Rebelión
Por Eduardo Gudynas *
El avance de la pandemia por el coronavirus no sólo no se detiene, sino que a medida que se agrava queda en evidencia un oscuro giro político: la necropolítica. Ese concepto sirve para describir al menos al menos tres características: ocurre en un contexto donde el estado de excepción deja de serlo para volverse una nueva normalidad, la política se enfoca en decidir sobre el dejar morir, y repite una narrativa de una guerra perpetua contra todo tipo de enemigos.
La idea de necropolítica fue acuñada años atrás por el camerunés Achille Mbembe, para describir la ola de violencia global a partir de los atentados a las torres gemelas en Nueva York sin dejar de atender las particularidades de la colonialidad en los países del sur (1). Hoy, aunque estamos en un contexto distinto, todos esos componentes están en el primer plano. Es que la política tradicional, que más allá de sus fallas y contradicciones buscaba asegurar la vida, está siendo reemplazada por una que deja morir. Es una política que diferencia entre vidas rescatables y otras que son desechables.
La presencia de la necropolítica en América Latina está ante nuestros ojos. La pandemia por Covid19 ya lleva un año, no terminó y tampoco es evidente que será superada rápidamente. La nueva normalidad prometida nunca llegó y la normal es una pandemia continua con sus vaivenes de retrocesos y nuevas olas. Hoy se vive sabiéndonos vigilados y controlados, rodeados por policías y militares. Se aplican toques de queda o se clausuran barrios o ciudades enteras, aceptándose de ese modo la imposición de enormes espacios de confinamiento. Los que violan las medidas son disciplinados penalmente; por ejemplo, en Argentina, según el nuevo decreto que se acaba de aprobar, quienes incumplen las restricciones sanitarias pueden recibir penas de seis meses a dos años de prisión. Son controles legitimados por la política, aceptadas e incluso reclamadas por muchos sectores sociales. Su utilidad sanitaria es dudosa porque la pandemia sigue su marcha, pero son muy efectivas en construir ese componente necropolítico de una espacialidad del confinamiento.
El temor va de la mano con la violencia que se expresa en la militarización y policialización. Las personas tienen miedo tanto del virus como de los que deambulan por las calles con hambre, y por ello reclaman más seguridad. Se lanzan policías y gendarmes, como en Chile, que a su vez reprimen con violencia a los que deambulan en las calles, quienes casi siempre son los más pobres. O bien, como en Brasil, se aprovecha esta situación para liberalizar la tenencia personal de armas. Todo este tipo de situaciones, desde los excesos policiales hasta tener confinados a millones de personas, quedan inmersos en las narrativas de una guerra siempre presente contra un enemigo que está en todos los sitios, en los objetos, en el aire: el virus. La condición de excepcionalidad desaparece y se naturaliza esa violencia, donde el enemigo nunca es derrotado y la guerra se vuelve entonces eterna.
La necropolítica es la política del dejar morir; es admitir que la meta de asegurar la vida queda relegada. Las muertes se acumulan no por decisiones expresas que las provoquen, sino debido a que los gobiernos no lograron remontar la fragilidad de los sistemas de salud pública, como ocurre en Perú, Ecuador o Bolivia, mientras los más adinerados se refugiaban en clínicas privadas. El caso extremo es Jair Bolsonaro en Brasil, cuyo gobierno alcanzó el climax necropolítico justificando su inacción calificando a la enfermedad como una “gripecita”.
La necropolítica distingue entre vidas defendidas y vidas desechables. Esto quedó en evidencia con los programas de vacunación, que siguen siendo insuficientes en casi todos los países, lo que hace que las grandes mayorías sigan tan indefensas como en el pasado año. Pero las pocas vacunas que se obtuvieron quedaron salpicadas por los escándalos de administrarlas a los privilegiados del poder. Son las vacunas VIP, como en Argentina, Perú o Ecuador, que muestran que hay elegidos que merecen ser salvados antes que otros.
La necropolítica también deja morir a la Naturaleza. Persisten los impactos ambientales en toda la región sin que logren ser contenidos, y esa incapacidad ahora es excusada invocando la crisis por la pandemia. El más ejemplo más reciente es la deforestación de los boques en la cuenca Amazónica, que volvió a aumentar en todos los países, alcanzando las 2,3 millones hectáreas (las mayores pérdidas ocurrieron en Brasil y Bolivia). Todos los países, sin excepción, se han lanzado a profundizar los extractivismos para enfrentar el retroceso económico, y con ello se están sumando más daños ambientales.
