jueves, 12 de junio de 2014
Diez falacias en defensa de la Monarquía: manual anti-tertulianos
Rotekeil
Por A.Dorado, Albert Jiménez y Guillem Murcia
La abdicación del Rey es el último episodio en la trayectoria de un monarca que disfrutó de sus mayores cotas de popularidad en los años 90. Entonces, las bodas de sus dos hijas, los años de ficticia bonanza económica y su proyección pública como una figura que representaba un Estado que había organizado unos juegos olímpicos, una exposición universal y protagonizaba un “milagro económico”, lo auparon a la categoría de figura popular. El mito había empezado a construirse décadas antes, no obstante.
Aunque desde 1982 el Centro de Investigaciones Sociológicas no pregunta a los ciudadanos por la forma de estado preferida (república o monarquía), sí que suele consultarles su valoración de la monarquía y la figura del Rey. En 2011 los españoles suspendían por primera vez a la institución con una valoración de 4,98. Esta valoración continuaría cayendo hasta quedar el mayo del año pasado en un 3,68. Los escándalos de corrupción que salpican a la Casa Real, su comportamiento privado escandaloso, o en particular, el episodio del viaje a Botsuana para participar en un safari mientras la mayoría de la población trabajadora sufría los efectos de la crisis, no les han salido gratis.
Evolución de la aprobación de la Monarquía por parte de los españoles.
Así las cosas, la abdicación del Rey se ve como una última maniobra que intenta reflotar la institución, dejando la actual crisis económica, social y política, en manos del Príncipe Felipe, cuya valoración no es tan negativa como la del Rey (o al menos eso repiten los medios). El colocar el tema de la Monarquía en el centro de la actualidad produce, sin embargo, el efecto añadido de reactivar el tradicional debate público sobre la forma de Estado, de forma que el lunes pasado miles de ciudadanos se concentraron en las principales ciudades españolas pidiendo la celebración de un referéndum popular.
Vaya por delante la aclaración de que una forma de Estado republicana no supone la panacea que resuelva los numerosos problemas que aquejan tanto a la sociedad como a la vida política del Estado Español. Existen regímenes republicanos con tremendos problemas sociales de desigualdad, falta de representación ciudadana en las instituciones o actuaciones anti-democráticas. Sin ir más lejos, Estados Unidos es una democracia de régimen presidencialista donde no hay un jefe de Estado hereditario, sino que esta figura coincide con la del presidente elegido (más o menos) libremente por el pueblo. Esto contrasta con regímenes parlamentarios como el caso irlandés, en los que el jefe de Estado tiene atribuciones esencialmente ceremoniales. En la República de Irlanda el Presidente es elegido directamente por los ciudadanos, pero la legitimidad democrática descansa en el Oireachtas (el parlamento, compuesto por el Senado y el Dáil, las cámaras alta y baja respectivamente), al que también corresponde el poder legislativo, mientras que el ejecutivo es propio del Gobierno, al frente del cual está el Taoiseach (el primer ministro). El Presidente tiene sólo algunas funciones propias “bajo su propio juicio”, según especifica la Constitución. A medio camino entre las repúblicas presidencialistas y las parlamentarias se hallan aquellas que suelen describirse como semi-presidencialistas, en las que existen tanto el Presidente de la República como el Primer Ministro, pero el primero tiene importantes atribuciones políticas que superan con mucho las “funciones ceremoniales” en los regímenes parlamentarios. Serían los casos de Francia o de Rusia (lo cual explica un poco por qué se ha visto esa rotación extraña entre Putin y Medvedev en los últimos años). Como vemos, decir “república” puede querer decir muchas cosas, incluso si hablamos sólo de la estructura institucional del Estado.
