Radio Progreso
Estos finales de junio están llenos de recuerdos y memorias borrascosas. Son memorias de sentimientos encontrados, y desde nuestra fe, sabemos que los conflictos son un lugar privilegiado para saber dar razón de la esperanza que tenemos puestas en el Dios que nos regala la Vida a borbotones. Nuestra fe nunca nos llama a evadir conflictos, nos llama a estar en las encrucijadas de los mismos, porque en esos cruces es donde la humanidad se juega la vida y la muerte. Y nos llama a vivir en profundidad los conflictos para alimentar las esperanzas, pero muy bien situados desde los sectores más indefensos, para desde ellos buscar caminos que promuevan la paz, la justicia y la reparación de las víctimas para orientarnos hacia la auténtica reconciliación.
El golpe de Estado ocurrido hace doce años dejó muchas heridas que todas ellas siguen todavía abiertas y sangrantes. Y nuestra Iglesia no se escapa de estas heridas. El golpe de Estado fue la culminación de un proceso continuado de acumulación de conflictos no afrontados ni resueltos con responsabilidad a lo largo de muchos años. Una acumulación de conflictos que, en lugar de resolverlos, los políticos los fueron tratando conforme a sus cálculos de poder, y por eso mismo fueron haciendo del país y del Estado un hervidero, una olla de presión que con el golpe de Estado se destapó la olla con todo su hervidero, y nos salpicó a todos los sectores de la sociedad.
Aunque es cierto que todos los sectores tenemos responsabilidad en el golpe de Estado, los sectores políticos y empresariales que nunca hicieron frente a los conflictos con responsabilidad, tienen la mayor cuota de responsabilidad. Y curiosamente, han sido quienes lideraron el golpe de Estado, los que menos han reconocido en estos doce años su responsabilidad, y son los que no están dispuestos a dar ni un solo paso para romper con el círculo infernal de la desigualdad, la exclusión social, el deterioro ambiental y la injusticia institucionalizada.
Lo más triste en estos doce años de continuas y crecientes inestabilidades, es que los sectores y líderes de las cúpulas políticas y empresariales siguen actuando y comportándose como si en nuestro país nunca ha ocurrido nada, como si estuviéramos en la mayor de las normalidades. Y siguen tomando decisiones que contribuyen a seguir acumulando los conflictos. Desde nuestra fe cristiana y la tradición de la Iglesia, los conflictos se han de hacer frente desde sus raíces y no solo desde sus efectos, y lo que ocurre con los políticos y altos empresarios, es que ni siquiera están interesados en hacer frente a los efectos. Bien se sabe que existen personas con poder que diciendo que tienen fe en Dios, siguen involucradas en actos de corrupción de manera descarada, y tienen una alta responsabilidad en sostener la impunidad. El asunto de las estafas al sistema sanitario, los saqueos a instituciones públicas, la privatización de bienes públicos en base a sobornos, las ZEDEs, son expresiones de las mismas gentes que hace doce años propiciaron la ruptura constitucional.
El golpe de Estado de hace doce años fue un acto de impunidad, y sigue alimentando la impunidad en nuestro país. Fue un acto perpetrado por los fuertes, por quienes se orientan conforme a la ley de los fuertes, y con ese acto, consolidaron el gobierno de los fuertes que utilizan la institucionalidad del Estado, y especialmente la legislación para ser más fuertes y gobernar con arbitrariedad y discrecionalidad. Doce años son un tiempo suficiente para valorar que el golpe de Estado fue una medicina que resultó peor que la enfermedad, y las condiciones que supuestamente se buscaron resolver con aquel acto violento, se han recrudecido. El problema de fondo sigue intacto o mucho más agudizado. ¿Y cuál es el problema de fondo? Es un asunto de humanidad, de dignidad, de vida y de muerte. El problema de fondo es que los pobres siguen sin tener esperanza y dignidad. Y sigue siendo la insolidaridad en la que se sostiene el modelo que subyace en quienes organizaron y perpetraron el golpe de Estado.
