martes, 13 de febrero de 2018

El hombre del pasamontañas



Por Leonardo Sciascia

En junio de 1977 se presentó en la Vicaría de la Solidaridad de Santiago de Chile un joven que quería, dijo, hacer una confesión: y quería que fuese grabada, como testimonio para el futuro. La Vicaría de la Solidaridad fue creada por el arzobispo para socorrer a las víctimas del golpe de Estado y a sus familias: mal tolerada, pues, por la Junta de Gobierno. La sospecha de que aquel hombre fuese el instrumento de una provocación era más que legítima. Fue por consiguiente rechazado. Se volvió a presentar y fue de nuevo rechazado. Cuando volvió por tercera vez, quizás considerando que un verdadero provocador no habría insistido tan desesperadamente, se aceptó grabar su confesión. Tuvo así identidad –nombre, historia y, muy poco después, destino– la más espantosa figura de los días del golpe de Estado y de la represión: parecía una evocación de los tiempos de la Inquisición: atroz alucinación, atroz símbolo. El hombre del rostro oculto, el hombre del pasamontañas. Aquel que sin decir una palabra, solo con el gesto de la mano, escogía de entre los prisioneros hacinados en el estadio nacional al que mandar a la tortura y a la muerte. Uno de los liberados recuerda: «El siniestro personaje, escoltado por militares, pasaba revista a millares de prisioneros. A pesar de su estatura insignificante, su ropa nueva y cursi y su paso inseguro, el hombre del pasamontañas se imponía a todos como una fantasmagórica presencia e imponía en los graderíos un silencio lleno de pánico… Nosotros lo mirábamos con ansiedad… Algunos volvían la cabeza para no ser identificados o trataban de escabullirse hacia los retretes. Cualquiera de nosotros podía encontrarse ante el índice del hombre del pasamontañas: en una tensión que llegaba al paroxismo, encontraba expresión el drama de un pueblo prisionero frente a la tortura y la traición. Esta delación nos daba una especie de vértigo. ¿Se trataba de un traidor o de uno que siempre había sido enemigo nuestro? ¿De qué partido era, de qué condición social había salido, cómo había logrado estar entre nosotros sin que lo descubriéramos? El hombre se acercaba, se detenía, continuaba la búsqueda: a veces volvía atrás para reconocer mejor a alguno. Sus ojos, aquellas oquedades orladas de negro del pasamontañas, se cruzaban con miradas aterrorizadas, miradas interrogantes, miradas intrépidas. Él caminaba lentamente y lentamente escogía las víctimas: bastaba un gesto de su mano…»

Bastaba un gesto de su mano –o al menos así lo había creído, como lo habían creído los prisioneros hacinados en el Estadio Nacional– para dar tortura y muerte; y helo aquí ahora, ya sin aquel poder, intentando ponerse, miserable, innoblemente, de parte de las víctimas: delante de una grabadora y, presumiblemente, delante de un cura.

«Me llamo Juan René Muñoz Alarcón, carnet de identidad 4824557/9. Tengo treinta y dos años, estoy casado y vivo en el 331 de la calle Sargento Menadier, en Puente Alto, Población Malpo. Soy un ex dirigente del Partido Socialista, ex miembro del comité central de la Juventud Socialista, ex dirigente nacional de la CUT (Central Única de Trabajadores). Pertenecí a la confederación de trabajadores del cobre… El hombre del pasamontañas del Estadio Nacional soy yo». Así comienza la confesión. Pero cae súbitamente en la reticencia en cuanto a las razones que lo habían decidido a dejar el Partido Socialista, cuatro o cinco meses antes del golpe de Estado militar: «no estaba de acuerdo en ciertas cosas»; y, sin más, es ambiguo al hablar de las persecuciones de que fue objeto por parte del Partido Socialista. Dice: «quemaron mi casa, he perdido a mi familia». Si lo entendemos literalmente, parece que su familia (mujer y seis hijos) murió en el incendio de la casa. Pero poco antes ha dicho que era casado y no viudo: da la sensación de que hablaba figurada, metafóricamente, de una ruina económica que ocasionó la disgregación familiar (en Sicilia, por ejemplo, la expresión «bruciare la casa», quemar la casa, quiere decir también ruina económica: no es infrecuente el sobrenombre de «ardicasa», quemacasa, a quien por excesiva prodigalidad destruye la propia familia). Y, por otra parte, si de verdad hubiese vivido tanta tragedia –la casa quemada, la familia muerta–, se habría detenido en contarla con más detalles y más obsesivamente.

