miércoles, 29 de noviembre de 2017

El desmembramiento



Por John Feffer *

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

La verdadera desintegración de Estados Unidos

Introducción de Tom Engelhardt

Dejemos de pensar este país como la única superpotencia o la nación indispensable de la Tierra y empecemos a imaginarlo como el gran fracturador, el excepcional destrozador, el indispensable fragmentador. Sus guerras del siglo XXI están empezando a regresar a casa a gran escala –cuando digo ‘casa’ no hablo de un país en particular (aunque también es verdad) sino de todo el planeta–. Aunque casi en solitario, Estados Unidos es de momento, el más excepcional destructor del medio en el que vivimos todos, y su actual presidente no solo es el comandante en jefe, sino el mayor destrozador de este nuestro mundo. 

Precisamente esta semana*, por ejemplo, ese destrozo estuvo en los titulares de los medios. Después de todo, la “capital” del Daesh, la ciudad de Raqqa, fue liberada. ¡Ganamos! Estados Unidos y las fuerzas que este respalda en Siria finalmente resultaron victoriosas y el brutal Daesh (una organización destructora nacida en una prisión militar estadounidense en Iraq) fue por fin expulsado (o casi) de esa ciudad, Y ¡sí!, según algunos testimonios, la antigua ciudad que albergaba a unas 300.000 personas está abandonada; casi no queda un edificio intacto. Se dice que en estos últimos meses, entre la campaña de bombardeo estadounidense a Raqqa y el apoyo de artillería que la acompañó, han muerto unos 1.000 civiles, e importantes sectores de la ciudad están en ruinas (según algunas estimaciones, la reconstrucción de la ciudad podría durar años). Y Raqqa no es más que la última ciudad de Oriente Medio que prácticamente ha sido hecha añicos. 

Dado que la desintegración del planeta es el tema de hoy en TomDispatch, ¿qué me decís de las últimas elecciones en Austria, disputadas y ganadas por los “populistas” de extrema derecha apoyándose en los sentimientos contra los refugiados y la islamofobia? ¿Cuál es el origen exacto de esos sentimientos? Sabéis muy bien que la guerra de EEUU contra el terror y la muy promocionada “guerra de precisión” (bombas inteligentes y demás), continúan despedazando vastos territorios del globo desde Afganistán a Libia y más allá. En el Gran Oriente Medio y África, decenas de millones de personas, entre ellas muchísimos niños, han sido desarraigados y desplazados, sus casas destruidas, y sus ciudades y pueblos devastados, haciendo que los supervivientes –refugiados– huyan atravesando fronteras nacionales en números que no se veían desde que una importante porción del planeta fuera arrasada durante la Segunda Guerra Mundial. De este modo, la guerra estadounidense contra el terror –que dura ya 16 años– ha sido un auténtico impulso para el terror, y lo es por el tipo de resentimiento y pavor que hoy está resquebrajando una Europa hasta hace poco unida (y en Estados Unidos ayudó a elegir... bueno, ya sabéis a quién). 

Y esto es apenas una rápida mirada al prácticamente ignorado papel de Estados Unidos en la fragmentación de este planeta. ¡Y ni siquiera me he asomado para echar una ojeada a nuestro presidente y el cambio climático! 

Casualmente, quien me ayudó a conocer la naturaleza de esta resquebrajada casa nuestra fue John Feffer, colaborador habitual de TomDispatch. A principios de 2015, empezó a escribir para este sitio web lo que acabaría siendo su notable novela distópica Splinterlands (Tierras fragmentadas). En ella, Feffer imaginaba cómo sería nuestro desintegrado planeta en 2050, y la hacia tan vívidamente que desde entonces esta visión suya no me ha abandonado; evidentemente, tampoco a él, ya que hoy reflexiona sobre la rapidez con que está produciéndose ese proceso de fragmentación, no precisamente en el reino de la ficción sino en la vida real.

--ooOoo--

Donald Trump y el cuarto gran desmembramiento

Cuando en 1991, el historiador Arthur Schlessinger (h.) publicó su éxito editorial The Disuniting of America (La desunión de Estados Unidos) no se propuso considerar el peor escenario sugerido por título. En ese momento, la Unión Soviética y Yugoslavia estaban derrumbándose; al mismo tiempo, también se producían los movimientos secesionistas de Quebec, Timor Oriental, el País Vasco (en España), y en otros sitios había quienes pedían a gritos su propio estado. Pero tratándose de Estados Unidos, las preocupaciones de Schlessinger estaban sobre todo enfocadas en el mucho más reducido campo de batalla del entorno universitario estadounidense y lo que él veía como una amenaza del multiculturalismo al mítico “crisol”. Pese a que él trató seriamente esa tempestad en un vaso de agua, el peor futuro que Schlessinger fue capaz de imaginar era lo que él llamó la “tribalización de la vida estadounidense”. No contempló el real desmembramiento del país.

