lunes, 15 de mayo de 2017

Desde que somos una conversación

El Norte de Castilla

Por Miguel Casado

“El 20 de enero Lenz caminaba por la sierra. Las cumbres y altas superficies de montaña, cubiertas de nieve; bajando los valles, piedra gris, rocas y pinos” –así empieza Georg Büchner su Lenz, uno de los principios de novela que han quedado en la memoria. Sus frases, con peculiar concreción, con el insospechado poder de análisis de una prosa en extremo veloz, abren el recorrido romántico de una locura que, a través del vacío más crudamente físico, se hace descripción existencial de la vida: “se sintió espantosamente solitario, estaba solo, completamente solo, quería hablar consigo pero no podía, apenas se atrevía a respirar, el doblar de su pie resonaba como un trueno. Era como si algo terrible debiera alcanzarlo, algo que los hombres no pueden soportar, como si la locura corriera en caballos detrás de él”.

No muchos años antes, al entrar el siglo XIX, este zigzag del caminante lo trazaba Friedrich Hölderlin, con su ansioso ir de una ciudad a otra, siempre a pie; de Homburg a Stuttgart, a Nürtingen, a Burdeos. Son los años culminantes de su obra, los que más interrogan a los teóricos (Adorno, Szondi, Lacoue-Labarthe), los de sus precursoras traducciones de Sófocles también, hasta que en el verano de 1806 ingresa en una clínica en Tubinga, y luego en la casa del carpintero Zimmer, que lo acogería hasta 1843: su muerte a los 73 años, tras cuatro décadas de vida oscura, como clandestina y ensordecida, el poeta loco. El núcleo de su poesía en estos años límite, a menudo conocido como los himnos tardíos, compone el volumen de Cánticos, en traducción de Jesús Munárriz (memorable traductor ya de Hiperión, la radical novela hölderliniana de la libertad y el fracaso).

La lengua de los cánticos, su proverbial “construcción áspera”, el trenzado de lo reflexivo y lo sentencioso, su altura tonal unida a una desusada capacidad de concreción, a la jugosa vida de las cosas y los seres que convoca, señala como ninguna otra el lugar de Hölderlin: su forma de ser moderno desde la profunda raíz de los antiguos, su empeño en dibujar la trascendencia desde un vacío casi desesperado y un escepticismo que apenas reprimía. Y a la vez su triste destino personal es correlato del exilio que le sustrajo a la historia de la poesía más de un siglo, pues su obra solo empezaría a difundirse en 1916. Siempre lo recuerdo cuando leo estas palabras de Rimbaud: “Por la mañana tenía la mirada tan perdida y un aire tal de muerto, que aquellos a los que encontré ‘quizá no me vieron’”.

Hölderlin va pautando las zonas reflexivas con demoradas comparaciones, que –según práctica tomada de Homero– no tratan de ilustrar el pensamiento, sino que injertan la vida cotidiana del presente y la consistencia de la naturaleza para darle su toma de tierra al poema. La pregunta central la formula el vacío de los dioses: quizá todavía existan, pero habrían de ser sustituidos por otros capaces de guiar la nueva forma del mundo, y de esta ansiedad por lo que no acaba de producirse se derivaría el papel de los poetas. Son los mediadores, los que han de asir esa luz que llega y traducirla en vida real, entregársela a su comunidad. No es tarea fácil por su responsabilidad, pero sobre todo por el peligro que supone, como quien toca –se diría– un cable de alta tensión; todas las imágenes de luz, fuego, rayos, volcanes conllevan este riego. Así, la revelación, de darse, sería suprema; pero el poeta –aun orgulloso de su tarea– resulta pequeño e inútil, de antemano condenado. Hölderlin aprende todo de los griegos –sus poetas fueron voz de lo sagrado, creadores de formas de trascendencia– pero expresa la dificultad para, en la estela de su energía, “aprender lo propio”.

Adorno le llamó “maestro de los gestos intermitentes”, y estos Cánticos, con sus borradores y versiones junto al poema, sus lagunas de lectura, sus suspensiones súbitas, ofrecen la inquietud de unos versos extraordinarios y rotundos que vienen de la nada y se detienen al borde de ella, teselas deslumbrantes de un mosaico perdido. Los fragmentos a menudo empiezan con “pero”, como si formaran parte de una discusión permanente y callada. Contaba el carpintero Zimmer: “Todo el día está hablando en voz alta, haciéndose preguntas y respondiéndose, y sus respuestas rara vez son afirmativas”. Al otro lado de la quiebra continúa el mismo espíritu, y no es de los menores misterios de este poeta, que ya en los Cánticos había dejado pistas de la inminente catástrofe: “ante lo divino / hasta el fuerte resulta abatido, / y casi igualado a la fiera”.

El viaje a Burdeos es quizá el gozne en que la historia gira. Por su longitud y dureza, por el fracaso último que incorpora (despedido de nuevo del trabajo a causa de sus caídas psíquicas), por la experiencia nueva del calor del sur, su apertura a las sensaciones, como si al fin habitara la Grecia añorada siendo herido por ella: “He estado en Francia –escribe– y he visto la triste, solitaria tierra. El fuego del cielo y la calma de los hombres, su vida en la naturaleza, se han apoderado completamente de mí y, como se repite de los héroes, puedo decir que Apolo me ha golpeado”. Releo el relato de otra memorable caminata alemana, Del caminar sobre hielo, del cineasta Werner Herzog, y me llevan sus detalles a pensar que tal vez, con la cercana mirada de quien anda fuera de las rutas comunes, las cosas, los lugares, las gentes se transformen, de tan reales se sientan irreales, hasta dar cuerpo al sueño de soledad en el que Hölderlin identificó su vida.

Herzog atravesó en invierno las sierras entre Munich y París, creyendo que así ayudaría, con gesto también de mediador, a la curación de una persona querida y admirada; consiguió llegar y ella no murió. En su diario de viaje reconozco alguno de los topónimos alsacianos que salpican Lenz –como Fouday, donde el personaje, vestido de saco como un penitente, intentó resucitar a una niña, aunque el cadáver siguió frío. Un vaivén de vida y muerte, para el que Hölderlin tuvo su utopía: “Muchas cosas, desde el amanecer,/ desde que somos una conversación y unos a otros nos oímos,/ le han ocurrido al hombre; pero pronto seremos canto”.

Lecturas:

Georg Büchner, Lenz. Traducción de Rafael Gutiérrez Girardot. Barcelona, Montesinos, 1981.

Friedrich Hölderlin, Cánticos. Edición de Anacleto Ferrer. Traducción de Jesús Munárriz. Madrid, Hiperión, 2013.

Theodor W. Adorno, “Parataxis. Sobre la poesía tardía de Hölderlin”, en Notas sobre literatura. Obra completa, 11. Edición de Rolf Tiedemann. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. Madrid, Akal, 2003.

Werner Herzog, Del caminar sobre hielo. Traducción de Nicanor Ancochea. Barcelona, Muchnik, 1981. 

(Este texto ha sido publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento del diario El Norte de Castilla)

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