Viento Sur
Por Soledad Bengoechea
I – Luisa Carnés
Luisa Carnés, una bella muchacha de 26 años, llegó a la Puerta del Sol de Madrid a primera hora de la tarde de un radiante día de primavera ¡La primavera más bonita del siglo: el martes 14 de abril de 1931! ¡La vida bullía!
Mientras caminaba por aquellas sucias calles vestida con un ligero vestido floreado, algo raído, que justo le cubría media pierna, pensaba en las protagonistas de su próxima novela-reportaje, Tea rooms. Mujeres obreras, obra que publicaría en 1934. De pronto, cogió su chaqueta y se la colocó encima de los hombros. Una nube, atrevida, había tapado el sol y el aire se había tornado fresco. Algunos jóvenes volvían sus cabezas para mirarla y le lanzaban algún que otro piropo. Luisa se molestaba ¡era una feminista convencida! Pensaba en esto cuando se topó con un puesto de churros, instalado en un rincón de la plaza. La atrajeron los buñuelos, calientes, humeantes, tentadores. El vendedor enseguida lo intuyó, y se los ofreció. Ella no resistió el impulso y compró algunos. Después, mientras se limpiaba las manos con esmero con un pañuelo sacado del bolso, apareció el comité revolucionario, integrado por republicanos y socialistas. Cantaban y lanzaban consignas. Cuando las primeras banderas tricolores se izaron en medio de vítores, se oyeron clamores de júbilo: ¡se había proclamado la Segunda República, con Niceto Alcalá-Zamora como presidente! Luisa, temblorosa, rompió a llorar1/.
¿Cómo pudo ocurrir eso? ¿Cómo fue posible que España se acostase monárquica y se levantara republicana?
La caída de la dictadura de Primo de Rivera en enero de 1930 y la incapacidad de Alfonso XIII y los políticos de la Restauración para poner en marcha un sistema que respondiese a las demandas populares acabaron convirtiendo las elecciones municipales del domingo 12 de abril de 1931 en un plebiscito. Los primeros datos del escrutinio en toda España comenzaron a aparecer al día siguiente. El resultado era rotundo: en 41 capitales de provincia habían vencido las candidaturas republicanas. En Madrid salieron elegidos treinta concejales republicanos, frente a veinte monárquicos.
Los hechos del 14 de abril estuvieron desencadenados por los apasionados argumentos y comentarios previos nacidos del fervor popular en las principales ciudades españolas. A mediodía llegaron a la capital de España las primeras noticias de la proclamación de la República en Eibar (Guipúzcoa), y el anuncio de que desde el balcón de la Generalitat, en Barcelona, Francesc Macià había proclamado la República catalana, como estado integrante de la Federación Ibérica. El nuevo Gobierno republicano se constituía, las masas celebraban en las calles la nueva era y el rey se despedía de las personas de palacio; el día 14, a las ocho de la tarde, emprendía la marcha hacía el exilio. Un coche lo llevó hasta Cartagena y allí, en el crucero Príncipe de Asturias, partió hacia Marsella.
Luisa Carnés fue una mujer singular, aunque quizás no tanto para la época que ahora comenzaba. Una época, la República, que permitió hacer visibles a muchas mujeres antes ocultas. Visibles no solo en las artes, sino en la política, en el terreno social, en el terreno familiar. Carnés fue escritora y periodista, autónoma, pero también camarera, sombrerera y trabajadora del textil. Si pensamos en algunos de los integrantes de la generación del 27 es probable que nos vengan a la memoria ciertos nombres, la mayoría masculinos: Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén…, pero quizás, gracias a la labor de la cineasta Tània Balló, recordaremos, además, a las integrantes del grupo de «Las sinsombrero»: María Teresa León, Rosa Chacel, María Zambrano, Ernestina de Champourcín, Concha Méndez, Josefina de la Torre…2/ Pero el nombre de Luisa Carnés suele permanecer en el olvido. Y, no obstante, se trata de una de las grandes autoras de aquella corriente que marcó, para siempre, la historia más reciente de la literatura española. Ella, a diferencia de la mayoría de sus compañeras de generación —integrada por autores de clase social acomodada, que disfrutaron del acceso tanto a la universidad como a la cultura—, nos cuenta la vida de las clases bajas. «Aquí, las únicas que podrían emanciparse por su cultura son las hijas de los grandes propietarios, de los banqueros, de los mercaderes enriquecidos; precisamente a aquellas que no les preocupa la emancipación, porque nunca conocieron los zapatos torcidos ni el hambre, que engendra rebeldes»3/, escribía en Tea rooms, considerada su obra más lograda a decir de los críticos, porque es una novela que expresa su mayor madurez.