El problema de fondo es un modelo que se sostiene en la exclusión social y la violencia y que dispara los dinamismos de la pobreza y de la miseria. El problema primero no es la pobreza, sino lo que hace que se desencadenen los resortes que producen pobreza. Antes de la pobreza está la desigualdad y la inequidad. En Honduras, por ejemplo, existen unas doscientas personas que tienen cada una un capital por encima de los treinta millones de dólares. Aquí en Honduras hay millonarios mucho más ricos que muchos ricos de los países ricos del mundo. Aquí en Honduras existen personas que individualmente son propietarias de extensiones de tierra en donde podrían trabajar y producir alimentos unos diez mil campesinos. Eso se llama desigualdad e inequidad, y esa situación es el eje articulador de la violencia.
Existen sectores muy interesados en afianzar este modelo productor de empobrecidos y de violencias, y lo hacen bajo la apariencia de defender la patria y de preocuparse por empleo y seguridad. Frente a este modelo que excluye y que se sostiene sobre una élite que habla mucho de bienestar pero que en los hechos alimenta la injusticia y la opresión, es bueno recordar las palabras del evangelio: “Ustedes llenan el plato y la copa con robos y violencias, y por encima echan una bendición…ustedes son semejantes a sepulcros bien pintados que tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de toda clase de podredumbre” (Mateo 23, 25.27)
Esos intereses mezquinos estuvieron muy activos en las motivaciones que llevaron al golpe de Estado. Doce años después de aquella acción violenta del 28 de junio de 2009 sigue siendo más fuerte la tendencia hacia la apuesta por la inequidad por encima de la práctica de la justicia. Y eso, como nos lo dicen nuestros Obispos en los documentos oficiales latinoamericanos, es un pecado social, y que la Iglesia está llamada a denunciar y a rechazar. La Iglesia de los pobres promueve valores de una sociedad y una administración pública que se sustente sobre el criterio del bien común. “Este criterio –dicen nuestros obispos hondureños—debe ser el paradigma que oriente el actuar de cualquier dirigente político que sea coherente y de cualquier miembro de la sociedad que vive responsablemente en ella”
Este criterio del bien común está ausente tanto en la administración pública como en los planes de los gremios empresariales, y no pocas veces, también está ausente en las organizaciones gremiales cuando se afana en presentar como demandas nacionales lo que en los hechos son demandas particulares o sectoriales.
Más que el criterio del bien común, lo que prima en nuestra Honduras es el criterio del sálvese quien pueda y la ley del más fuerte, y esto es lo que se ha acentuado doce años después del golpe de Estado. No es el servicio sino la búsqueda del poder y el control de mayores espacios del Estado para intereses de grupos lo que más parece pesar en las decisiones que se toman en este período de inestabilidades, exclusiones y violencias. La búsqueda del poder para dominar es lo que está en la base de la política y que tanto daño ocasiona a nuestra sociedad. A ese propósito, cuando los hijos del Zebedeo en el Evangelio de Marcos piden los primeros puestos, Jesús les recuerda que así se comportan los jefes de las naciones. Y de inmediato les deja con firmeza un mandato: “No deberá ser así entre ustedes” (Marcos 10, 43).
Ese es el gran mandato de Jesús a sus seguidores. La lógica del poder que aplasta y oprime lleva a la autodestrucción y a la pérdida de rumbo común. Si esa lógica predominara en los sectores populares y en la Iglesia, entonces la sociedad entera sin duda caería víctima de las luchas intestinas, del sálvese quien pueda y de la ley del más fuerte. Por ello, la Iglesia ha de cuidar la identidad de su misión y sobre lo específico de su servicio a la sociedad y al Estado. La Iglesia de los pobres ha de dar señales inequívocas de estar desprendida de la lógica del poder, y dar testimonio inequívoco de que es la dignidad humana y el bien común los criterios que conducen su misión.
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