domingo, 9 de enero de 2011
Dilma llega al poder en nombre de una generación
Por Eric Nepumuceno*
Dilma Rousseff, 63 años recién cumplidos, economista, divorciada, madre de una hija y abuela de un nieto, ex secretaria provincial, ex ministra del gobierno de Lula, es la primera mujer en llegar a la presidencia. Nacida en Minas Gerais, hija de padre búlgaro, un exiliado que antes de instalarse en Brasil pasó por Argentina, y madre mineira, vino de una familia de clase media alta. Y si a su antecesor y mentor Luiz Inácio Lula da Silva le encantaba disparar cada día la frase-clave “nunca antes en la histo-ria de este país” (muchas veces sin razón), a ella le toca el derecho de realzar todo lo que significa que una mujer haya obtenido los votos de 55.732.748 brasileños.
Ahora sí: nunca antes en la historia de este país había ocurrido nada igual. Y es que más que ser la primera mujer, Dilma Rousseff es también la primera militante de una organización armada que enfrentó la dictadura militar, y la primera ex presa política, y la primera ex torturada, pasó a gobernar al más poblado país latinoamericano. Ya hubo mujeres gobernadoras, senadoras, diputadas, ministras. Ya hubo ex militantes que se opusieron a la dictadura y pasaron por cárceles y cámaras de tortura en los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) y de Lula da Silva (2003-2010). Pero tener a una presidenta que reúne todas esas características, que tanto marcaron a generaciones de brasileños, es algo inédito. Y, de alguna manera, o de muchas, tiene significado relevante en un país que tan mal trata su memoria, escudándose siempre en subterfugios y temores para no recuperar la verdadera historia de la dictadura y sus desmanes.
Entre enero de 1970 y diciembre de 1972 Dilma fue presa política. Tenía 22 años cuando cayó. Fue bárbara y salvajemente torturada. Jamás ocultó su trayectoria, pero tampoco mencionó sus cicatrices, excepto en las pocas veces en que fue desafiada. En esas veces contestó con dignidad, como cuando un senador derechista le preguntó, en una sesión del Congreso, si ella, que había mentido en la cárcel, también mentiría en el Senado. “En la tortura, señor senador –contestó Dilma–, muchas veces mentir significa salvar la vida de un compañero. Yo he sido brutalmente torturada, y mentí todo lo que pude.”
Como homenaje a su lucha –que fue también la de los brasileños que vivieron aquellos tiempos sombríos y se opusieron a la dictadura en la forma que fuese–, las once primeras invitaciones oficiales para las solemnidades de posesión de Dilma Rousseff han sido dirigidas a sus ex compañeras de celda. Entre los dos mil invitados a las ceremonias están decenas de ex militantes. Nunca antes en la historia de este país aquella generación que soñó tocar el cielo con las manos llegó, tan plenamente, a enfrentarse con la responsabilidad efectiva de gobernar a un Brasil que ciertamente es y será muy distinto al de sus sueños de entonces.
Sobre los hombros de Dilma pesan todos esos simbolismos con sus significados profundos, pero pesan también desafíos de gran envergadura. Sucede a un presidente extraordinariamente carismático, dueño de una popularidad sin parámetros, que le cambió la cara al país. Son desafíos específicos, y a ellos se suman otros: hay fuertes nubarrones en el escenario de la economía global, Brasil gastó en 2010 más de lo que sería sensato, serán necesarios ajustes impopulares. Las pugnas internas en la alianza de gobierno podrán provocar serias dificultades en la relación Poder Ejecutivo-Congreso. Las circunstancias la llevaron a armar un gabinete desigual, en gran parte heredado a contragusto del gobierno de Lula. No será gran sorpresa si ya en su primer año de gobierno Dilma decide cambiar ministros.
El consistente crecimiento de la economía en 2010 (7,6 por ciento) no se repetirá en 2011, pero será igualmente significativo (las previsiones apuntan hacia un crecimiento de 4,5 por ciento). Esa herencia benéfica contribuirá para que los niveles de desempleo se mantengan bajos y para que los programas sociales de su antecesor sean ampliados y profundizados. Si no dispone del carisma o del brillo de tribuno de Lula, Dilma cuenta con amplia y sólida experiencia como gestora pública. Ya no habrá aquel humor irresistible, la formidable capacidad de improviso, la increíble intuición política. Dilma es una persona más cerrada, más determinada, que detesta ser desacatada, con una capacidad de exigencia que llega a asustar.
Hace cuatro décadas hizo parte de una generación que no temió sacrificarse en una lucha desigual contra una dictadura feroz, que duró 29 años (1964-1985) y costó mucha sangre y mucho dolor. Ahora, aquella generación realmente llega al poder. Y llega no por de las armas, pero sí gracias a un vendaval de democracia.
En las urnas, Dilma obtuvo poco más de 56 por ciento de los votos. Un porcentaje mayor de brasileños –64 por ciento– declara estar optimista con su llegada al gobierno.