Y aún queriendo decir muchas cosas diferentes, el principio que contrapone un régimen republicano a uno monárquico es simplemente aquel en el que descansa la democracia: el que el pueblo decida sobre los asuntos políticos y sobre sus instituciones, y no que éstas se vean determinadas por algún derecho hereditario, aristocrático o divino. Extraña por tanto observar como a raíz de la abdicación del Rey, surgen en las tertulias, en los editoriales o en los artículos de opinión de estos días tanto monárquicos declarados y explícitos, como aquellos “republicanos de corazón” que no dejan de aportar argumentos a favor de la monarquía como forma de Estado, o restan importancia, legitimidad o sustancia a las demandas republicanas. Ambos tipos de monárquicos, declarados o funcionales, suelen cometer una serie de falacias de forma constante que nos gustaría señalar:
1) Es una figura apartidista: si por apartidismo entendemos la defensa numantina de la unidad de España, del decadente entramado institucional que forma el “Estado profundo” y apuntala el status quo político en el que medran PP y PSOE, así como el apoyo a un sistema económico y un modelo productivo gracias a los cuales (y a su posición privilegiada concedida por la gracia fascista) se ha lucrado obscenamente; entonces sí, el rey es apartidista. Si creemos que es posible que el jefe de Estado represente a una imaginaria y abstracta concepción de la nación como un ente libre de conflicto interno y de contradicciones, como un ser mágico en el cual no existen los intereses contrapuestos, la explotación y la opresión y al cual se puede representar sin tomar partido por los dominados o por los dominadores; entonces sí, el rey es apartidista.
2) Costaría más barato que unas elecciones a Presidente de la República: ésta sea quizá la muestra más palmaria de la indigencia mental monárquica. ¿Quién, cuándo, dónde se ha establecido que una República deba contar con una jefatura de Estado separada de la jefatura de gobierno? ¿En qué Manual de la Buena República se establece que el modelo deba ser el de la pompa y el boato imperiales de la muy burguesa república de Francia? Si la República (o Repúblicas) ha de suponer un cambio de modelo político y social -y así lo creemos firmemente-, esto debe conllevar también un cambio de cultura política que avance hacia la progresiva eliminación de las figuras institucionales de autoridad que sólo se sirven a sí mismas y a la legitimación del poder que las mantiene. Y aún así, aún considerando que efectivamente se optara por una dirección estatal bicéfala, parece que en las mentes de los súbditos juancarlistas pesa más un euro que un principio (tremenda sorpresa). Aplicando su razonamiento, podríamos perfectamente decir que cabe aumentar las legislaturas a periodos de ocho años (o dieciséis, o treinta y dos, o…) para votar menos veces, y reducir así esos molestos gastos electorales. Más relevante todavía es tener en cuenta, como ya apuntábamos, que el coste de la institución depende de cómo se configure la misma, exactamente igual que sucede con la monarquía: no cuesta lo mismo la monarquía británica que la española o la sueca. La cuestión no es el dinero, si no si los ciudadanos pueden elegir al Jefe del Estado, y si lo hace mal, retirarlo, cosa que no puede ocurrir ahora. Es un principio democrático básico. Si a todo esto añadimos el detalle de contar con un Jefe de Estado irresponsable penalmente -cosa que no ocurriría con un presidente de la República- la apelación al ahorro que supone no decidir sobre nuestros gobernantes deja de ser una muestra de necedad profunda para convertirse en complicidad con la estafa y la impunidad sistemáticas.
3) La monarquía española tiene un gran prestigio en el extranjero: el único prestigio que la monarquía española acumula en el extranjero es el que le han granjeado los negocios del monarca en sus relaciones (forjadas gracias a su posición de privilegio y al dinero de sus súbditos) con los sátrapas de Marruecos, los petro-monarcas de Arabia y demás ejemplos internacionales de democracia. Y aún si efectivamente fuera verdad que el Rey dispone de influencia alguna en los círculos de poder internacionales (desde los cuales se insta a los pobres a morirse más rápido para no generar gastos superfluos) ¿Acaso quiere alguien que el que ejerza influencia en nombre suyo sea un personaje al cual no ha elegido y que es conocido por ser un siervo de las élites políticas y económicas? ¿Queremos sinceramente que un anciano corrupto le susurre al oído a Christine Lagarde en nuestro nombre?
4) Hay repúblicas que son países lamentables y monarquías avanzadísimas: ¿hay alguna relación de causalidad entre la forma de Estado y lo avanzado económicamente que se halle un país? Finlandia es una república y no es menos próspera que Noruega o Suecia ¿No será acaso que la prosperidad de un país depende de otros factores? No quisiéramos pecar de atrevidos, pero quizá el sistema económico, el modelo productivo y un diseño institucional que no avale el latrocinio tengan algo que ver con ello.
5) Podría salir un impresentable de Jefe del Estado, o alguien que pueden colocar los lobbies o grupos de presión: ciertamente (aunque al menos nos quedaríamos como estamos), pero las dudosas cualidades de los representantes electos no son un problema de la forma de estado republicana, son un problema de la democracia representativa. Siguiendo ese razonamiento, llegaríamos a la conclusión de que unos expertos de Harvard deberían elegir a un señor no impresentable y excelente gestor (elección peer reviewed, por supuesto) para ser presidente del Gobierno de España de forma vitalicia.