A través de un enfoque feminista y proletario, el libro describe el día a día, las condiciones de las mujeres trabajadoras, en aquel Madrid de la República. El estilo capta lo que la escritora piensa del mundo: roto, voraginoso, lleno de ruido… La visión de la pobreza que ella muestra no es idílica ni buenista, sino violenta, corruptora y sucia. Su mirada es aguda y su pluma, afilada. Tampoco ve con buenos ojos a quienes rentabilizan el relato de la pobreza, haciendo apología del origen humilde. Es precioso el pasaje donde explica por qué las mujeres pobres no se alegran con la llegada del verano: «las mujeres pudientes exhiben una fina desnudez en las playas cosmopolitas»4/. En la novela se evidencia el peso literario de lo real y concreto: las horas de jornada laboral, la cantidad de melindros que se venden en la pastelería, las exactas diez pesetas del salario, la insistencia en los tiempos de escasez.
Carnés conocía bien el mundo de las mujeres obreras que aparecen en esa novela y en muchas de sus obras. Porque ella tuvo que superar barreras. Siendo una niña, con solo once años, había entrado a trabajar en el taller de sombreros de una tía suya y había trabajado después en una pastelería, el escenario de su Tea rooms. También había trabajado como telefonista y mecanógrafa en una editorial, mientras comenzaba su formación, autodidacta, a través de sus lecturas.
De Tea rooms llama la atención la modernidad del lenguaje y de los planteamientos, así como la vigencia muy actual de los temas tratados. Centrándose inicialmente en la figura de Matilde —alter ego de la autora—, la narración va abriendo el foco y presentándonos a diversos protagonistas cercanos y verosímiles, en su mayoría mujeres, que nos permiten conocer los diferentes tipos femeninos presentes en la época, pero también sus rasgos comunes. Las palabras son sencillas y cercanas y el ritmo es rápido pero no deja de describir los detalles, imprescindibles para que el lector se haga una idea tanto del entorno como de los personajes y sus vivencias. Para ello, Carnés se sirve frecuentemente del diálogo, hablan sus protagonistas y con ellas nos va presentando los diferentes conflictos tanto sociales como personales en los que están inmersas.
La vida de Carnés se vio inexorablemente marcada por la guerra civil. Ella se posicionó firmemente a favor de la República, lo que la llevó a exiliarse en 1939 en México, país donde falleció en un accidente el 12 de marzo de 1964, a los 59 años.
II – Lo avanzado de la legislación republicana
La Constitución de la Segunda República Española instauró un Estado moderno, laico y democrático, heredero del pensamiento progresista del siglo XIX, que vinculaba el laicismo al progreso de la nación. «El Estado español no tiene religión oficial», decía su artículo 3º5/.
Las mujeres ya habían tenido una vinculación importante con el movimiento obrero y con las luchas civiles en España. No era algo nuevo, pues, pero es indiscutible que uno de los grandes logros de la Segunda República española fue extender la participación de la mujer en la vida pública. La República permitió a la mujer hacerse visible en ciertos ámbitos (especialmente el espacio público), como el político. También acentuó su lucha por acabar con el difícil acceso a la educación.
La proclamación de la Segunda República en España supuso el comienzo de la mayoría de edad para las mujeres de nuestro país, como había ocurrido ya en otros muchos países de nuestro entorno y en lugares aún más lejanos. La situación de sumisión de la mujer en las décadas precedentes se comenzó a revertir en estos años republicanos, aunque algunos estereotipos seguirían vigentes, en gran medida, durante este período; ello, a pesar del nuevo marco legal. Por otra parte, su corta duración impidió transformaciones profundas y que estas que se desarrollaran durante largo tiempo.