Hoy, las polémicas sobre el discurso del odio y las políticas de género siguen irritando los campus universitarios de EEUU. Sin embargo, es probable que ahora mismo sean los conflictos menos importantes del país si consideramos la evidencia casi cotidiana de presiones desintegradoras de todo tipo: manifestaciones de supremacistas blancos, tiroteos masivos y asesinatos policiales, además del actual desmantelamiento del gobierno federal, por no hablar de la forma en que algunas ciudades y estados están desafiando las disposiciones de Washington sobre inmigración, medioambiente y cuidado de la salud. El lema de la nación de e pluribus unum (de muchos, uno) está en serio peligro de ser puesto del revés.

Un país que no ha tenido una guerra civil en más de 50 años, en el que los movimientos secesionistas de Texas a Vermont han provocado más risa que preocupación, se enfrenta ahora con desacuerdos tan serios y un arsenal de armas en manos de civiles de tal magnitud que la posibilidad de desintegración nacional ha empezado a formar parte de la conversación de la corriente dominante. Sin dudas, después de las elecciones de 2016, el predecir una segunda guerra civil en Estados Unidos –una auténtica guerra, sangrienta y sin cuartel– se ha puesto de moda entre algunos periodistas, historiadores y expertos en relaciones internacionales de todo el espectro político.

Sobre todo después de los sucesos de Charlottesville, la izquierda está convencida de que el presidente Trump y sus extremistas aliados están tratando de empujar al sector del republicanismo llamado “alt-right”** hacia la violencia contra una amplia franja de opositores de la administración. La derecha está convencida de que –particularmente después de que el congresista republicano por Louisiana fuese tiroteado– la extrema izquierda está armada para la revuelta al lado de los “asesinos y violadores mexicanos”. El columnista de Foreing PolicyThomas Ricks ha estado tomando la temperatura de algunos analistas de seguridad nacional en relación con la probabilidad de una guerra civil en el futuro. En marzo, sus respuestas promediaban un 35 por ciento de posibilidades –desde entonces, ese promedio ha estado creciendo–. Un indicio de los tiempos que corren: la novela American War (La guerra estadounidense), de Omar El Akkad, que relata una segunda guerra civil, ha sido muy reseñada y se vende bien, aunque todavía no está claro si sus lectores la toman como una advertencia o como un manual de instrucciones.

Seguro, la mayoría de los estadounidenses todavía no forma parte de facciones irreconciliables. Pero si el lector piensa en la transformación de Yugoslavia, que en solo dos breves años a partir de 1989 pasó de lugar de vacaciones a ser un sitio donde se asesinaba, es fácil imaginar la forma en que algún demagogo, con sus militantes seguidores, podría utilizar la pasión de una minoría en este país para neutralizar los sentimientos de la mayoría. Todo esto sugiere por qué la “matanza estadounidense” invocada por Trump en su discurso de toma de posesión podría resultar una profecía que lleva consigo su propia consumación.

Por supuesto, no se trata solo de Donald Trump. Hablando en términos globales, el novel presidente estadounidense es más bien un síntoma que una causa. Desde su púlpito de intimidación, Trump hace todo lo posible para que Estados Unidos sea el líder de la irritabilidad; así, Estados Unidos solo está poniéndose al nivel del resto del mundo.

Sin embargo, cuando se trata de demagogos y divisionistas, él tiene bastantes competidores: en Europa, en Oriente Medio; decididamente, en todo nuestro fragmentado planeta.

La proliferación de la división

El reciente referéndum sobre la independencia en Cataluña es un recordatorio de un solo golpe, si oportuno, puede hacer pedazos cualquier país unitario de Europa como si solo fuera una piñata mal hecha. La verdad es que no está claro cuántos catalanes quieren realmente independizarse de España. Quienes participaron en el referéndum optaron abrumadoramente por la secesión, pero solo el 42 por ciento de los votantes se tomó la molestia de registrar su preferencia. Por otra parte, el anuncio del traslado de 531 empresas con sede en Cataluña a otras partes de España es aleccionador en relación con las posibles consecuencias económicas de la separación. No obstante, el pulso puede resolverse a pesar de que es poco probable que desparezcan los sentimientos separatistas en Cataluña, sobre todo después de los torpes intentos del gobierno español de impedir la votación o la expresión de los votantes.

