parecía completamente normal –de hecho, un deber– reaccionar ante ello como lo hicieron tantos estadounidenses en las fuerzas armadas –incluso llevando símbolos de la paz en plana batalla o creando publicaciones antibélicas en su propia base militar, y sobre todo uniéndose a la oposición cuando todavía estaban en ese ejército de ciudadanos. El horror de aquella guerra también me movilizó a mí, que no formaba parte de las fuerzas armadas. Aun así, todavía recuerdo que cuando marchaba en Washington junto con otros cientos de miles de manifestantes, nunca se me ocurrió –ni siquiera cuando Richard Nixon estaba en la Casa Blanca– que un presidente de Estados Unidos no escuchara la voz de la ciudadanía movilizada.
Hay algo más. Cada uno de esos momentos movilizadores, con sus peculiaridades, demostraron ser un inconfundible relato de un triunfo estadounidense: La victoria en la Segunda Guerra Mundial, que había dejado literalmente en ruinas a las tres formas de fascismo –la alemana, la italiana y la japonesa– al mismo tiempo que había convertido a Estados Unidos en una superpotencia mundial; y la derrota de Vietnam, que puso en cuestión la capacidad destructiva de esa superpotencia, gracias en parte a la acción combinada de los ciudadanos del ejército en rebeldía y de un ejército de ciudadanos.
Los objetos de teflón* de nuestro mundo estadounidense
En todos los sentidos, desde entonces, la victoria ha desaparecido –perdida en acción–; esto, durante décadas (con apenas un breve momento de respiro) implica la idea misma de que los estadounidenses tienen algún tipo de deber cuando se trata de las guerras en las que su país elige presentar batalla. En nuestra época, la guerra, al igual que el presupuesto del Pentágono y el poder cada día mayor del estado de la seguridad nacional, ha sido vacunada contra el virus de la participación ciudadana, por lo tanto contra cualquier forma significativa de crítica o resistencia. Es un proceso que vale la pena considerar ya que nos recuerda que en Estados Unidos estamos verdaderamente en una nueva era, ya sea la de los plutócratas, administrada por los plutócratas y para los plutócratas o la de los generales, administrada por los generales y para los generales –aunque, claramente, no la del pueblo, administrada por el pueblo y para el pueblo–.
Después de todo, durante más de 15 años, las fuerzas armadas de Estados Unidos han estado combatiendo guerras fracasadas o a punto de estarlo –enfrentamientos que solo parecen propagar el fenómeno (el terrorismo) que supuestamente deben erradicar– en Afganistán, en Iraq, más recientemente en Siria, intermitentemente en Yemen y otros sitios en todo el Gran Oriente Medio y regiones de África. En las últimas semanas, la población civil de esas tierras distantes ha visto cómo mueren cada vez más personas (sin que eso mereciera –como sucede periódicamente desde hace unos años– demasiada atención aquí, en casa). Mientras tanto, los generales de Trump han estado intensificando calladamente esas guerras. Cientos, posiblemente miles, de soldados estadounidenses adicionales y unidades de operaciones especiales están siendo enviados a Siria, Iraq y la vecina Kuwait (sobre estos movimientos de tropas, el Pentágono ya no proporciona cifras, ni siquiera aproximadas); los ataques aéreos estadounidenses se han incrementado en toda la región; el comando de EEUU en Afganistán pide refuerzos; los ataques de EEUU con drones han establecido un nuevo récord de intensidad en Yemen; Somalia puede ser el próximo objetivo de misiones e intensificación; y todo parece indicar que Irán ya está en la mira de Washington. En este contexto, vale la pena señalar que aun con la significativa presencia en la calle de grupos de manifestantes contrarios a Trump, ninguno de ellos encara la cuestión de las guerras de Estados Unidos.