* Escritor y periodista.
Dilma Rousseff, 63 años recién cumplidos, economista, divorciada, madre de una hija y abuela de un nieto, ex secretaria provincial, ex ministra del gobierno de Lula, es la primera mujer en llegar a la presidencia. Nacida en Minas Gerais, hija de padre búlgaro, un exiliado que antes de instalarse en Brasil pasó por Argentina, y madre mineira, vino de una familia de clase media alta. Y si a su antecesor y mentor Luiz Inácio Lula da Silva le encantaba disparar cada día la frase-clave “nunca antes en la histo-ria de este país” (muchas veces sin razón), a ella le toca el derecho de realzar todo lo que significa que una mujer haya obtenido los votos de 55.732.748 brasileños.
Ahora sí: nunca antes en la historia de este país había ocurrido nada igual. Y es que más que ser la primera mujer, Dilma Rousseff es también la primera militante de una organización armada que enfrentó la dictadura militar, y la primera ex presa política, y la primera ex torturada, pasó a gobernar al más poblado país latinoamericano. Ya hubo mujeres gobernadoras, senadoras, diputadas, ministras. Ya hubo ex militantes que se opusieron a la dictadura y pasaron por cárceles y cámaras de tortura en los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) y de Lula da Silva (2003-2010). Pero tener a una presidenta que reúne todas esas características, que tanto marcaron a generaciones de brasileños, es algo inédito. Y, de alguna manera, o de muchas, tiene significado relevante en un país que tan mal trata su memoria, escudándose siempre en subterfugios y temores para no recuperar la verdadera historia de la dictadura y sus desmanes.
Entre enero de 1970 y diciembre de 1972 Dilma fue presa política. Tenía 22 años cuando cayó. Fue bárbara y salvajemente torturada. Jamás ocultó su trayectoria, pero tampoco mencionó sus cicatrices, excepto en las pocas veces en que fue desafiada. En esas veces contestó con dignidad, como cuando un senador derechista le preguntó, en una sesión del Congreso, si ella, que había mentido en la cárcel, también mentiría en el Senado. “En la tortura, señor senador –contestó Dilma–, muchas veces mentir significa salvar la vida de un compañero. Yo he sido brutalmente torturada, y mentí todo lo que pude.”
Como homenaje a su lucha –que fue también la de los brasileños que vivieron aquellos tiempos sombríos y se opusieron a la dictadura en la forma que fuese–, las once primeras invitaciones oficiales para las solemnidades de posesión de Dilma Rousseff han sido dirigidas a sus ex compañeras de celda. Entre los dos mil invitados a las ceremonias están decenas de ex militantes. Nunca antes en la historia de este país aquella generación que soñó tocar el cielo con las manos llegó, tan plenamente, a enfrentarse con la responsabilidad efectiva de gobernar a un Brasil que ciertamente es y será muy distinto al de sus sueños de entonces.
Sobre los hombros de Dilma pesan todos esos simbolismos con sus significados profundos, pero pesan también desafíos de gran envergadura. Sucede a un presidente extraordinariamente carismático, dueño de una popularidad sin parámetros, que le cambió la cara al país. Son desafíos específicos, y a ellos se suman otros: hay fuertes nubarrones en el escenario de la economía global, Brasil gastó en 2010 más de lo que sería sensato, serán necesarios ajustes impopulares. Las pugnas internas en la alianza de gobierno podrán provocar serias dificultades en la relación Poder Ejecutivo-Congreso. Las circunstancias la llevaron a armar un gabinete desigual, en gran parte heredado a contragusto del gobierno de Lula. No será gran sorpresa si ya en su primer año de gobierno Dilma decide cambiar ministros.
El consistente crecimiento de la economía en 2010 (7,6 por ciento) no se repetirá en 2011, pero será igualmente significativo (las previsiones apuntan hacia un crecimiento de 4,5 por ciento). Esa herencia benéfica contribuirá para que los niveles de desempleo se mantengan bajos y para que los programas sociales de su antecesor sean ampliados y profundizados. Si no dispone del carisma o del brillo de tribuno de Lula, Dilma cuenta con amplia y sólida experiencia como gestora pública. Ya no habrá aquel humor irresistible, la formidable capacidad de improviso, la increíble intuición política. Dilma es una persona más cerrada, más determinada, que detesta ser desacatada, con una capacidad de exigencia que llega a asustar.
Hace cuatro décadas hizo parte de una generación que no temió sacrificarse en una lucha desigual contra una dictadura feroz, que duró 29 años (1964-1985) y costó mucha sangre y mucho dolor. Ahora, aquella generación realmente llega al poder. Y llega no por de las armas, pero sí gracias a un vendaval de democracia.
En las urnas, Dilma obtuvo poco más de 56 por ciento de los votos. Un porcentaje mayor de brasileños –64 por ciento– declara estar optimista con su llegada al gobierno.
* Escritor y periodista.
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