La Calle de Córdoba XXIRebelión
Por Francisco Muñoz Gutiérrez
La doctrina económica liberal, o neoliberal, lejos de ser un mundo aparte, desligado e independiente del resto de las manifestaciones políticas, sociales y culturales del ciudadano moderno, constituye el fundamento más determinante de su identidad. El mismo concepto de persona es la clave ideológica, institucional, científica, religiosa, jurídica y económica que atraviesa la esencia del mundo moderno diferenciándolo de cualquier periodo anterior de la historia.
Nunca antes individuo y persona han sido la misma cosa constituyendo, a su vez, la estructura universal de sentido, o lo que es lo mismo, el único principio universal efectivo, por encima, incluso, de las fuerzas de la naturaleza. No obstante, se trata de un principio que, como las monedas, tiene dos caras situando la modernidad en la era del doble lenguaje, el del ser «único» y el del no ser nada «en común».
Es en la República de Weimar donde se procede con mayor intensidad a la desacreditación del proyecto ilustrado, y a partir de ahí, la racionalidad va evolucionando al concepto de un acto de fe con la escisión ontológica del ser en dos mundos irreconciliables. En uno de ellos impera la racionalidad conforme al valor, y en el otro impera la racionalidad instrumental conforme a medios e instrumentos para el logro de los fines. En pleno siglo XXI no existe la racionalidad del todo común, ni en el derecho, ni en la política, ni, mucho menos, en la economía.
En la modernidad los vínculos y las relaciones de unos individuos con otros se conciben, y definen, en términos de libertad, igualdad y propiedad. En el espíritu del progreso no hay sociedad, sólo hay individuos, tal y como proclamó a los cuatro vientos la Dama de Hierro en 1987. Los liberales insisten en que el individuo está muy por encima de la colectividad y, con el paso del tiempo, los neoliberales postulan, de hecho, que también del planeta. El doble lenguaje consolida así la gran escisión entre lo real y lo ideal. El orden de la modernidad es «el ser» que emerge del «deber ser», que en todo caso impone la autoridad.
El liberalismo yoista, el mercado patológico y el concepto de propiedad
En este paradigma de pensamiento, hoy en crisis, libertad, igualdad y propiedad constituyen complejos requisitos básicos del concepto de «mercado», siendo que la libertad solo se alcanza como consecuencia de la autonomía. Es decir, con la emergencia del «yoismo» a través de la destrucción de los lazos comunales.
Autónomo es quien únicamente se debe a su propia voluntad, deseo y capacidad individual. En el liberalismo «el yoismo» se constituye como la principal patología política, social y económica de la modernidad impulsada por la ficción negacionista de los lazos y vínculos realmente existentes entre los seres humanos. No hay vínculos, solo intercambio de utilidades. Consecuentemente una familia liberal es toda una contradicción en sus propios términos.
Asimismo, la paradoja de la igualdad se configura dentro de la gramática del doble lenguaje como una ficción romántica que da cobertura a la incertidumbre que subyace en la inequidad de la desigualdad real. La igualdad es a su vez una esperanza y un miedo, pues en la modernidad, la igualdad entre individuos resulta imposible fuera del concepto de estatus. Iguales son aquellas personas que tienen igual estatus medido en términos de patrimonio y capital disponible.
Finalmente, la modernidad liberal no posee concepto más fundamental que el concepto de propiedad. Un concepto tan simple como lo instituyó Napoleón en su código de 1804 donde en su art. 544 no solo eleva la propiedad a la categoría de derecho individual y sagrado, sino que además lo define como pura expresión del deseo personal de acumulación de utilidades. Es decir, la modernidad sacraliza el estatus individual disolviendo el estatus de la comunidad hasta su mínima expresión.
Nunca antes en la historia de la humanidad se había sacralizado tanto un derecho individual. Sin embargo, con la idea jurídica de la propiedad se convertía al Estado en el principal garante de los intereses privados frente a los intereses de la comunidad. De esta forma se «transitaron» las fortunas feudales a la modernidad capitalista. Y en la modernidad del siglo XXI el flujo de riqueza también transita a los paraísos fiscales.
El hiperrealismo de los tres tantos: ¡Tanto tienes, tantos vales y tanto puedes!
Pero la modernidad no se consolida hasta que en el siglo XVIII los ingleses inventaron el concepto moderno de «mercado» adaptando la doctrina de la centralidad que tenía el viejo Sol en las cosmologías antiguas para hacer del intercambio mecánico el primer principio de la termodinámica social de Adam Smith con «el capital» como su gran forma de energía.