Gran parte de lo que está sucediendo era razonablemente previsible desde que Donald Trump –un hombre al que le preocupan poco los detalles de los temas que plantea, desde el cuidado de la salud a las campañas de bombardeo– nombrara a generales que ya se habían implicado profundamente en las desastrosas guerras de Estados Unidos, ya fuera en su planificación y su supervisión como en la formulación de la política exterior en general (a estas alturas, el departamento de Estado de Rex Tillerson ha sido relegado a algo cercano a la insignificancia). En respuesta, muchos en los medios y otros sitios empiezan a tratar a esos generales como si fuesen los únicos ‘adultos’ en el espacio Trump. De ser así, decididamente se engañan. ¿Por qué, entonces, estarían intensificando sus guerras de un modo tan conocido para quienes hayan estado prestando atención durante los últimos 15 años, esto es, recurriendo una vez más a lo que no ha funcionado en todos esos años? ¿Quién no siente cierto escalofrío cuando la palabra “oleada” comienza a asociarse otra vez con la posibilidad de mandar a Afganistán a algunos miles más de soldados estadounidenses? Después de todo, con 15 años de penosas lecciones, ya sabemos cómo acaba esta historia. La pregunta es: ¿por qué no lo saben los generales?
Y aquí surge otra pregunta que debería uno hacerse (y no la hace) en el siglo XXI de Estados Unidos. ¿Por qué un esfuerzo bélico que ya ha costado billones de dólares al contribuyente de este país no supone la menor movilización del pueblo de EEUU? ¿Nada de impuesto de guerra, bonos de guerra, apoyo a la guerra, huertas para la victoria, algún tipo de sacrificio o, en esta cuestión, una crítica seria, manifestaciones o resistencia? Tal como de verdad ha sido desde Vietnam, tanto la guerra como la seguridad nacional de Estados Unidos son cuestiones que deben dejarse a los profesionales, aunque hayan demostrado un evidente amateurismo.
Y aún hay otra pregunta: con un movimiento de oposición preparándose para los temas nacionales, ¿continuarán nuestras guerras, las fuerzas armadas y el sistema de la seguridad nacional siendo los objetos de teflón de nuestro mundo estadounidense? ¿Por qué, con la única excepción del presidente Trump (y en su caso, solo cuando se mencionan las agencias de seguridad que han tratado con él), nadie –salvo pequeños grupos de veteranos contra la guerra y un número minúsculo de activistas tan resueltos como los anteriores– cuestiona el estado de seguridad nacional, aunque sus actividades puedan crear un vasto abanico de estados fallidos y un infierno de movimientos terroristas y poblaciones sin contención?
La era de la desmovilización
En el caso de las guerras estadounidenses, hay una historia que explica cómo acabamos en esta situación. No existen dudas de que comenzó en los últimos años de la guerra de Vietnam, cuando el alto comando de EEUU –resistido por unas fuerzas armadas en estado de virtual sublevación– decidió que debía acabarse con el servicio militar obligatorio. Lo que se necesitaba, creyeron los altos jefes, era un ejército de “voluntarios” (que, para ellos, significaba unas fuerzas armadas en las que no hubiera cuestionamiento alguno).
En 1973, el presidente Nixon accedió y puso fin al servicio militar obligatorio, el primer paso hacia la recuperación del control de un ejército de ciudadanos rebeldes y una población díscola. En las décadas siguientes, las fuerzas armadas serían transformadas en algo cercano a una legión extranjera de Estados Unidos –aunque muy pocas personas usarían estas palabras–. Además, en los años que siguieron al 11-S, ese ejército de voluntarios empezó a albergar en su seno a una segunda fuerza armada, mucho más secreta, de 70.000 militares: el Comando de Operaciones Especiales. Miembros de este cuerpo de elite –al que podría considerarse el ejército privado del presidente– son habitualmente enviados a destinos en cualquier lugar del mundo para adiestrar legiones extranjeras y cometer acciones que, en el mejor de los casos, son a medias conocidas por el pueblo estadounidense.