La diferencia entre una forma de estado republicana o monárquica es que si te sale un Jefe del Estado electo impresentable, en una república se puede cambiar, mientras que aquí o abdica o se muere o está ahí para los restos, da igual la imagen que de, su falta de preparación o lo mal que lo haga. Esto es relevante porque, aunque las atribuciones de un jefe de Estado puedan ser lo más reducidas que se quiera, siempre tendrá algunas potestades y siempre será una figura pública. En una república, si al jefe de Estado le da por emplear dichas atribuciones en contra de la voluntad democrática de su pueblo, podemos tener la certeza de que no durará mucho en el cargo (ya sea por mecanismos de retirada del poder específicos, o en el peor de los casos, por la simple no reelección). En el caso de las monarquías, esto no tiene por qué ser necesariamente así, e incluso esas funciones “puramente ceremoniales” o esa condición de figura pública se pueden utilizar para torpedear expresiones de voluntad popular.
Quizás el ejemplo más famoso de esto fue el caso del Rey Balduino de Bélgica y su objeción de conciencia a la ratificación de la ley que permitía ciertos supuestos de interrupción del embarazo en dicho país. El escándalo fue mayúsculo y el problema se tuvo que solucionar de forma aparatosa, mediante la declaración de Balduino como temporalmente incapaz de gobernar, con lo cual el Gobierno fue el que se encargó de ratificar la ley. Al día siguiente, Balduino volvió a ser declarado capaz para reinar, aunque, curiosamente, el Partido Socialista belga pedía que abdicase la corona. Esta “ficción surrealista” como la calificó el constitucionalista de dicho país François Perrin muestra a los extremos cómicos a los que puede llegar la pompa monárquica en un sistema de democracia parlamentaria. El affaire fue inmortalizado, por cierto, por el grupo de hardcore punk político belga Nations On Fire.
Por otra parte, pretender que el Rey es más independiente de poderes fácticos (económicos, por ejemplo) porque su posición depende de un derecho hereditario y por tanto no puede ser “colocado” por un lobby, es una idea que parece considerar que la sangre azul lleva un gen incorruptible. La idea es cuanto menos curiosa, a la vista de los recientes desarrollos en el caso Noós.
6) No es un tema urgente ya que hay reformas más prioritarias/no es el momento de abordar la cuestión: como señalábamos anteriormente, quien piense que con una forma de Estado republicana España (o cualquier otro país) puede conseguir mágicamente un paraíso en la Tierra, se equivoca. Y es verdad que si hubiese que establecer un ranking de reformas necesarias, quizás habría otras más acuciantes que la del método de elección del jefe de Estado. El problema es que muchas veces los debates políticos se “activan” por sucesos singulares, exógenos, que atraen la atención pública sobre el tema en cuestión, lo cual en cierta manera remite al concepto de “ventanas de oportunidad” del politólogo norteamericano John W. Kingdon: los diversos temas políticos no están presentes en el debate político de forma constante, sino que surgen en espacios de incertidumbre, debido muchas veces a casualidades.
En este caso, el suceso exógeno sería la abdicación. Parece lógico que este suceso y el cambio de jefe de Estado que supone, llame la atención de los ciudadanos sobre cómo se da el proceso y a qué legitimidad obedece. En cuanto a que “no sea el momento de abordar la cuestión” que comentan algunos que luego se reclaman como “republicanos de corazón”, es una crítica que carece de fundamento si el que la formula no explica cuándo exactamente será ese momento, porque suele ser la favorita de precisamente aquellos que, una vez pasa el momento de “activación” del debate político, no vuelven a tocar el tema. Eso sí, seguirán manteniendo su condición de republicanos.
7) Cada vez que votamos en las elecciones ganan los partidos a favor de la Monarquía. Por tanto, la mayoría de los ciudadanos la apoya, y no hace falta consultarles: es cierto que los partidos monárquicos que no se plantean la instauración de una república han sido mayoría en las elecciones (al menos en las generales, seamos generosos y no utilicemos el resultado de las últimas elecciones al Parlamento Europeo para atizar a los monárquicos). Ahora bien, esto es un argumento bastante tramposo, porque en una democracia representativa a menudo la postura de los representantes no coincide con la de los supuestos representados en todos y cada uno de sus aspectos individuales ¿Seguro que si se permitiera -por ejemplo- a los militantes del PSOE votar sobre la cuestión monarquía-república saldría una mayoría monárquica? Es algo, como mínimo, cuestionable.
