viernes, 24 de enero de 2014

La misma receta



Por Julio Escoto

Si se sumara la cantidad de veces que gobiernos y gobernantes acuden al incremento de impuestos para solucionar problemas fiscales, la lista sería inmanejable.

Subir la tasa es la solución más cómoda, perezosa y abominable que emplean quienes o bien carecen de inteligencia y capacidad para conducir al Estado o les importa nada el sacrificio popular, fenómeno que se hace obvio cuando se observa que no hay reducción de gastos, limitación de los abundantes privilegios de la burocracia, ni control de evasiones, cese de concesiones ni ahorro general.

Por opuesto, los sectores del Estado (parásitas élites) que gozan de mayores canonjías –quienes más lucran desde y con el aparato gubernativo nacional– prosiguen intocables y permanecen, por ocasiones en sombra, expoliando los recursos de todos, devorando la ubre presupuestaria sin cambio alguno, venga esta u otra administración.

Pues, ¿se ha visto alguna vez que aunque haya crisis dejen de comprar fusiles, lanchas, radares o que –como sí hizo Cristina Kirchner– se rebaje el salario a los generales ya que cuando la pobreza llega debe morder a todos por igual?, ¿ocurrió algún día en Honduras –como aconteció en Uruguay– que el presidente de la República diera ejemplo de reducirse el propio sueldo y de sus ministros, o que elimine realmente, no para maquillarla, la jugosa partida confidencial?, ¿ha sucedido acá –como es norma en Islandia– que una fiscalía especializada ejerza vigilancia perpetua contra sobreprecios y sobrevaluaciones en proyectos de construcción de carreteras, edificios, compras de insumos, vehículos, medicamentos y artículos diversos donde subrepticiamente se puede negociar con criterios de comisión escondida, por ende ilegal?, ¿por qué golpea la severa carga impositiva a los más pobres y a la clase media –pues tales son los sujetos víctimas del universal y grosero impuesto de ventas– y no a quienes lucran más, ya que a estos la medida no les afectaría el patrimonio sino la ganancia, y por ende jamás dejarían de ser ricos?

Se argumenta que no debe incomodarse, ni con rosados pétalos, al gran capital de inversión, particularmente transnacional, pues este es el más fuerte generador de empleo.

Mentira: aquí como en Alemania y Francia (asómate a Internet para probarlo) los vigorosos creadores de ocupación son la pequeña y mediana empresa, con tercermundista adición, hoy, de la economía informal...

Argumentan que Honduras no progresa si no formaliza acuerdos intervencionistas e injerenciales del FMI. Mentira: la economía de países que renunciaron a seguir de pie juntillas las recetas del neoliberal organismo (o las modificaron) progresó con mucha mayor rapidez, armonía y fluidez que la de los obedientes a sus “consejos”, véase sino los casos de Argentina, Brasil, Venezuela y Ecuador, entre varios otros.

Se argumenta que si no se entrega la patria con todo y calzones (o sin ellos) al dinero cósmico, éste no viene al patrio lar. Mentira: lo que espanta al entrepeneur (empresario) no es el mayor o menor porcentaje atractivo y convenido de ganancia –que se obliga– sino la inseguridad jurídica, la atmósfera de violencia societaria, la ilegalidad en todas sus formas, la amenaza de expropiación o de intempestivo cambio de guías y reglas, la coima del funcionario estatal y la inflación, si no que lo repitan quienes autorizadamente lo han dicho: Soros, Gates, Slim, Pellas, otros.

¿Y saben por qué se piensa así, por qué existe ese criterio de imagen de nación?

Porque los políticos que la lideraron y manosearon (prostituyeron) por un siglo se caracterizaron por merecer indefectiblemente tres adjetivos pivotantes: fueron mediocres, incapaces y cobardes.

Mediocres para inventar nada original y transformante sino para fustigar jodidamente al pueblo peón; incapaces por desconocer lo mínimo y moderno de la administración pública, y cobardes por no atreverse a romper con la cáscara del huevo de donde nacieron, que es la corrupción, y a la que repiten cíclicamente.

Quien disiente está alienado.

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