Ese separatismo es potencialmente contagioso. Después de que los británicos apoyaran por un escaso margen la salida de la Unión Europea (UE) –el Brexit– en un referéndum realizado en 2016, los escoceses empezaron otra vez a hablar de independencia, es decir, separarse de sus primos del sur pero sin abandonar la UE. El dilema de los catalanes es distinto. Una declaración de independencia inmediatamente amputaría el nuevo país de la Unión Europea, aunque esa movida pudiera extender la fiebre independentista a otros grupos españoles, particularmente los vascos.

Los ingleses y los catalanes han asestado algo parecido a un prolongado golpe ‘uno-dos’ a la UE, que hasta hace poco tiempo estaba en continua expansión: en 1957, los países miembros eran seis; hoy son 28. La pérdida de Gran Bretaña y Cataluña hubiera significado decir adiós a más de un quinto de esa organización económica (según guarismos de 2016, el Reino Unido contribuye con 2,7 billones de euros y Cataluña con 223.000 millones de euros al Producto Bruto de la UE: 14,8 billones de euros). Económicamente, esto equivale a quitar California y Florida de Estados Unidos.

La pregunta es si acaso las votaciones de británicos y catalanas son la culminación de una minitendencia o el comienzo del fin. A pesar de que en realidad el Brexit suscitó la popularidad de la Unión Europea entre los países miembros (entre ellos, Inglaterra), Bruselas continúa siendo objeto de cierta resistencia de esos países en cuestiones como la inmigración, los rescates financieros y el proceso de toma de decisiones.

Algunos movimientos euro-escépticos como Alternative für Deutschland –de Alemania– y el Freedom Party –de Austria–, se encuentran con un éxito de crecimiento y apoyo de votantes, incluso en países que ven con simpatía a Europa. En el futuro de ese continente se vislumbran un posible ‘Chexit’ en tanto un multimillonario de derechas se convierte en el primer ministro de la República Checa y aspira a crear un gobierno de coalición con un socio vehementemente contrario a la inmigración y a Europa; un ‘Nexit’, si el euro-escéptico Geert Wilders consigue ampliar aún más su base política en los Países Bajos; e incluso un ‘Italexit’ a partir de que los votantes italianos han sido sacudidos por el “efecto Brexit”, y un 57 por ciento de ellos está ahora a favor de un referéndum sobre la membresía europeísta.

Algunos actores de fuera también han estado trabajando intensamente. Al Kremlin de Putin le entusiasma una UE más débil, si eso sirviera para que sus vecinos más cercanos –Ucrania y Georgia– dejaran de inclinarse hacia Occidente. Del mismo modo, Donald Trump ha abrazado el euro-escepticismo apostando así a difundir en Europa lo que el importante ex asesor Steve Bannon llama “deconstrucción del Estado administrativo”.

Quienes podrían gozar el escalofrío que produce la alegría por el mal ajeno –en este caso, los males de Europa– llevan años sin ocuparse del problema y ahora están pagando las consecuencias. Muchos gobiernos europeos apoyan los conflictos bélicos –iniciados por Estados Unidos– en Afganistán, Iraq, Libia y Siria que han despedazado el Gran Oriente Medio y exportado a centenares de miles de refugiados a la UE. Esto ha tenido un resultado decisivo: el sentimiento contra el inmigrante y la islamofobia han estimulado a los partidos “populistas” de extrema derecha de toda Europa. Mientras tanto, el continente corre el riesgo de ser destrozado; una repercusión de los acontecimientos que tienen lugar en los países de donde provienen los refugiados. Pensemos en ello como si fuese la guerra contra el terror transpuesta a una clave diferente.

Este paralelismo puede verse en una forma particularmente dolorosa en el referéndum por la independencia de Kurdistán que se realizó pocos días antes de la votación catalana. Iraq ha estado al borde de la desintegración desde el momento mismo que Estados Unidos lo invadiera en 2001 y depusiera al tiránico –aunque unificador– jefe de Estado Saddam Hussein. Las propuestas de dividir el país en tres regiones autónomas gobernadas por kurdos, sunníes y chiíes empezaron a circular en Washington en los años que siguieron a la invasión; posiblemente, la más conocida de ellas sea la del por entonces senador Joe Biden, el llamado “plan suave de partición”.

Los kurdos convirtieron la propuesta de Biden en una realidad creando su propia región autónoma en el norte de Iraq. En estos momentos, después de un referéndum que consiguió un extraordinario apoyo (una participación de más del 70 por ciento), los kurdos –con sus formaciones peshmergas– están tratando de oficializar el divorcio. Las fuerzas armadas iraquíes se han puesto en movimiento para impedirlo; ahora, los dos ejércitos adiestrados y armados por Estados Unidos se enfrentan en esa explosiva región.