La reducción al voto electoral de cualquier conflicto concreto -tan del gusto de “expertos” socialdemócratas que no han visto un pobre en su vida- nos puede llevar perfectamente al absurdo de decir que un parado está a favor de estar en paro porque votó al PSOE o que un desahuciado está de acuerdo con que le echen de su casa porque en su momento no votó a un partido que llevara en su programa un cambio de la ley hipotecaria. En la decisión individual de votar en un sentido u otro cristalizan siempre infinidad de factores, mucho de ellos ni siquiera estrictamente “políticos” (identidad, tradición, símbolos, afectos, etc.), y es muy difícil captar siquiera una fracción de “verdad” ante semejante complejidad. Pretender usar la posición tomada hoy por la dirección de un partido al que se votó hace varios años -por motivos que en buena parte desconocemos- para no preguntar ahora, directamente, sobre una cuestión concreta a la población es una estrategia propia de estafadores y trileros políticos. En cualquier caso, esta cuestión nos llevaría a un debate sobre los límites de la democracia “representativa” como forma elitista de gobierno que merece ser desarrollado a su tiempo y con mayor profundidad.
8) El Rey nos trajo la democracia, debemos estarle agradecidos y mantener su institución: el mito del Rey otorgando la democracia al pueblo, cual Prometeo que desafía a los dioses de la dictadura franquista, es una muestra de esa tendencia a la Great Man Theory cañí que se nos viene repitiendo con cada relato de la Transición. El problema no es decir que puede haber actores individuales con una tremenda influencia social o histórica. Es reducir todo un proceso social y político extremadamente complejo, en el que influyen numerosos factores (como la geopolítica y la situación económica, social o cultural, entre otros), a depender exclusivamente de las acciones individuales de unas pocas personas. La teoría se vuelve incluso más frágil cuando se tiene en cuenta que, incluso si aceptáramos la idea atomista de que puede haber personas de influencia histórica mayúscula que llegaron a donde llegaron por méritos propios (es decir, si obviáramos que el contexto social condicionó la forma en que obtuvieron o pudieron ejercer esos “méritos”), el caso que nos ocupa escapa a ese supuesto puesto que: ¿era posible, siquiera teóricamente, que otra persona hubiese estado en la posición en la que estaba el Rey cuando se produjo la muerte de Franco? Por lógica del Derecho sucesorio, no: Juan Carlos I no obtuvo el título debido a su excelente oratoria, carisma personal o proyecto político (aún cuando se quisiera defender que puede reunir todas esas características). Obtuvo el título por una cualidad que le era exclusiva a él: ser el primero en la línea sucesoria (bueno, o al menos estar en la línea sucesoria, porque el primero en realidad era su padre, el Conde de Barcelona, pero ya nos entienden).
9) Cuando la gente votó la Constitución, la forma de Estado ya iba en el paquete, con lo cual estaban mostrando su apoyo por la Monarquía. Democracia en España va indisolublemente unido a Monarquía constitucional: De nuevo nos encontramos con la falacia de la reducción al voto. Pensemos el siguiente escenario: yo quiero comprarme un helado de dos sabores, para mí es fundamental que una bola sea de chocolate, mientras que sencillamente preferiría que la otra fuera de avellana; el heladero me dice que, efectivamente, no hay problema en venderme el helado de chocolate, pero que del de avellana ni hablamos, tiene que ser una bola de apestoso pistacho o me quedo sin helado. Ante esa tesitura, y sabiendo que si digo que sí al pistacho tendré al menos un helado de chocolate y que si digo que no corro el riesgo de quedarme sin helado, me conformo con el decadente helado verde en lugar de la avellana que yo prefería. Substituyamos ahora el helado por la reforma política, el chocolate por la democracia, la avellana por la república y el pistacho por la monarquía y tendremos una demostración sencilla de por qué nunca se ha dejado votar a nadie sobre la monarquía.
