sábado, 29 de mayo de 2021

Mujeres sin techo, la tragedia invisible


Publico.es

Por Marcel Beltran 

Acudir a un centro de acogida y no tener a tu disposición algo tan simple como una compresa o un espacio de higiene privado. Estar más expuesta a la violencia en la calle que un hombre. No ser reconocida como una persona sin techo por los servicios sociales. Estos son algunos de los dramas cotidianos que debe hacer frente una mujer que no dispone de hogar.

– Yo no era nada. Nadie. Pero ahora vuelvo a ser Estebana.

Un jardín trasero en el que cae la luz y algunas gotas inofensivas de lluvia. Cinco sillas dispuestas en círculo y una sexta en la que se posan una cafetera y varias tazas. Plantas, flores, piedras, una manguera que zigzaguea en el suelo. El patio, por un costado, delimita con la fachada ondulada del monasterio benedictino que hay pegado a la finca. Quien alguna vez no se sintió nadie, y que hoy vuelve a ser Estebana, se recoge el cabello con una mano y con la otra aprieta un pañuelo húmedo. Viste un anorak rojo. La voz le vibra al hablar.

– Yo no era nada. Me encontré un día con una pared en blanco, con una maleta vacía. No era nadie.

Hace tres años Estebana Ortiz aterrizó en Barcelona. Hace tres años Estebana Ortiz lo perdió todo. «Yo no vine acá para ganar más dinero; yo vine acá para salvarme». Era funcionaria en su país, Colombia. Trabajadora social con más de 25 años de experiencia. Como defensora de los derechos humanos, el Estado la destinó a una zona de riesgo con la Cruz Roja. Cobraba su sueldo. Hasta que tuvo que huir porque su vida pasó a correr peligro. Al llegar a España, solo poseía una carta contractual a la que nadie hacía ningún caso. Fue como si algo muy profundo, muy metido en el fondo del cuerpo, se rompiera de golpe. «Yo era el soporte económico de mi familia allá. Era responsable de mis cuatro hijos y hasta de mi mamá. Y de repente aquí me veo sola, sin que nadie me ayude. Terminas hundiéndote, aplastándote… Pasas a ser nada».

Estebana explica que acudió al Servicio de Atención a Inmigrantes, Emigrantes y Refugiados para pedir asilo político. Estebana explica que le dijeron que estudiarían su caso, pero no cuando le darían una respuesta. Estebana explica que no sabía qué hacer. Esteban explica que tuvo que quedarse en la calle, y que en ella durmió con un tipo que nunca le faltó el respeto. Que luego le concedieron una plaza en un albergue, donde en principio tenía que permanecer solo dos semanas, pero que acabó pasando más de un año en ese hostal. Estebana explica que durante todo ese tiempo solo podía comer en un restaurante pakistaní y que el estómago se le redujo a cero, porque no estaba acostumbrada a esa cocina. Que en diciembre de 2020 por fin la trasladaron a un piso en Vilassar de Mar, pero que ahí vivían otras siete personas, y que se produjo un brote de coronavirus del que solo ella notificó a los sanitarios, algo que generó un conflicto en la vivienda y la llevó a tener que marcharse. Estebana explica que dejó de ser Estebana.

Sobre el jardín, que es verde oscuro, hermoso, se levanta la Llar Impuls. El edificio es de dos pisos y cuenta con un vestíbulo, dos salones, una cocina, una despensa, tres neveras, armarios, una terraza superior, baños, lavadoras, unas cuantas habitaciones que se abren y se cierran con su propia llave. Aquí, en esta casa que funciona como espacio de acogida desde julio de 2020 (antes era una residencia de estudiantes) y que gestiona Assís, una entidad dedicada a garantizar los derechos y ofrecer recursos a las personas sin techo, residen actualmente seis mujeres.