Del mismo modo, turcos e iraníes observan estas acciones secesionistas con bastante preocupación a la luz de los movimientos autonomistas kurdos en sus respectivos países. Siria también; a pesar de las recientes victorias del gobierno –respaldado por Rusia– en Damasco, continúa dividida por el estado de facto kurdo de Rojava en el norte. Y no son solo los kurdos. Libia está en medio de una guerra civil. En el devastado Yemen, sigue habiendo varios conflictos, todos ellos agravados por la intervención de una brutal campaña de bombardeo aéreo patrocinada por Arabia Saudí y otros países del golfo Pérsico con la ayuda de Washington. Por su parte, Arabia Saudí y Bahrein se enfrentan a importantes desafíos chiíes en la frontera común.

Asimismo, en otros lugares del mundo, el rasgo sobresaliente no es la integridad: todo se hace trizas. Alrededor de Rusia, unos conflictos congelados –Ucrania y Georgia– han paralizado a países que de no ser por eso quizás habrían apostado por unirse a la UE o la OTAN. En China, hay movimientos separatistas que arden a fuego lento en Xinjiang y Tibet. En Myanmar, la limpieza étnica de los rohinyás no es más que uno de los problemas de fragmentación existentes allí. Los movimientos secesionistas en Camerún y Nigeria están cobrando impulso. En Brasil, tres estados del sur se preparan para separarse del resto del país. En las islas Filipinas la insurgencia terrorista musulmana en el sureño Mindanao se apoderó de una ciudad importante y la retuvo durante meses y meses.

En el pasado, la secesión tenía que ver con la creación nuevos –y más pequeños– países. En estos momentos, sin embargo, la oleada de divisiones quizá no tenga la finalidad de descomponer un país en unidades más pequeñas.

Tres grandes desmembramientos

El nacionalismo es un fenómeno relativamente reciente. Por ejemplo, antes de la consolidación de la nación francesa en el siglo XIX, los habitantes del país se veían a sí mismos como bretones, provenzales, parisinos y así por el estilo. Al contrario de diversos mitos fundacionales, la nación no existe desde tiempos inmemoriales. Debe ser traída a la existencia, y por alguna razón.

El siglo XIX fue testigo del primer gran desmembramiento en la medida que el pueblo convirtió en un arma el novedoso concepto de “nación” y las nociones que la acompañan de solidaridad étnica y soberanía popular en su lucha contra los imperios. Las revoluciones de 1825 en Grecia y Rusia, la “primavera de las naciones” en toda Europa en 1848, la posterior unificación de Alemania y de Italia; todas ellas fueron golpes contra los imperios gobernados por los Habsburgo, los Romanov y los sultanes otomanos.

Después, la Primera Guerra Mundial le dio la puntilla a todos esos debilitados imperios en medio de una enorme conflagración. Cuando acabó la guerra, un Oriente Medio compuesto de heterogéneos estados-nacién y un nuevo conjunto de países independientes en los Balcanes surgieron de la desaparición del imperio otomano. La Rusia imperial, quedó brevemente fragmentada en docenas de pequeños países hasta que la Unión Soviética volvió a reunirlos por la fuerza. La casa de los Habsburgo se vino abajo y los países de la Europa Central –Polonia, Checoslovaquia y Hungría– echaron a andar desde debajo de los escombros.

El segundo gran desmembramiento, que se extendió durante buena parte del siglo XX, se dio en coincidencia con el derrumbamiento de los imperios coloniales. Todas las lejanas colonias británicas, francesas, holandesas, italianas, portuguesas y alemanas declararon su independencia, y surgió un nuevo mapa mundial de estados-nación en África, Asia y, en menor medida, en América latina, donde buena parte de la descolonización se había producido un siglo antes.

El final de la Guerra Fría y el derrumbe del comunismo en Europa a principios de los noventa precipitaron el tercer gran desmembramiento. Desaparecida súbitamente la subordinación de las prioridades nacionales a las grandes estructuras ideológicas, los países de la Europa Oriental votaron su abandono del bloque soviético. La Unión Soviética, Checoslovaquia y Yugoslavia se vinieron abajo con distintos grados de violencia y sufrimiento; como consecuencia de ello, Naciones Unidas tuvo 20 nuevos integrantes. Más lejos, Eritrea, Timor Oriental y Sudán del Sur estuvieron en condiciones de asegurar su independencia, debido en parte a a que el fin de la Guerra Fría significó que la comunidad internacional pudo permitirse un ejercicio más libre de la autodeterminación (durante los cerca de 50 años de la Guerra Fría, Bangladesh fue el único país nuevo acogido en el seno de Naciones Unidas).

