lunes, 15 de mayo de 2017

Las periferias del sindicalismo



Por Pedro Luna

A Sesi. 

Es el 21 de diciembre de 2016 y en vísperas de las fiestas de Navidad los grandes hoteles de Barcelona empiezan a llenarse de turistas de un alto poder adquisitivo. En el hotel Hilton de la ciudad, propiedad de una multinacional hotelera con unos ingresos anuales de 7.000 millones de euros, el director hace de anfitrión en una cena navideña con sus más estrechos colaboradores. En el transcurso de la celebración se acercan unas empleadas del hotel y le entregan una postal navideña al director en la que exigen que se las trate con dignidad: son Las Kellys, un colectivo de limpiadoras que meses atrás denunciaron a la dirección del hotel por contrataciones en fraude de ley, cesión ilegal de trabajadoras y por las miserables condiciones laborales a las que están sujetas. 
Desde que la última reforma laboral del PP, en España, prioriza los convenios de empresa sobre los sectoriales, no han sido pocas las empresas que han aprovechado para externalizar servicios por vía de la subcontratación para no pagar los salarios fijados en el convenio sectorial, provocando en el sector hotelero una desregulación absoluta de las relaciones laborales. El resultado es el de camareras de piso en hoteles de lujo cobrando 2´15 euros por limpiar una habitación, de manera que necesitan limpiar unas 400 habitaciones al mes para garantizarse un salario que apenas llega a los 900 euros, cuando el mínimo acordado en el convenio sectorial de Catalunya es de 1.251 euros mensuales. Teniendo en cuenta que la limpieza de una habitación oscila entre 25 y 45 minutos, y una hora si hay cambio de cliente, nos podemos imaginar las jornadas maratonianas que cada día realizan las limpiadoras para lograr un salario mínimo que por otro lado no es el que les corresponde por convenio. 

Las Kellys son la punta de lanza de un nuevo sindicalismo con rostro de mujer que surge desde la precariedad laboral y desde las nuevas formas de explotación originadas tras años de reformas laborales, decretazos y recortes sociales que han supuesto una nueva vuelta de tuerca en las relaciones laborales, con un evidente componente de género en la normalización de las desigualdades salariales y de derechos hacia las mujeres. 
En paralelo, el proceso de fragmentación de la clase trabajadora iniciado desde hace décadas se ha acentuado en los últimos años. Hoy coexisten el trabajador clásico de origen fordista, el técnico y cualificado, y el de la administración pública, con años de antigüedad, afiliación a los sindicatos mayoritarios, con derechos y buenas condiciones laborales, frente a la trabajadora precaria, en su mayoría mujeres, jóvenes, inmigrantes, paradas estructurales, sin derechos sociales y sindicales, abocadas a un mercado de trabajo temporal y desregularizado. Cabe decir que las organizaciones sindicales clásicas no han sabido advertir ni adaptarse al surgimiento del precariado dado que sus estructuras sindicales responden más a las necesidades de ese primer grupo de trabajadores con derechos y afiliación sindical. Eso unido a que la precariedad laboral se ha extendido especialmente entre la pequeña y mediana empresa, sin apenas presencia de unos sindicatos orientados casi en exclusividad a las grandes empresas y al sector público, ha situado a la trabajadora precaria en un contexto de desprotección social, sindical y legal. 

Una de las consecuencias es la coacción permanente y personal contra las trabajadoras que deciden organizarse sindicalmente o sólo por el mero hecho de secundar una huelga legalmente convocada. Sobre ellas pesa diariamente la amenaza del despido. No obstante, frente a las amenazas y la falta de derechos, ha emergido un nuevo sindicalismo desde la precariedad que ha demostrado que es posible organizarse y situar en primer plano las desigualdades que sufren millones de trabajadoras precarias.
Las transformaciones en el mundo del trabajo han fragmentado no sólo la clase trabajadora sino los mismos procesos productivos en un entramado de subcontratación, proveedoras, empresas de trabajo temporal y externalizaciones, en ocasiones en un mismo centro de trabajo, creando así desigualdades salariales y de derechos entre trabajadoras que trabajan codo con codo, lo cual ha potenciado la competitividad entre las propias trabajadoras y la individualización de las relaciones laborales.
En el sector de las teleoperadoras y del Contact Center la cadena de montaje de la industria ha sido sustituida por cientos de trabajadoras en un mismo espacio físico separadas por diminutos habitáculos, sometidas a la presión constante de sus supervisores y a unas largas jornadas de trabajo sin apenas días de descanso. Las recientes movilizaciones en el sector han puesto de manifiesto la agresividad de las direcciones empresariales y su intento por atomizar a los trabajadores entre empresas multiservicios, contratos temporales y a tiempo parcial, y bajo sueldos que en algunos casos no superan los seis euros por hora. 
A diferencia de Las Kellys, las trabajadoras del Contact Center cuentan con comités de empresa y organizaciones sindicales en su centro de trabajo. Sin embargo, se trata de una presencia sindical aún por consolidar en un sector que responde a una nueva filosofía de organización del trabajo y empresarial, sin el menor interés por la negociación colectiva con las trabajadoras. Y ahí, la situación de las teleoperadoras sí se asemeja a la de Las Kellys, en cuanto al desdén por los derechos laborales de las empresas que las contratan.
Las periferias del trabajo 
Mucho se habla y escribe sobre las periferias urbanas y los barrios de clase obrera, tan alejados en infraestructuras y niveles de renta del centro de las ciudades y de los barrios de clase media-alta. Pero muy poco se habla de las periferias del trabajo: trabajos no sólo precarizados y de subsistencia sino al margen de la legalidad y con frecuencia perseguidos y demonizados tanto a nivel policial como por las instituciones públicas. Y es en el centro de una ciudad como Barcelona donde conviven esas periferias. Esa es la paradoja de los procesos de gentrificación y elitización de las ciudades, la de los comercios ambulantes de inmigrantes sin papeles, muchos de ellos procedentes de las periferias del área metropolitana de Barcelona, en algunos casos ocultos tras las mareas de turistas y de persecución policial pero en otros casos bien visibles. 
Un contexto que surge de la invisibilización de la pobreza como una de las constantes en la transformación de los centros urbanos en un parque temático para turistas y visitantes. En este sentido, la creación en Barcelona del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes, conocido como Sindicato Mantero, responde a las reivindicaciones y necesidades de un colectivo que malvive en unas calles que al mismo tiempo son su centro de trabajo.
Desde el Sindicato Mantero se ha reclamado regularizar la actividad de los vendedores y disponer de un espacio en la ciudad donde poder trabajar, sujetos a unos horarios laborales y pagando los permisos que correspondan. Es decir, se pide que se reconozca como trabajo la venta ambulante y como trabajadores a los manteros. Porque aquí radica la raíz del conflicto: la del reconocimiento de una actividad laboral, que no sólo es precaria dentro de los márgenes del mercado de trabajo sino fuera del mismo. En cambio, el empeño de las instituciones en situar la venta ambulante como problema en sí mismo y no como solución hace que nos enfrentemos a otro debate: cuáles son los trabajos socialmente aceptados y a quiénes reconocemos como trabajadores. 