Todas ellas se quedaron sin vivienda a raíz de la crisis de la covid. «Son mujeres que nunca se habían encontrado en una situación como esta; tal vez estaban en una situación de precariedad sostenida, o de exclusión residencial severa, pero no se habían visto antes directamente en la calle», concreta Elena Sala, responsable del programa Mujeres con Hogar de Assís. «Te lo puedes imaginar: entraron muy frágiles». La Llar Impuls solo es uno de los muchos puntos de acción de una asociación que también coordina un centro de día y una veintena de pisos de inclusión por los que pasan usuarios con toda clase de problemáticas. Acaba de inaugurar un nuevo local, la Llar Violeta, también en Barcelona, con capacidad para 26 inquilinos. Un centro que sí que presentará una necesaria particularidad. Como en el caso de Impuls, solo acogerá a personas del género femenino que no dispongan de un hogar.

Una mujer sin techo es una mujer invisible. Una víctima de un problema que no se ve porque no se mira. Ese desconocimiento general viene precedido por varios factores. En primer lugar, porque cuantitativamente son una minoría: en el caso de la capital catalana nunca han excedido el 15% del total de personas en situación de calle. En segundo lugar, porque el fenómeno nunca se ha abordado desde las instituciones específicamente.

«La invisibilidad existe porque el sinhogarismo siempre se ha analizado desde la perspectiva mayoritaria, como si los únicos afectados fueran hombres», razona Sala. Hasta hace algunos años, ni siquiera había literatura científica sobre el tema. Un absoluto desierto. «No se han empezado a abrir servicios públicos concretos para ellas hasta el pasado octubre», comenta Sala, que añade que todo es tan reciente que ni siquiera los aspectos más básicos los tenían cubiertos. Una mujer llegaba a un centro de acogida y no tenía acceso a una compresa, porque no había. Una mujer llegaba a un centro de acogida y solo podía ducharse en el mismo sitio que decenas de hombres, porque los espacios de higiene eran compartidos.

Otro factor que provoca esa ignorancia es que las formas de sinhogarismo que padecen las mujeres no se manifiestan de un modo tan evidente en la vida pública, sino que ocurren muchas veces de puertas para dentro. Porque, como aseguran los expertos, el sinhogarismo no es un estado, es un proceso. «Estamos hablando de mujeres que viven en viviendas inseguras, inadecuadas. Mujeres que intercambian servicios a cambio de un techo. O que sostienen relaciones muy tóxicas para no quedarse sin nada. Eso es el sinhogarismo oculto».

En general, son ellas las que llegan más tarde a la calle. Y las que acostumbran a estar menos tiempo en ella. Según Sala, eso se explica por dos motivos: «Tendemos a cultivar más nuestras redes sociales, con lo que surgen más opciones en momentos difíciles, y nos adaptamos mejor a la precariedad y estamos dispuestas a aguantar situaciones límite antes que perder el hogar». Una resistencia que, aún así, define un hecho dramático: hay menos mujeres en la calle, pero las que finalmente llegan ahí lo hacen en peores condiciones que los hombres, tras haber sufrido mucho, con la salud mental, física y relacional más deteriorada.

Estabana se gira desde el patio y dirige una mirada calma, reposada, al interior de la estancia.

– Yo le agarré amor a esta casa.

Ella también vivió aquí durante unos meses, cuando tuvo que abandonar el domicilio de Vilassar. Ahora ya no, pero regresa siempre que se presenta la oportunidad.

– Yo era como la líder. La que organizaba, la que programaba… Me volví como la mamá de todas, pero porque sentía que tenía que dar lo mejor.

Hoy Estebana comparte un piso en L’Hospitalet con un chica marroquí. Más espacio, más autonomía, más intimidad. Otro paso hacia adelante. Pero cuando vuelve a la Llar Impuls, siente como si tuviera otra vez los pies en la casilla de salida, preparada para remontar. «Lo considero esa piedra que tú pisas para pasar al otro lado», dice. Entre estas paredes, con la ayuda de los equipos de acompañamiento de Assís, se estabilizó, retomó la vida doméstica, volvió a cocinar para ella misma, se formó como sociosanitaria. Comenzó a recuperar la confianza perdida. A encontrarse.

«Más que un piso, acá me ofrecieron una mano. Me decían: No pasa nada, Estebana. Y yo solo con escuchar eso ya iba fortaleciéndome. Cada funcionario me ha ayudado. Hasta el de la puerta, cuando me daba los buenos días». También encontró a un grupo de compañeras que estaban pasando por lo mismo que ella, con las que aprendió a convivir, a repartirse las tareas de la casa, a cuidarse, a salir adelante. «Construimos una hermanad», recuerda orgullosa.