Estadio Nacional de Santiago

Aceptamos que sus ex-compañeros lo persiguieron; pero no es creíble que la persecución se desencadenara por no estar de acuerdo sobre «ciertas cosas» y por su alejamiento del partido. En cambio, es posible que hubieran sospechado o hubieran descubierto que era confidente de la derecha o lo hubieran acusado –acaso injustamente– de alguna irregularidad o malversación. Sea como fuere, de la persecución encontró protección en la derecha. «Hombres de derechas», dice «me escondieron y alimentaron». Y tenía que pagar sus deudas. Pero las pagó con alegría, poco después del pronunciamiento. Una alegría no apagada del todo en el momento de la confesión: «No fueron pocas las personas que reconocí. Y de las muchas que ya están muertas, yo soy el responsable de su muerte, por el solo hecho de haberlas reconocido». Y sería aventurado, quizás incluso injusto. descubrir en esta frase un no sé qué de agrado, de satisfacción, si en el contexto de la confesión otros detalles no nos hubieran hecho pensar que Muñoz Alarcón no había hecho una verdadera y sincera confesión, sino una vez más un gesto de venganza: como ayer contra sus ex-compañeros, hoy contra sus ex-protectores. Una confesión implica un radical arrepentimiento, una radical repugnancia hacia las acciones cometidas, hacia el pasado, hacia uno mismo en el pasado: y Muñoz Alarcón no ve en aquel pasado más que incidentes, hechos que fortuitamente se rebelan para turbar su carrera de delator. Es, en suma, un «arrepentido» tal y como hoy en Italia se acostumbra a llamar al que rompe una criminal solidaridad y da nombres de cómplices y jefes. Pero vayamos por orden.

A sus protectores, convertidos en amos, no les bastó con que desarrollara una funesta tarea en el estadio nacional: «Me mandaron después salir por las calles, con patrullas de militares, a fin de reconocer personas. Desgraciadamente, me encontré con Miguel Plaza. Gracias a mí, él está vivo aún: no quise reconocerlo. Pero, por desgracia, ellos tenían una fotografía en la que él y yo estábamos juntos…» Desgraciadamente, por desgracia: sin aquel incidente, si por lo menos le hubieran perdonado el único pecado de haber querido dejar vivo a su amigo Miguel Plaza, no estaría ahora Muñoz Alarcón en la Vicaría acusando a la Junta Militar. Pero no se lo perdonaron: «por el hecho de haber mentido, me tuvieron durante tres meses en prisión, tratándome como a los otros detenidos: es decir, no tuvieron en cuenta que ya no pertenecía al Partido (socialista) y que no estaba mezclado en nada». En nada, es decir, que no era de los vencidos, torturados, asesinados.

Lo liberaron a condición de que volviese a colaborar. Aceptó. Lo condujeron a Colonia Dignidad, donde había un eficientísimo centro de adiestramiento, dirigido por alemanes, para la policía digamos política: todo lo moderno que pueda imaginarse, incluidas cárceles subterráneas. Y aquí Muñoz Alarcón cae en una significativa confusión: hablando de los alemanes instructores, los llama hebreos refugiados en Chile durante la guerra. Sin duda debido a ignorancia; pero es una confusión en la que da simbólica proyección de sí mismo, perseguidor y perseguido, verdugo y víctima.