Un debate que se escuda en la legalidad pero que muestra sus propias carencias cuando permite el fraude y un trato fiscal favorable hacia las grandes fortunas y multinacionales mientras persigue con lupa cualquier atisbo de ilegalidad de quienes trabajan para sobrevivir. Si bien la lucha de los manteros es una lucha por la defensa de sus puestos de trabajo, es también una lucha por la dignidad de uno de los eslabones más débiles de la población y de la clase trabajadora. Podríamos decir que es el sindicalismo de los excluidos. Y es en los márgenes de la sociedad donde surgen esos nuevos conflictos sociales y de clase. 
En el barrio del Raval de Barcelona, a pocos metros del centro turístico de la ciudad, nos encontramos con un barrio que, por un lado, se encuentra en un proceso de gentrificación y encarecimiento de la vivienda, y por otro, es lugar de trabajo de la prostitución callejera sin derechos laborales ni de asociación. Son varios los estigmas a los que se enfrenta el ejercicio de la prostitución: estigmas morales, pero también estigmas de carácter laboral, social, y como en el caso de los manteros, de invisibilización y de no reconocimiento de una actividad que ha de recluirse bajo unas condiciones de profunda precariedad y soportando incluso agresiones verbales y físicas. No hay solo un tipo de explotación hacia las prostitutas callejeras del Raval: a la explotación laboral clásica hay que añadirles la explotación y la violencia de género, por ser mujeres inmigrantes y prostitutas. Colectivos de defensa de los derechos de las prostitutas están emergiendo como un nuevo activismo sindical. Es el caso de la asociación Putas indignadas en el mismo corazón del Raval, quienes desde hace unos años vienen desarrollando una lucha nacida al calor del 15M y del activismo de las clases populares. 
Prostitutas que hablan de la necesidad de dotar de derechos y reconocimiento a su trabajo, de perseguir la trata y las mafias de la prostitución forzada, de enfrentarse al modelo de explotación neoliberal y patriarcal, de oponerse a la persecución policial hacia las prostitutas que ejercen su labor en las calles a raíz de las ordenanzas de civismo, y de empoderarse y erigirse en una nueva voz dentro del movimiento feminista. Es un activismo laboral que sin duda rompe los esquemas. Porque no se detiene en reclamar mejores condiciones de vida así como derechos sociales y laborales sino que denuncian el paternalismo de quienes hablan y debaten sobre la situación de las prostitutas sin contar con ellas y la doble moral de un sistema que por un lado persigue y criminaliza la prostitución voluntaria callejera abocándolas a la clandestinidad y por otro regulariza y beneficia a los empresarios de la industria del sexo con la apertura de nuevos locales de alterne que se nutren de la trata. Ellas y los manteros representan el despertar crítico de las periferias del trabajo frente a una cada vez menos disimulada ofensiva clasista contra las pobres y las más excluidas de la sociedad.

Aparecen nuevas luchas sindicales y sociales desde la precariedad laboral y desde un contexto de exclusión e invisibilización de los sectores más desprotegidos. La pauperización de las condiciones de vida de la población y los cambios en la estructura productiva y laboral han afectado a la estructura de la clase trabajadora y propiciado el surgimiento de unos nuevos modelos organizativos de las clases populares que se entienden en la actual coyuntura de retroceso en materia de derechos sociales y laborales. 
Unos fenómenos, por otra parte, poco estudiados no sólo por los teóricos del mundo del trabajo sino desde una izquierda que aún piensa en clave de un extinto Estado del bienestar, y que apenas analiza la realidad más allá de la precarización de las clases medias y de los conflictos laborales clásicos de la industria. Es por ello que lejos de ser meros observadores, no podemos sino ser solidarias con las luchas de las más precarias y excluidas. Con las luchas, en definitiva, de nuestra gente.

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