Poco antes holandeses e ingleses habían creado ya el primer motor del capital –la Sociedad Anónima– en su versión primitiva de las Compañías de Indias. Pero es con el desarrollo del nuevo concepto de «mercado» que «el capital» va adquiriendo el protagonismo de condición material para alcanzar el estatus de «persona». Hasta entonces la riqueza era el atributo divino de los señores feudales.
Sin embargo, no es hasta la explosión del imperialismo colonial y su brutal desposesión de los territorios que las desmesuradas riquezas del pillaje ultramarino no empezaron a fluir por la Europa de los gremios artesanos y la burguesía abriendo la moral pública al principio hiperrealista de los tres tantos: ¡Tanto tienes, tantos vales y tanto puedes! Paradójicamente el tsunami de las riquezas desmesuradas que invadió Europa como consecuencia de la expansión colonial no solo destruyó los mercados de abastecimiento medievales, y minó el discurso moral y religioso de la sagrada familia, sino que sentó las bases fácticas del liberalismo yoista que tomaría protagonismo en el conflicto social desde el siglo XIX.
La idea de progreso se configura sobre el mito del individuo idealmente superior, e inteligente, que se lucra vendiendo utilidades al resto de los humanos. Solo importa que el humano con estatus tenga el sentimiento de progreso por acumulación sin límite. El motor de los tres tantos –¡Tanto tienes, tantos vales y tanto puedes! – impulsa en la modernidad los avances científicos, como una de las mayores consecuencias del individualismo liberal. Nace así el positivismo epistemológico, donde los resultados se convierten en el principal vector del progreso. El fin justifica los medios, primer principio de la racionalidad instrumental.
El yoismo como principio jurídico–económico, y la paradoja de la libertad sumisa
Sin vínculos sociales, no hay justicia, solo normas, sanciones y formas, totalmente separadas del magma fluido del conjunto social. Un magma que ya se encuentra separado en dos lóbulos: los individuos públicos por un lado y los privados, por otro. Nace así el embeleco creado por Hans Kelsen en 1935 del positivismo jurídico, que lejos de resolver el serio problema de la interpretación de las normas, lo magnifica dando pie a la muerte de lo real en un cuerpo social donde solo existen individuos yoistas. En la actual sociedad liberal la realidad deja de existir pues solo existen versiones individuales carentes de toda entidad jurídica.
Consecuentemente si no existe la sociedad, tampoco es posible ninguna construcción social de la realidad. Esto supone que la comprensión social de la realidad –es decir, la comprensión compartida que emerge del código moral y el sentido común, o la sustancia consciente y racional de la vida en común–, queda bloqueada en favor del difuso y autoritario imperio de la «Ley». O lo que es lo mismo, en favor del mandato autoritario del investido del poder. Paradójicamente la doctrina liberal es también la mayor expresión de la doctrina de la sumisión, tanto por la vía del derecho, como por la vía de la doctrina económica.
De esa anulación emergen, pues, las distintas versiones individuales de la realidad, que todas se conciben, en la modernidad, como fuente de conflicto en la mecánica de los intercambios entre individuos. Los conflictos que antes se registraban en la esfera de los poderes feudales, se suceden ahora sin pausa desde los estatus más bajos hasta los más altos alcanzando incluso el delirante resultado de dos guerras mundiales. La hostilidad histriónica se imbrica en el ADN del yoismo emergiendo a la epidermis bajo el mito de la competitividad entre los individuos libres y autónomos.
Sin embargo, en los ámbitos estatales las defectuosas versiones unilaterales de las realidades individuales constituyen la adaptación secularizada del viejo síndrome de «la vida en pecado» que emerge del caldo religioso. Tensión que se resuelve mediante la tutela jurisdiccional institucionalizada por unos individuos privilegiados que detentan en exclusiva el poder de la determinación de lo real. En realidad, ellos actúan como los sumos sacerdotes de la gran parroquia estatal. Es por ello que, desde el punto de vista de la historia de las ideas, cristiandad y Estado, cuando no se complementan, se solapan.
No obstante, los jueces se justifican en la conveniente interpretación de la mayor abstracción, y más potente creación instrumental, de la modernidad, la denominada «Ley». Siendo la «Ley» la manifestación de la voluntad de las personas con mayor «estatus» en la no–sociedad de individuos. O lo que es lo mismo, el Estado moderno. Así, un Estado sin ley es tan inconcebible como el cristianismo sin Biblia, y ambos dos son también reflejo de una misma realidad mística.