En esos años, buena parte de los estadounidenses ha sido convencida de que el secretismo es un aspecto fundamental de la seguridad nacional; que lo que sepamos acabará haciéndonos daño; y que la ignorancia del funcionamiento de nuestro propio Estado –sumido hoy en la penumbra del secretismo– nos protege del “terror”. En otras palabras: el conocimiento es peligroso y la ignorancia, seguridad. Sin embargo, tan orwalliano como puede sonar, esto se ha convertido en lo normal en el Estados Unidos del siglo XXI.
Que el gobierno deba tener el poder de vigilarnos en estos momentos es apenas un dato de la realidad; que nosotros debamos tener el poder de vigilar (o simplemente controlar) a nuestro propio gobierno es un lujo de otros tiempos. Esto ha demostrado ser una fórmula eficaz para arribar a la desmovilización que define a esta época, aunque encaje bastante mal con cualquier descripción normal del funcionamiento de una democracia o con la hoy excesivamente anticuada creencia de que una sociedad informada (en contraposición a una sociedad no informada, o incluso desinformada) es decisiva para el funcionamiento de tal gobierno.
Por otra parte, mientras los más altos funcionarios de la administración Bush lanzaban su Guerra Global Contra el Terror después del 11-S, seguían obsesionados por los recuerdos de la movilización por Vietnam. Ansiaban unas guerras en las que no hubiera periodistas curiosos, ni horribles recuentos de bajas, ni bolsas con cadáveres volviendo a casa que provocarían manifestaciones ciudadanas. En su mente, para el público estadounidense solo habría dos papeles disponibles. El primero respondía a la memorable exhortación del presidente George W. Bush: “Ir a Disney World, en Florida, con vuestra familia y disfrutar de la vida del modo que nosotros queremos que se disfrute” –en otras palabras, ir a comprar al centro comercial–. El segundo, era agradecer eternamente y elogiar a los “guerreros” estadounidenses por sus hazañas y sacrificio. Para mejor o para peor (invariablemente, acabaría siendo para peor), sus guerras debían ser sin pueblo y libradas en tierras remotas, de modo que no alteraran la vida de Estados Unidos, otra fantasía de nuestra época.
La cobertura mediática de estas guerras debía ser cuidadosamente controlada: periodistas “incrustados” en las unidades militares; las bajas (estadounidenses) mantenidas en el menor número posible; y las propias acciones militares realizadas en secreto, “inteligentes” y cada vez más robóticas (de ahí, los drones) con la muerte centrada exclusivamente en el enemigo. En resumen, la guerra “a la americana” debía transformarse en algo inimaginablemente aséptico y distante (es decir, si uno vive a miles de kilómetros de ella y puede comprar a lo loco). Además, el recuerdo de los ataques del 11-S ayudó a hacer potable cualquier cosa que Estados Unidos hiciera a partir de entonces.
En esos años, la consecuencia en casa sería una época de desmovilización. La única excepción –tal vez sea la que algún día intrigue a los historiadores– serían los pocos meses anteriores a la invasión de Iraq por parte de la administración Bush, cuando cientos de miles de estadounidenses (millones, en el mundo) de repente salieron a la calle para manifestarse una y otra vez. Sin embargo, eso acabó con la invasión misma y frente a un gobierno resuelto a no escuchar.
Aún está por verse si acaso en el Estados Unidos de Trump, con esa sensación de pérdida de vigor de la desmovilización, la política guerrera estadounidense y la de privilegiar a las fuerzas armadas volvieran a convertirse en el blanco de la movilización popular. ¿O acaso Donald Trump y sus generales de teflón tendrán las manos libres para hacer lo que se les antoje en el extranjero, pase lo que pase en casa?
En muchos sentidos, desde su fundación Estados Unidos ha sido una nación hecha por las guerras. En este siglo, la pregunta es: ¿podrían su ciudadanía y su forma de gobierno ser deshechas por ellas?
Nota:
* Todos conocemos el teflón, ese recubrimiento plástico en sartenes y otros utensilios de cocina que evita que se peguen las comidas. Ronald Reagan, que supo ser presidente de Estados Unidos, fue llamado “el presidente de teflón” porque nada de lo que hizo le afectó nunca. (N. del T.)
** Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
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