Pero ya se ha escrito profusamente que, a pesar de todo, en el período republicano la libertad individual de las mujeres fue en aumento y la legislación tendió a la equiparación. Al cabo de unos pocos meses después de proclamarse la República, se redactó una nueva Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, que, entre otros muchos factores positivos, igualó el papel del hombre y de la mujer a la hora de participar en la vida pública a través del establecimiento del voto femenino: ¡Por fin se concedió el sufragio a las mujeres!, cosa que ni Italia ni Francia tenían, y con ello los privilegios políticos como ciudadanas, reconocidos hasta ese momento exclusivamente a los hombres. Además de ofrecer a las mujeres el marco legal para conseguir la igualdad con sus congéneres masculinos, esta Constitución consagró su libertad de movimiento, de acción y de asociación. Y les otorgó otros avances, como el seguro de maternidad. Además, otros derechos importantes se le reconocieron a la mujer: la autorización de ejercer la patria potestad sobre los hijos menores en caso de viudez, la posibilidad de tutelar menores e incapacitados, o algunas novedades que igualaban a ambos sexos en el ámbito de las penas por delitos pasionales.
También se produjeron cambios en el campo laboral. Un artículo de la Constitución planteaba la igualdad de oportunidades en el acceso al mercado laboral entre hombres y mujeres. Como hemos visto en un capítulo anterior, las mujeres ya podían competir con los hombres en muchas profesiones, pero a partir de ese momento estas oportunidades se ampliaron. Un primer decreto aprobado el 29 de abril de 1931 permitió a las mujeres opositar a notarías y registros de propiedad, y, más tarde, otras leyes permitieron al personal femenino a acceder a otros cuerpos de la Administración del Estado. A pesar de todo, conseguir los avances no era tarea fácil. La Constitución tipificaba una serie de trabajos prohibidos para el sexo femenino: algunos de orden físico, por tratarse de trabajos muy duros o insalubres, y otros de orden social o económico. Si nos fijamos bien, estas normas, al apoyarse en la inferioridad biológica de la mujer, significaban una contradicción con la idea igualitaria que pretendía promulgar la Constitución.
Todos estos cambios provocaron un terremoto en una gran parte de la sociedad tan conservadora como la española. Una vez rebasado el primer momento de sorpresa, las mujeres de la derecha decidieron actuar, salir a la luz pública. Durante el verano de 1931, ante lo que ya se conocía del texto constitucional y de las actuaciones del gobierno provisional, estas mujeres se movilizaron en apoyo de la Iglesia católica. Los ataques físicos a las iglesias perpetrados por algunos radicales les producía temor, así como el carácter laico del régimen y su decisión de controlar el poder eclesiástico. Temiendo amenazas a la religión, reunieron un gran número de firmas para solicitar al gobierno que la protegiera.
Los partidos conservadores, como Acción Popular (AP) y la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), influidos por su ideología católica, también hacían propaganda. De hecho, no contemplaban como una posibilidad real que la mujer una vez contraído el matrimonio continuara trabajando, ya que la mentalidad dominante las llevaba a dedicarse a las labores del hogar y ser, lo que se consideraba entonces, una buena esposa y madre. El concepto de que las jóvenes debían abandonar su puesto de trabajo una vez contraído matrimonio estaba arraigado en la sociedad, y la mayoría de las mujeres consideraba el casamiento una aspiración fundamental en sus vidas. La tradición era una rémora para las mujeres.
Respecto a los derechos civiles, el 11 de marzo de 1932 se promulgóla primera Ley del Divorcio en España. Fue aprobada en las Cortes por 260 votos a favor y 23 en contra. La ley puso punto y final a las disposiciones del matrimonio del Código Civil de 1889, que había establecido que el matrimonio solo se podía disolver por la muerte. Para muchas mujeres fue muy poco tiempo el que se les dio para disfrutar de estos cambios. ¡Los consabidos avances y retrocesos! Con la guerra civil, desencadenada por la sublevación militar de 1936, en la zona republicana se incrementaron los derechos de las mujeres. En cambio, en la parte llamada nacional, los derechos conseguidos fueron anulados. La Ley del Aborto, por ejemplo, al instaurarse en medio de la guerra, solo afectó a las mujeres que quedaron en el lado republicano. Esta ley fue obra de la ministra catalana de Sanidad y Asuntos Sociales Federica Montseny, anarquista, bajo el asesoramiento de personalidades del movimiento libertario como Amparo Poch. A pesar del entorno hostil en el que se desenvolvió, la ley se aplicó en Cataluña, pues así lo dispuso el gobierno de la Generalitat. Estas dos leyes, la del divorcio y la del aborto, no solo pusieron a España en igualdad de condiciones con algunos países europeos, sino que este país se convirtió en referencia para otros, por lo avanzado de la legislación.