«Aquí no solo las ayudamos cubriendo sus necesidades, también trabajamos mucho en su recuperación emocional, en intentar que vuelvan a sentirse tranquilas y seguras», apunta Sala. «Recuperar el control sobre la propia vidaes terapéutico. Ya implica un cambio, un primer salto». Sin embargo, dejan que sean ellas las que marquen los ritmos del proceso. «No les obligamos a hablar con nadie hasta que no quieran. Si les pides una y otra vez que cuenten su historia, puede parecer que les estés diciendo: Justifícame por qué te tenemos que darte ese bocadillo. Eso es revictimizarlas. Hay que tener en cuenta, además, que suelen ser personas que han vivido situaciones muy fuertes».

Una mujer sin techo es una mujer superviviente. Gran parte de las que alguna vez se han quedado sin hogar han sido víctimas de algún tipo de violencia. Hace unos meses Assís realizó una encuesta de perfil entre las personas que atiende y obtuvo datos contundentes. El 82% de las mujeres consultadas reconocieron haber sido víctimas de violencia física, psicológica o sexual en algún momento de sus vidas. El 64% víctima de violencia de género en el ámbito de la pareja y el 32% víctima de violencia sexual. También un 64% declaró haber sufrido violencia mientras dormía en la calle, un riesgo al que están mucho más expuestas que los hombres. El Observatorio Hatento de Delitos de Odio también confirma esa realidad: el 45% de las personas sin techo manifiestan haber sido víctimas de violencia motivada por la aporofobia; si solo contamos a las mujeres, esa cifra se eleva al 60%.

«La seguridad, tanto para los hombres como para las mujeres, es un valor fundamental. Pero en el caso de las mujeres es especialmente relevante, porque es un derecho vulnerado desde hace mucho tiempo», comenta Sala. Por eso es tan necesario que encuentren sitios como la Llar Impuls. Un espacio privado, un sitio en el que puedan dejar de sentirse en constante peligro. «Esto al final tiene consecuencias para cualquiera», continúa la educadora social. «Son mujeres que viven con la escopeta cargada todo el día. Cuando llegan aquí, después de procesos tan largos, de haber pasado tanto miedo, de haber picado tantas puertas, son terriblemente desconfiadas. Porque son mujeres que se han presentado como sin techo frente a los diferentes recursos, y nunca han sido identificadas como tales. Es un tema que se ha abordado desde la pobreza, se ha abordado desde la inserción laboral, se ha abordado desde muchos puntos… Pero nunca desde la exclusión residencial».

La pandemia también ha provocado que cambie el perfil de las mujeres que acuden a los centros pidiendo ayuda. Hasta ahora, lo más común era que fueran personas de más edad, por esa inclinación a resistir y aguantar lo que se pueda antes de quedar desamparadas del todo. Pero cada vez las entidades se encuentran con personas más jóvenes. «No es que la crisis de la covid haya generado eso, sino que ha acelerado los procesos y los ha visibilizado», reflexiona Sala. Actualmente, tres de las residentes de la Llar Impuls tienen menos de 25 años.

Estebana guarda el pañuelo en el bolsillo del abrigo, se levanta y lleva la cafetera y las tazas a la cocina. La entrevista ha acabado. Ahora es el turno de las fotografías, pero no puede demorarse mucho, porque luego tiene que marcharse al trabajo. Sí, al trabajo. Después de acabar las prácticas del curso en una residencia y de que la contrataran durante un tiempo, hoy forma parte del equipo de Assís: será auxiliar de noche en el nuevo centro que la entidad abre dentro de una semana. La mujer sin techo, la mujer invisible, da un nuevo paso hacia delante.

– Me siento grande. Otra vez grande.

«El cambio ya ha empezado. De aquí a unos años nos va a resultar impensable que una mujer que estaba en la calle tuviera que ir a un albergue con un 95% de hombres, que tuviera que ducharse en el mismo espacio que ellos, o que fuera a un centro de acogida y hubiera cuchillas de afeitar pero no compresas. Ojalá nos parezca aberrante, porque querrá decir que hemos avanzado», concluye Sala.


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