En Colonia Dignidad le enseñaron cómo interrogar a los prisioneros, así como el arte de infiltrarse en los grupos clandestinos contrarios al régimen. Solo que Muñoz Alarcón no pudo poner en práctica este arte: «Desgraciadamente… No, quiero decir: afortunadamente, esto no podía hacerlo… Todos sabían que había dejado el Partido». Por primera vez se percata de que un hombre verdaderamente arrepentido no puede llamar desgracia a lo que le ha llevado al arrepentimiento, a la confesión. «Más tarde», continúa, «me asignaron la tarea de dar caza a personas, interrogarlas, torturarlas, asesinarlas». Tarea que cumplió, hay que creerlo, con suficientes escrúpulos: sin desgraciados incidentes como el de no reconocer al amigo y sin suscitar desconfianza en sus amos, si bien por tres veces entró y salió de la Vicaría. Si lo hubieran vigilado, no habría sobrevivido a la primera visita. Así como no sobrevivió a la tercera. Si en un momento determinado tuvo revelación de la propia miseria, de la propia culpa, de la necesidad de confesarlas y expiarlas, puede que lo advirtieran sus víctimas, pero en absoluto sus amos.

La confesión continúa con precisas y detalladas acusaciones a las cinco policías secretas del régimen, a sus jefes. Revela la técnica mediante la cual resultan expatriadas, huidas hacia el exilio, personas que por el contrario han sido asesinadas en las cárceles (agentes de policía realizan viajes al extranjero con los documentos de los muertos, vuelven a Chile con los propios). Describe, en resumen, todo el aparato y el funcionamiento de un sistema en el que de la tortura se pasa, irremediablemente, a la abyección o a la muerte. «Quiero», dice en un momento, «que quede claro esto: allí dentro todos, sin excepción, colaboran»; y cuenta el caso de uno de la Juventud Comunista, del comité central, que reveló un buen número de cosas y nombres: «pero hay que decir que fue espantosa y salvajemente torturado».

En cuanto a sí mismo, no ve salvación: se considera muerto y la muerte puede venirle tanto de sus ex-compañeros como del régimen. Seguramente más por parte del régimen: porque, si sus ex-compañeros solo consumarían una venganza, el régimen tiene todo el interés de silenciar un testigo que no pide nada, que no quiere nada, que quiere tan solo asumir «la responsabilidad de lo que ha hecho y afrontar, cuando llegue el momento, las consecuencias». Pero aquel momento, que quizás creía cercano, ni él lo vio ni nosotros lo entrevemos todavía. El 24 de octubre, cuatro meses después de la confesión, el cadáver de Muñoz Alarcón fue hallado en La Florida, en las afueras de la capital. Había recibido diecisiete puñaladas.

La grabación de la confesión, mandada por la Vicaría a la magistratura, dio lugar –según los diarios de Pinochet– a una investigación que duró seis meses en Colonia Dignidad. Una investigación tan larga terminó, naturalmente, en un no ha lugar.

Pero lo que de este caso, de esta confesión, más nos impresiona, no es la complejidad del personaje ni la gravedad de las revelaciones: es la imagen del hombre del pasamontañas en su feroz, tremenda gratuidad. Porque el hecho es éste: así como sangrientamente gratuita, sangrientamente inútil, fue la sublevación militar –el gobierno Allende habría inevitablemente caído algunos meses después–, así también fue atrozmente gratuita, atrozmente inútil, la aparición del hombre del pasamontañas en el estadio de Santiago, en las calles. Gratuita pero atroz. Inútil pero atroz. Basta pensar un momento en ello: los hombres que se encontraban hacinados en el estadio habían sido arrestados en sus casas, conocidos por sus nombres, sus cargos, por lo que habían hecho o por lo que se temía que pudieran hacer. ¿Había necesidad de que alguien los reconociese, los señalase? Y del mismo modo los hombres en las calles: tanto es así que apenas finge Muñoz Alarcón equivocarse en uno, no reconocerlo, cae de inmediato un duro castigo sobre él. ¿Entonces?

Entonces, he aquí el hecho más espantoso, más inhumano que la cárcel, la tortura, el fusilamiento: se ha querido, con el hombre del pasamontañas, crear una indeleble, obsesiva imagen del terror. El terror de la delación sin rostro, de la traición sin nombre. Se ha querido deliberadamente y con macabra sabiduría evocar el fantasma de la Inquisición, de toda inquisición, de la eterna y cada día más refinada inquisición.

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