El colectivo femenino español encontró en la Constitución de 1931 una equiparación política, jurídica y civil que se consagraba en varios artículos: el artículo 25 declaraba que no podrían ser fundamentos de privilegio jurídico condiciones como el sexo o la clase social; el artículo 36 reconocía el sufragio femenino para las mujeres mayores de veintitrés años; el artículo 40 admitía tanto a hombres y mujeres en los empleos y cargos públicos según su mérito y capacidad (aunque todavía establecía incompatibilidades, o trabajos vetados para las mujeres); el artículo 43 aprobaba la posibilidad del matrimonio civil y del divorcio e implicaba un recorte en el ámbito de la influencia de la Iglesia; y el artículo 53 disponía la posibilidad de que todos los ciudadanos, sin distinción de sexo ni de estado civil, fueran candidatos a diputados.
En 1939, con la victoria de Franco en la guerra civil, todas estas leyes progresistas se derogaron y hasta la década de 1980 no volvieron a debatirse. Desde esa fecha, muchas mujeres volvieron a ser relegadas al hogar, al espacio privado, el sitio que les correspondía por «naturaleza», según el nuevo régimen. En definitiva, a la invisibilidad. Pero no se pudo, o no se quiso, impedir que las mujeres siguieran trabajando en las fábricas, en el campo, en el comercio, en las peluquerías, en la costura y así un largo etcétera. Y es que ellas, aunque medio ocultas e invisibles, siempre han estado ahí. Por otra parte, el nuevo régimen permitió tener unas altas cotas de visibilidad política y social a las dirigentes de las asociaciones femeninas afectas al régimen: Sección Femenina, Auxilio Social y Servicio Social.
III – La conquista del voto femenino
El voto femenino había constituido un elemento del debate público cuando el diputado conservador y católico social Burgos Mazo presentó, en noviembre de 1919, un nuevo proyecto de ley electoral que otorgaba el voto «a todos los españoles de ambos sexos mayores de 25 años que se hallan en el pleno goce de sus derechos civiles». Una cláusula incapacitaba a las mujeres para ser elegibles y establecía dos días para celebrar los comicios. Nunca llegó a debatirse. El sistema político de la Restauración agonizaba y Primo de Rivera le asestó el golpe definitivo el 13 de septiembre de 1923. Un año después, un Real Decreto volvía a poner de manifiesto la cuestión del sufragio femenino, concediendo el voto a toda mujer mayor de 23 años siempre que no estuviera casada.
La Asamblea Nacional Consultiva (1926-1929) incluía las primeras diputadas (en ella se sentaron trece mujeres “asambleístas femeninas”), pero el proyecto no se hizo efectivo. El 10 de septiembre de 1927 se iniciaban en Madrid las sesiones de esta Asamblea. Con la creación de esta institución, Primo de Rivera pretendía sustituir la labor que las Cortes habían realizado hasta el año 1923, fecha de su clausura. A pesar del carácter antidemocrático de la institución, creada mediante Real Orden, presentaba el hecho innovador de incluir, por primera vez en la historia de nuestro país, a una serie de mujeres en sus escaños. El propio reglamento de la Cámara regulaba la participación femenina en un intento histórico de incluir el derecho de todo ciudadano, sin distinción de sexo, de pertenecer a los organismos rectores del país. Todo ello suponía una ampliación respecto del Estatuto Municipal de los derechos políticos de las mujeres, ya que a partir de entonces se admitía que todas las hembras, solteras, viudas o casadas, estas debidamente autorizadas por sus maridos, podían pertenecer a la Asamblea de pleno derecho. Cabe preguntarse qué indujo a Primo de Rivera y a sus políticos a ampliar los derechos de las mujeres. Sin duda, la opinión internacional influyó de forma importante, sin olvidar que entre los años transcurridos hasta 1927 se había generado en España una importante corriente de opinión a favor del sufragio femenino. Esta corriente la encontramos entre los sectores progresistas pero también entre sectores afines al régimen 6/.