Y este es el problema: un consejo de “sabios”, que por presiones tuvieron que ceder ante componendas del régimen, renunciaron a plantear la cuestión pese a que esta atacaba frontalmente sus principios ideológicos (ya fueran socialistas o comunistas). Por si fuera poco, la presencia de militares no muy homologables democráticamente hablando tampoco es que ayudara a hacer la elección más libre (imaginemos que el heladero, además de ser un tirano, dispone de seguridad privada dispuesta a alisarnos el lomo en cualquier momento). Pero ¿Tiene sentido que en una situación radicalmente distinta y ante una caída en la popularidad -o al menos de la aceptación pasiva mayoritaria- de la monarquía como la actual, no se plantee la cuestión?
10) La Constitución consagra la Monarquía como forma de Estado de España. Si alguien quiere cambiar eso, tiene que acogerse al procedimiento de reforma de la Constitución establecido en la misma. Que por cierto es prácticamente imposible de llevar a cabo, así que mejor no lo intentamos: la Constitución española establece en su Título X el procedimiento para reformarla. Existen dos vías, una “normal” que ya de por sí es difícil, pues requiere 3/5 de cada una de las Cámaras (el Congreso y el Senado). Ésta es la forma que se utilizó para introducir el techo de déficit en el artículo 135, a petición de la Troika. Sin embargo, para reformar ciertos artículos especialmente protegidos (los dedicados a la Corona entre ellos), se hace necesario un procedimiento “reforzado” que requiere:
1) Aprobación de la reforma por 2/3 de cada una de las Cámaras. 2) Disolución de las Cámaras: convocatoria de nuevas elecciones, por tanto, con nueva composición de las mismas. 3) Aprobación de la reforma por 2/3 de las nuevas Cámaras. 4) Ratificación en referéndum de la reforma.
Como se puede observar, la dificultad de llevar a cabo una reforma de estas características es notable. Conseguir el apoyo de 2/3 de ambas Cámaras es extremadamente difícil, porque pensemos que el Senado es órgano de representación territorial, con lo cual incluso aunque una inmensa mayoría de los ciudadanos reclamase la reforma, si en determinados territorios una minoría de la población se opone a la misma, podrían enviar a senadores que ejercerían un veto de la reforma en el Senado. La disolución de las Cámaras ya nos podemos imaginar que sería aprovechada para que en las nuevas elecciones, algún partido hiciera campaña advirtiendo del Apocalipsis que se desencadenaría de aprobarse la reforma. Curiosamente, el referéndum para ratificar la reforma es el último paso. Los “padres de la Constitución” lo debieron poner en ese orden porque pensaron que total, si ya se ha llegado hasta ahí, no importa consultar al pueblo. Eso sí, que no se les consulte lo primero de todo, no sea que se haga obvio que una mayoría social sí que apoya la reforma.
Así que efectivamente, el procedimiento parlamentario de reforma constitucional para establecer una forma de Estado republicana es extremadamente complicado jurídicamente hablando (supuestamente para garantizar estabilidad institucional y política). Pero el considerar que una restricción jurídica para una reforma constitucional de acuerdo a la voluntad democrática es motivo para no consultar qué opinan los ciudadanos sobre dicha reforma no se sostiene. ¿No debería precisamente ser más motivo para preguntar en referéndum (consultivo si se quiere, es decir, sin consecuencias legales) a los ciudadanos sobre la reforma, a fin de constatar si esos límites jurídicos impuestos en la Constitución, más que garantizar la estabilidad institucional, lo que hacen es congelar una cierto status quo político en el tiempo, que la propia ciudadanía rechaza? ¿O es que ese valor, vagamente definido e jurídicamente indeterminado de la “estabilidad” está por encima de lo que decidan democráticamente los ciudadanos?
Las falacias que hemos enumerado son una pequeña lista de las más numerosas que se emplean para defender la Monarquía, sea de forma explícita, o simplemente a efectos prácticos: posponiendo plantear el debate para un futuro que curiosamente nunca llega, negando su importancia o desdeñando las alternativas. Quizás lo más importante de todo no es centrarse en los argumentos que nos remiten al pasado, en ganarle el pasado a los defensores de una institución que, por su propia naturaleza, más cómoda está cuanto más hablamos de tiempos medievales. No parece lo más útil caer en las trampas de quienes intentan asociar un procedimiento democrático de elección del jefe de Estado con el caos y la muerte (fíjense en elsiniestro énfasis en las fechas que hace Pérez-Maura citando a Pemán). Lo mejor es simplemente enfatizar que en el presente, y sobre todo en el futuro, existe una contraposición entre democracia y monarquía. Porque cuanto más de lo primero, menos de lo segundo, y viceversa.
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