La era del doble lenguaje de los zombis sin alma y la futura racionalidad algorítmica
La era del doble lenguaje nace en Francia el 18 de brumario del año VIII –9 de noviembre de 1799–, momento en el que los conceptos de estatus y poder se convierten en las dos dimensiones básicas de las relaciones sociales. La vieja cultura de los vínculos sociales comunitarios empieza a degradarse hacia la cultura de los vínculos instrumentales de la riqueza para finalmente desaparecer en el siglo XXI bajo un utilitarismo psicopatologizado de la experiencia yoista, el consumo.
La modernidad liberal ha creado la paradoja de un mundo ficticio institucionalizado donde todo individuo necesita de jueces para que le definan lo real, de psicólogos para entenderse a sí mismos y de comercios para reconocerse en el abastecimiento del vacío de su propia identidad. O lo que es lo mismo, reconocerse en su propia necesidad o deseo. Sin potencial crítico el progreso en el siglo XXI empieza a definirse, a mayor perplejidad, como el éxtasis de la inteligencia artificial para un mundo de zombis sin alma teledirigidos por algoritmos diseñados desde la cúpula de la jerarquía del estatus. Los jueces han sido desbancados de su función de sacerdotes de la realidad. Su futuro es decadente, y en el horizonte se perfila ya el imperio de las grandes corporaciones empresariales que evolucionan ya de la racionalidad instrumental a la racionalidad algorítmica mediante sofisticados algoritmos que ordenan datos y fines para la toma fulminante de las decisiones relevantes del sistema, en décimas de segundo.
El liberalismo de las soledades y el ordeño sistémico de las riquezas privadas
En este estado de cosas el agujero de ozono y el cambio climático quizás sean problemas menores en comparación con la dimensión del problema social y político que se perfila delante de todos con total claridad, el problema de la impotencia individual y la soledad compartida por la gran masa de individuos vacíos. La pregunta clave en el siglo XXI es, sin duda, ¿Qué es un vínculo social? y cómo se restauran los vínculos sociales en la actual situación de individualismo yoidificado y liberalismo hegemónico
Sin vínculos sociales no hay emancipación posible, ni lógica de lo común. Se ha visto claramente con el COVID y los emocionales aplausos en los balcones que, al día siguiente pasan al olvido, mientras en Madrid no cesa el derribo de lo público, incluso en la sanidad. Sin vínculos sociales tampoco hay lenguaje, comunicar por whatsapp no es hablar y sin lenguaje no hay pensamiento, ni entendimiento. La lección es clara, en el individualismo yoidificado la nueva racionalidad se conforma con la ley del estatus en su vertiente popular del sálvese quien pueda dentro de una multi-realidad plagada de aristas y pliegues, altamente amenazante e insegura para los de abajo, incierta para los del medio y exorbitante para los de arriba.
Sin valor social la izquierda no es viable ignorando la centralidad de la defensa y restauración de los vínculos sociales. No es cuestión de solidaridad liberal –es decir limosna– tal y como razona Escrivá en el diseño del IMV. Es cuestión de vínculo social, es decir cooperación. Ni siquiera Keynes es ya posible en la no–sociedad liberal actual donde los avances del capitalismo tecnológico hacen de la masa de individuos yoistas el mejor rebaño jamás conocido para el ordeño sistémico de sus riquezas privadas.
Derecho y economía dirigen la dinámica relacional entre individuos orientándolos en la defensa de la autonomía, no en la formación del vínculo común, algo que fácilmente se aprecia en las relaciones amorosas donde le viejo concepto romántico del «amor» adquiere en la modernidad la forma de contrato. Contrato donde el reconocimiento mutuo es siempre incierto, y la elección de pareja se torna compleja y extraña con la proliferación de los mercados on line del amor y una circulación cínica de cuerpos y psiques.
Lo mismo pasa con la idea de «elección» tan central en la modernidad por su íntima relación con la idea de libertad, y tan recluida en la esfera de los tres tantos, ¡Tanto tienes, tantos vales y tanto puedes! Sin embargo, la gran paradoja de la libertad electoral ilustra el hecho de que millones de electores votando reiteradamente durante decenas de años años no han conseguido cambios estructurales significativos a lo largo del siglo XX y lo que va del siglo XXI. La gran cuestión del siglo XXI es responder a la pregunta ¿Por qué?