Sólo la República otorgó el voto democrático, secreto, libre y universal a las mujeres. El 1 de octubre de 1931 las Cortes españolas aprobaron su derecho de voto, pero hasta las elecciones generales del 19 de noviembre de 1933 no pudieron ejercerlo.
Entre 1931 y 1936, nueve mujeres fueron diputadas en el Congreso. ¡Ellas y el conjunto de las mujeres fueron ganadoras! En las elecciones a las Cortes Constituyentes de junio de 1931 salieron elegidas Clara Campoamor, del Partido Radical, Victoria Kent, del Partido Republicano Radical Socialista, por Madrid, y Margarita Nelken, del Partido Socialista, por Badajoz. En las elecciones de noviembre de 1933, se escogió a esta última y otras tres candidatas del PSOE (Matilde de la Torre y Veneranda García Blanco Manzano, por Oviedo; y María Lejárraga, por Granada), así como a una candidata del Partido Agrario (Francisca Bohigas, por León). En los comicios de febrero de 1936 cinco fueron también las diputadas elegidas: Margarita Nelken, Victoria Kent; las socialistas Matilde de la Torre y Julia Álvarez Resana, por Madrid, y Dolores Ibárruri, del Partido Comunista, por Oviedo. El 19 de noviembre de 1933, 1.729.793 mujeres, de un censo elaborado en 1924 de 6.783.629 electores, pudieron votar por primera vez, convirtiéndose en ciudadanas de pleno derecho. Ese día se produjo una ruptura histórica, un antes y un después. Pero lo que viene a hacer la concesión del derecho a voto es reconocer una serie de cambios que afectan primero —cuidado— a un único tipo de mujer: la burguesa media, educada, la que cree firmemente que la humanidad camina hacia el progreso, esta es la que deja atrás su invisibilidad. Las otras siguen alejadas de ese proceso 7/.
Aunque la derecha casi en bloque se oponía a la concesión del voto femenino, en las izquierdas la posición era diversa. En los debates parlamentarios que siguieron a la aprobación del sufragio de la mujer, hasta que en 1933 se celebraron las elecciones, Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken —las únicas mujeres diputadas—, protagonizaron posturas contrapuestas y debates no exentos de polémica. Victoria Kent, abogada, la primera mujer que participó en un consejo de guerra, propugnaba aplazar el voto femenino por considerar que las mujeres no estaban lo suficientemente preparadas para asumir un rol de tanta envergadura en una nación socialmente atrasada que apenas había experimentado avances notorios en el primer tercio del siglo XX. «No es cuestión de capacidad, es cuestión de oportunidad para la República», sostenía Kent 8/.
Clara Campoamor, una mujer de origen humilde que no pudo licenciarse en Derecho hasta los 36 años por haber pasado su juventud trabajando, en contra de su propio partido apostó por el reconocimiento del derecho de la mujer al sufragio. Por su parte, Nelken, escritora y crítica de arte, se opuso al sufragio femenino, sosteniendo que la mujer estaba sometida a la voluntad e influencia clerical, y por tanto carecía de la preparación necesaria para la acción política.
Campoamor fue la defensora de la propuesta de la Comisión Constitucional sobre el derecho de voto para las mujeres frente a su propio partido y frente a las dos únicas compañeras parlamentarias. Lo hizo con una argumentación plenamente liberal-democrática y feminista. La República definía el principio de la igualdad de derechos y la no discriminación por razón de sexo, por lo que el principal argumento que sostuvo fue el de que no se podía negar algo que ya se había aprobado. Campoamor sostuvo con firmeza en el Parlamento que «si habéis afirmado ayer la igualdad de derechos, lo que pretendéis ahora es una igualdad condicional, con lo que no hay tal igualdad. Los sexos son iguales, por naturaleza, por derecho y por intelecto, pero además lo son porque ayer lo declararon ustedes, señores diputados” 9/.
Durante la campaña electoral desarrollada ante las elecciones de noviembre de 1933 se intentó manipular el voto femenino, tanto por parte de la derecha como de la izquierda. Bien lo reflejan los lemas utilizados por unos y por otros: «Que no pese sobre la mujer la derrota de la derecha», decían las consignas de los partidos del arco de la derecha, o «Madres, que vuestros hijos no piensen que su falta de libertad se debe a que sus madres no consiguieron liberarlos», declaraban los enunciados de las izquierdas. El objetivo claro de estas afirmaciones era una burda manipulación, un claro chantaje hacia las mujeres de uno u otro bando. Feministas y republicanas se negaron a dar consignas de voto: el derecho al sufragio era una victoria.
