Alainet
Por Javier Suazo
Uno de los principios fundamentales de la economía moderna es el llamado costo de oportunidad. Se aplica a personas, empresas y economías de cada país. En Latinoamérica, por mucho tiempo, se vendió la idea de que explotar los recursos naturales no conlleva ningún costo, ya que son abundantes y su explotación es compensada con mayores ingresos por impuestos de exportación y empleos generados. Los llamados límites del crecimiento económico y necesidad de un uso racional de estos (o no explotación irracional) prendió alarmas, pero la profundización de políticas neoliberales se encargó de apagarlas; es decir, seguimos creyendo en la explotación sin límites e irracional.
En las últimas tres décadas, los países latinoamericanos han venido generalizando políticas extractivas, que acompañan las políticas de estabilización económica de corte neoliberal avaladas e incluso recomendadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Se ha vendido como un modelo de desarrollo sustentado en la inversión extranjera, pero también como una estrategia complementaria de ingresos fiscales para el Estado destinados a cubrir desequilibrios financieros y brechas de inversión pública en infraestructura económica y social. Los llamados países “progresistas” (Ecuador, Bolivia, Venezuela), justificaban una mayor explotación de los mismos por parte del Estado, y no por las empresas extranjeras, tal como exigen estos organismos; aumentándose los montos de inversión pública.
No obstante, apostar a una economía extractiva ha tenido un alto costo en términos de conservación y uso racional de recursos naturales, siendo prohibitivo a largo plazo, ya que una parte de estos recursos son irrecuperables, por ejemplo, el bosque de mangle.
En Honduras, las cifras de mayor producción, exportación y empleos generados por la industria camaronera vuelven poco visible este costo, al grado de que no se habla ya del deterioro, aunque cerca del 60% del bosque se ha perdido. Desde las organizaciones ambientalistas que luchan por una mayor protección y conservación del bosque de mangle, se manifiesta la preocupación de la sostenibilidad de actividades económicas ligadas al desarrollo de la industria camaronera, donde ha sido evidente la presencia de capital extranjero; es decir, el control de estos recursos por parte del Estado ha sido marginal.
Las exigencias a las autoridades de gobierno van desde la protesta pública y el cuestionamiento de las acciones que realizan (o no realizan) las instituciones sectoriales (agricultura y ambiente) responsables de la formulación y evaluación de políticas agroalimentarias y de exportación, como del uso racional y sostenible de los recursos naturales; hasta la generación de políticas desde los territorios, donde las consultas a comunidades afectadas y pescadores chocan con la negativa de los llamados “magnates” del camarón y diputados y funcionarios públicos acusados de corruptos.
Las políticas públicas o intervenciones del gobierno en conjunto con otros actores deben orientarse no solo a garantizar la protección y recuperación de aquellos recursos donde sea posible, pero también a promover ecosistemas productivos que generen un mayor valor agregado con la explotación de rubros como el camarón (más allá del empleo, pago de salarios y uso de bienes y servicios locales), reflejado en nuevos subproductos exportables y evidencia de recursos financieros destinados a dicha protección.
Después del golpe de Estado (junio de 2009), se generalizaron actividades de economía extractiva sin que exista una valorización efectiva del costo de oportunidad, es decir, lo que se pierde en términos de aprovechamiento racional de los recursos naturales y su transformación industrial. A partir de 2013, se sumaron a esta economía las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDEs), sin contar también con una valoración de su costo de oportunidad, o alternativas en términos de desarrollo de industrias de procesamiento agroindustrial y turísticas sostenibles, integrando las comunidades rurales y étnicas frente al despojo de los territorios y pérdida de soberanía y autonomía de las autoridades constituidas que se promueve con las ZEDEs.
La preocupación del extractivismo por decreto (que no se consultan ni analizan las leyes, ni los programas y proyectos a ejecutarse con la población), es mucho mayor cuando se reconoce el impacto y los efectos negativos de las actividades mineras, más aún, sin que exista plena evidencia de que el país y la población obtendrán beneficios mayores por encima de los costos de la explotación irracional de los recursos.
La contribución de la minería al PIB ha venido en descenso, igual que la generación de puestos de trabajo. En 2005, el PIB generado por la minería (valores constantes del 2000) fue de 630 millones de dólares, que representó el 0,52 % del PIB total (a precios básicos). Esta contribución bajó a 457 millones de dólares en 2010 (0,31% del PIB); y en 2019, el PIB fue de 462 millones de dólares, representando el 0,23% del PIB total (precios básicos). Las cifras del Instituto Nacional de Estadísticas (INE) muestran que, en 2019, la minería generó unos 13.686 ocupados, o sea menos del 1% de la población económicamente activa (PEA), lo cual ha sido destacado en un estudio reciente sobre el modelo extractivista (FOSDEH).
La minería de cielo abierto fue prohibida en el gobierno de Manuel Zelaya Rosales, pero el golpe de Estado la revivió, y hoy se muestra más fuerte que nunca, aunque los aportes al desarrollo sean marginales. Hay una nueva Ley de Minería e institucionalidad, pero todavía las autoridades de gobierno no han entendido que las decisiones que se tomen necesitan del concurso de todos, especialmente de las comunidades y organizaciones de la sociedad civil que protegen los recursos naturales bajo el imaginario que es patrimonio de las generaciones futuras. Pero también necesitan de análisis técnico-políticos que cuantifiquen costos y beneficios, y sobre todo identifiquen alternativas de desarrollo y comparen con las intervenciones de política pública y leyes que se hacen por decreto.
El extractivismo llegó también con fuerza con la ejecución de proyectos de energía renovable y la vigencia de leyes con muchos incentivos para los empresarios y “presta nombres” en el otorgamiento de licencias ambientales. Un resultado de ello es que este tipo de energía se volvió más cara, incluso que la térmica, por la asignación de precios por decreto sin valoración efectiva de los costos marginales, otro principio básico de la economía moderna. Se agrega el desplazamiento de población campesina e indígena de sus territorios, captura de las fuentes de agua y tierras con amplio potencial forestal y de biodiversidad; pero sobre todo la generalización de violaciones de derechos humanos y muerte de defensores de dichos derechos.
La protesta que recorre el país en contra de la instalación de las ZEDEs debe ser extensiva a todas las actividades extractivas en el agro hondureño, ya que no hay evidencia de que la economía y sociedad hondureña actual y futura tendrá más beneficios que perjuicios.
Como dijo más de una vez Ventura Ramos, un periodista y defensor de la soberanía nacional, “la clase empresarial y política hondureña sueña con una Honduras a sus servicios, sobre todo de recursos naturales que no le pertenecen como patrimonio propio. Hay que luchar permanentemente contra esta visión de antidesarrollo y antinacionalidad”.
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