viernes, 13 de junio de 2014
Monarquía no
Rebelión
Por Javier Sádaba
Todo un coro se ha alzado para resaltar el valor de mantener la institución monárquica. El coro no hace más que repetir que cambiar o poner en cuestión la jefatura del estado es sinónimo de disputas que no llevan a ninguna parte, perder energías que son bien necesarias en otros campos o volver a ideologías que hace tiempo certificaron su defunción. Llama la atención la insistencia en lo práctico o supuestamente útil de dejar en paz lo monárquico. Y es que la atención desmedida e interesada a las consecuencias de las acciones pasa por alto y se traga dos aspectos esenciales de una vida humana digna y de una sociedad que no se rige solo por lo que come, sino por lo que cree que debe hacer. El primer aspecto está en relación con la moral. El segundo con la lógica. Desde un punto de vista moral, la monarquía, al margen que sea un residuo medieval, choca contra un principio básico como es el de la igualdad. Ser superior, estar por encima del resto de la comunidad por herencia, nacimiento o genética es un ataque a la línea de flotación de la moral. Y es algo, obvio es recordarlo, que no casa en absoluto con el más elemental sentido democrático. Dar la espalda a los principios, despacharlos como si de prejuicios se tratara, o sacrificarlos en bien de una, siempre supuesta, utilidad no solo es una simpleza, sino que se lleva por delante unos derechos que, en otras ocasiones, se reclaman a voz en grito. Una retórica interesada se convierte en un manto protector. Y desde un punto de vista lógico, es un error creer en la democracia y afirmar que esta no se sostiene sin un bastón de mando regio. Como es ilógico reducir todo a contraposición entre democracia, sea esta como sea, y no democracia. Porque una democracia que falle por su base no es democrática. O como es ilógico quedarse en estereotipos como modernidad y falsa modernidad. Porque el asunto no va de contraposiciones baratas sino de razones, de argumentos que vayan al núcleo del asunto a discutir.
Un extraño uso de las palabras suele acompañar a la carencia de lógica y de moral. Tales palabras se ponen en circulación machaconamente y se intenta que funcionen como moneda corriente. Solo un par de ejemplos. Se ha convertido en una moda hablar de "nacionalismos identitarios" y de "deriva soberanista". No sé bien si saben los que así se expresan lo que realmente quieren decir. Lo identitario, salvo que se refieran a un movimiento de culturalismo extremo que nació y murió en Francia, es un auténtico boomerang porque lo que con ello, y a lo que parece, desean expresar va directamente contra el Estado que intentan defender. Todos los supuestamente defectos del nacionalismo son, si les seguimos al pie de la letra, las propiedades del Estado-Nación. Y en cuanto a la deriva, o se trata de un concepto biológico que nada tiene de malo o se refiere a otro movimiento también francés ya desaparecido o, esto sería una maravilla, tendría que ver con un naufragio. Y no se ve por qué todos los Estados independientes son, sin más, pobres náufragos. Pero las palabras hacen milagros. En España ha aumentado, por gracia de las palabras, una especie que habría que añadir a las millones que componen la biodiversidad. Son los republicanos de corazón pero monárquicos de hecho, los juancarlistas republicanos y otras posibles, realmente imposibles, combinaciones. Por no hablar de los que dicen que no son ni pro monárquicos ni antimonárquicos. O son de Marte o se escapan por una tangente que les conduce a no tener que comprometer ni su opinión ni su acción. Y una pregunta ingenua, si tan anclado está el republicanismo en las entrañas de algunos, ¿quién les impide que lo practiquen? La transgresión de la lógica y la arbitrariedad con el lenguaje se dan aquí la mano.
Lo que vengo diciendo en contra de lo monárquico es una actitud guiada por la moral pero de la que no se infiere esta o aquella República. Se trata, habría que repetirlo hasta la saciedad, de negar lo que se cree que hay que negar sin afirmar, porque no es necesario hacerlo, por qué tipo de República se opta. Por mucho respeto que uno tenga a la República que fue destruida por las armas dando lugar a una dictadura que duró decenios, existen otras formas republicanas y sería cuestión de discutirlas y votarlas. En este punto suele saltar alguna voz biempensante y recordarnos que existen monarquías bien democráticas, piénsese en Gran Bretaña, y repúblicas poco o nada democráticas. No me confundo si afirmo que en este saco meterían a Venezuela. Una vez más se confunde todo y se da otra patada a una elemental lógica. La cuestión no es comparar la eficacia de un régimen, sea este el que sea, sino, repitámoslo hasta el cansancio, de ser fieles a unos principios, morales y políticos, o ponerlos en cuarentena en función de un hiperutilitariismo que, qué casualidad, acaba beneficiando siempre a los mismos.
Algunos continúan contrargumentando que buena parte de la izquierda que luchó contra la dictadura, aceptó la Constitución Monárquica. En este caso, que se les pregunte a ellos. Otros pensamos entonces que la cesión inicial traería aquello contra lo cual se movilizan ahora. El pragmatismo a tope acaba siendo autodestructivo. Y si en un paso más se nos pregunta si el ideal, en la negación de lo monárquico, es un Referéndum o una Asamblea Constituyente en la que el pueblo establece las normas que han de regir las relaciones entre gobernantes y gobernados, la cuestión queda abierta a la discusión, al diálogo, al intercambio respetuoso de argumentos y a la necesaria capacidad que todo el mundo debería tener para escuchar antes de minimizar al contrario con un manotazo. O con propaganda continua. No se trata, digámoslo para acabar, de personas. De si estas son buenas o simpáticas. Como personas, el citado respeto. El mismo que pedimos para los que decimos: no.
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