Fundamentalmente, dos eran los argumentos esgrimidos para negar el voto femenino. En primer lugar, el que alegaban algunos diputados que aún en los años treinta seguían defendiendo las supuestas «inferioridad, estulticia y debilidad» propias del género femenino (hay que señalar que eran minoría). Entre estos pocos, podemos citar al doctor Roberto Nóvoa Santos (1885-1933), de la Federación Republicana Gallega y seguidor de una corriente de médicos positivistas que postulaba un antifeminismo «con base científica». Intentó proporcionar argumentos biológicos: a la mujer no la dominaban la reflexión y el espíritu crítico, se dejaba llevar siempre por la emoción y el histerismo no era una simple enfermedad, sino «la propia estructura de la mujer». En segundo lugar, estaba el argumento que, aunque defendía el voto de la mujer como un derecho inalienable, lo consideraba poco oportuno en aquellos momentos. ¿Es conveniente ahora?, se preguntaban por entender que la supuesta ausencia de preparación democrática de las mujeres supondría un problema para la República.
Las dos mujeres que en la Segunda República representaron en el Parlamento la lucha encarnizada entre estos dos sectores de opinión sufrieron en su propia persona las consecuencias de su democrática decisión: Victoria Kent argumentó en contra de sus propias convicciones, granjeándose una cierta impopularidad que le hizo perder el acta de diputada en las elecciones siguientes y a causa de la cual abandonó, al año siguiente, la Dirección General de Prisiones. Para Clara Campoamor no fueron tampoco fáciles las cosas. En la convocatoria de noviembre de 1933, la izquierda perdió los comicios ante unas derechas que se presentaron unidas. El triunfo de la CEDA, en el que por cierto el partido de Campoamor, el Republicano Radical, acabó formando gobierno, hizo que a esta diputada, con su defensa del voto de la mujer, se la acusase de favorecer el triunfo de la derecha. Ella cayó en un ostracismo político que melló su ánimo. Pero su incansable esfuerzo fue muy reconocido entre colegas y asociaciones nacionales e internacionales; y muchas voces han afirmado que es muy probable que sin su enorme trabajo el sufragio femenino hubiese tardado aún mucho tiempo en implantarse en España.
Y aunque los resultados electorales de 1933 podían dar la razón a Victoria Kent respecto al voto conservador de la mujer, estudios posteriores han demostrado que esto no es cierto, y que la victoria de la derecha no tuvo en el voto de la mujer su razón de ser. Tres años después, en febrero de 1936, la unión de las izquierdas que formaron el Frente Popular volvió a ganar, al producirse una alta participación tanto de hombres como de mujeres.
Soledad Bengoechea, doctora en historia, miembro del Grupo de Investigación Consolidado “Treball, Institucions i Gènere” (TIG), de la UB y miembro de Tot Història, Associació Cultural.
Notas
1/ http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-230187/
3/ https://raex.es/index.php/actividades/3093-luisa-carnes-cuenta-los-brioches.html
4/ https://raex.es/index.php/actividades/3093-luisa-carnes-cuenta-los-brioches.html
5/ Agustina Pérez, «II República: mujer, escuela y democracia», 2013, https://agustinaperez.wordpress.com/2013/05/04/ii-republica-mujer-escuela-y-democracia/
6/ Pilar Folguera Crespo, “Las mujeres en la comunidad de Madrid: de la invisibilidad a la evidencia”, El Madrid de las mujeres, Comunidad de Madrid, pp. 201.242, p. 201
7/ Víctor Arrogante, “El voto de la mujer en la Segunda República”, El Plural, https://www.elplural.com/opinion/el-voto-de-la-mujer-en-la-segunda-
8/ Discurso ante las Cortes sobre el voto femenino, http://www.segundarepublica.com/index.php?opcion=7&id=72
9/ Víctor Arrogante, “El voto de la mujer en la Segunda Rpública”, Federación de Republicanos , https://federacion.republicanos.info/2017/12/08/el-voto-de-la-mujer-en-la-segunda-republica-por-victor-arogante/ republica_1150721025 http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-230187/
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