Es propio de la necropolítica las grandes escalas. Esto es evidente en las cifras de los afectados; por ejemplo, en América del Sur suman más de 22 millones de casos y han muerto más de 600 mil personas. Los peores registros se cuentan en Brasil, con más de 350 mil muertos, pero esas consecuencias son igualmente graves en países como Colombia (más de 66 mil fallecidos), Argentina (más de 58 mil) y Perú (más de 55 mil). En proporción a la población, el saldo más grave ocurre en Brasil y Perú. Todo esto sin dejar de reconocer que el impacto es seguramente más grave dado que no se han solucionado dificultades de registro y monitoreo. La marcha de la pandemia no se ha aminorado, y por el contrario, varios países se sumergen en una nueva ola de contagios.
Los actores políticos, sean en gobiernos como en los partidos, no pudieron manejar adecuadamente la pandemia. Esta incapacidad ocurre con gobiernos de muy distinta mirada ideológica, y tampoco se restringe a ellos porque los grupos políticos que están en la oposición repiten los mismos males. Esa incapacidad se repite en países como Colombia y Chile, o como en Argentina y Venezuela. Sea gobierno u oposición, cada uno tiene todo tipo de justificaciones y pierden más tiempo en recriminaciones cruzadas que en lograr acuerdos nacionales para asegurar soluciones concretas.
Entretanto hay poblaciones completas que están siendo diezmadas por la pandemia. Nos estamos acercando a la situación donde ese dejar morir de la necropolítica resultará en un genocidio de los pueblos indígenas en Brasil, y sin desconocer la gravísima situación que se vive en países vecinos, como Perú, Bolivia o Colombia.
Este repaso muestra que están en marcha una modificación sustancial de la política que hemos conocido, propia de la modernidad y que se formalizó desde mediados del siglo XIX, con todo lo bueno y malo que podía encerrar. Está siendo reemplazada por una necropolítica que discute la administración de la muerte.
Las tensiones en ese giro se observan incluso en Uruguay, el país que logró contener la pandemia por casi un año, pero que ahora sufre una grave ola de contagios. En este país no se aplicaron restricciones ni cuarentenas al estilo de Argentina o Chile, ya que se invocó la defensa de las libertades personales. Ese discurso, repleto de reminiscencias del liberalismo europeo del siglo XIX, sirvió para que el gobierno de Luis Lacalle Pou pudiera imponer la idea que si alguien se contagia es por su propia culpa o de un cercano que no siguió las indicaciones de bioseguridad. Esta es otra posición manifiestamente necropolítica: si te enfermás es tu culpa y no mía, dice el Estado. El gobierno sostiene que actúa, y lo hace sumando más y más camas de tratamiento intensivo, en una carrera contra el virus que nunca podrá ganar. Pero al mismo tiempo, esa misma narrativa le sirve como excusa para negar ayudar económicas sustantivas a los sectores populares más afectados y persistir en sus proyectos extractivistas.
Es que en Uruguay, como en otros países, la necropolítica deja morir a las personas para mantener viva y saludable a un tipo de economía. Eso repetidamente pasa desapercibido porque la atención está puesta en la ausencia de camas u oxígeno, o en vacunas que nunca llegan. Sin embargo, la necropolítica opera para preservar una economía que descansa en la masiva apropiación de recursos naturales para exportar, la desigualdad en la riqueza, el aferrarse al riego país, y la fobia a financiar la asistencia social.
Eso explica que incluso al inicio de la pandemia, cuando en 2020 arreciaban los casos, se otorgaran excepciones para que sectores como el minero siguieran funcionando. Se protegía a esas empresas, pero no a sus trabajadores. Del mismo modo, los policías y militares en realidad no están salvaguardando a las personas, sino que protegen ese tipo de economía. Este interés ya no se oculta, y es así que el periódico El Comercio, el pasado 9 de abril tituló que “la economía peruana resiste al impacto de la segunda ola”, y agregó que los “indicadores a febrero y marco mejoran incluso frente al 2019”. Los ministros de economía siguen contabilizando las exportaciones de recursos naturales, aunque no se sabe si las muertes por Covid tienen una expresión económica en sus planillas de cálculo o no las afectan porque son gratis.
Siguiendo esos senderos, la necropolítica abandona el mandato de la justicia social para reemplazarlo por acciones de caridad y clemencia. Se dinamita la concepción de la justicia como una cuestión con múltiples dimensiones para remontar la pobreza y la desigualdad, y que se instituye en un mandato para la práctica política. En su lugar se aplica la caridad, donde los que están en el poder, los sobrevivientes, pueden ofrecer caridad y limosna a esos muertos vivos, a los que son potencialmente desechables y no saben si seguirán vivos el día de mañana. Esta la utopía de los neoliberales.
Notas
1. Una introducción a este concepto en Necropolítica, A. Mbembe, Melusina, Santa Cruz de Tenerife, 2011.
* Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), Montevideo.
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