La caída de dos imperios, el fin del colonialismo y el final de la Guerra Fría destrozaron y rehicieron tres veces el mapa del mundo. Ciertamente, es posible argumentar que la fracturación en curso hoy en día no es más que una continuación de aquellas tres transformaciones. La Guerra Fría requería la unidad de Europa (y la unidad de cada uno de sus componentes), por lo que solo en la época posterior a la Guerra Fría los catalanes y los escoceses podían explorar la posibilidad de independizarse con alguna esperanza de éxito. El surgimiento del Kurdistán ha sido posible gracias a la desaparición de las arbitrarias fronteras en Oriente Medio trazadas en el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial, etcétera.

El cambio histórico nunca afectará al mundo de un modo uniforme. Esta es una realidad muy concreta de la que los nocoreanos, quienes viven todavía en un país semifeudal –supuestamente comunista– y ferozmente nacionalista, pueden atestiguar.

El cuarto gran desmembramiento

Aun así, es indudable que los acontecimientos más recientes no parecen ser un cuarto gran desmembramiento sino uno que se inscribe en una categoría completamente nueva. Las actuales divisiones en Estados Unidos no tienen nada que ver con los imperios ni con el colonialismo; incluso tampoco con la Guerra Fría. Las discusiones sobre la viabilidad de la UE se centran en las obligaciones que los europeos tienen unos con otros y con quienes llegan como refugiados escapando de lejanos conflictos bélicos. Las fuerzas que amenazan desgarrar a estados-naciones de todas partes sugieren que esta unidad primaria del sistema internacional quizás esté acercándose a su fecha de caducidad.

Por ejemplo, pensemos en el impacto de la globalización económica. La expansión del comercio, de las inversiones y de la actividad corporativa mantenida durante mucho tiempo ha tenido la consecuencia de unir a las naciones –en organizaciones como la OPEP, comunidades comerciales como la Unión Europea o instituciones supranacionales como el Fondo Monetario Internacional–. En los setenta del pasado siglo, sin embargo, la globalización económica estaba corroyendo el privilegio exclusivo propio del estado-nación de controlar el comercio o la moneda o poner en marcha políticas de regulación del medioambiente, la salud, la seguridad y el trabajo.

Al mismo tiempo, sobre todo en países industrializados como Reino Unido y Estados Unidos, la desigualdad en los ingresos crecía espectacularmente. En estos momentos, la brecha de riqueza en Estados Unidos ha empeorado más que en Iraq o en las islas Filipinas. Según la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OECD, por sus siglas en inglés), entre los principales países industrializados, la distancia entre el 10 por ciento más rico de la población y el 10 por ciento más pobre se ha ensanchado ostensiblemente.

Incluso entre países en los que la desigualdad ha disminuido como consecuencia de las políticas gubernamentales de redistribución de ingresos, ha crecido la percepción de que la globalización favorece a los ricos y no a los pobres. Menos de la mitad de los franceses participantes en la encuesta YouGov de 2016 creían que la globalización era beneficiosa, incluso a pesar de que desde los setenta la diferencia en los ingresos estaba disminuyendo en su país. Una vez reducidas las tensiones entre países y fortalecidos los estados-naciones, la globalización económica enfrenta a las poblaciones, tanto dentro de cada país como entre unos y otros.

Nuevas formas de globalización han tenido consecuencias similares. Las redes sociales Facebook y Twitter, por ejemplo, han conectado a las personas de una forma sin precedentes y les ha proporcionado herramientas para movilizarse contra una variedad de males sociales: dictadores, policías que disparan a la menor provocación y acosadores sexuales. Pero la otra cara de la posibilidad de organizar acciones en grupos de afinidad digital es el modo en que esas plataformas ‘balcanizan’ a sus usuarios, no tanto a partir de lo étnico sino de una perspectiva política. Informaciones u opiniones que desafían la visón del mundo que uno tiene y que alguna vez aparecían en los periódicos u ocasionalmente en los noticiosos de la tarde por la TV consiguen ser eliminadas en las noticias que circulan por Facebook o Twitter. La limpieza étnica por decreto ha sido en buena parte superada por la limpieza ideológica por consenso. ¿Qué sentido tiene elaborar los compromisos necesarios para que funcione un estado-nación diferente cuando puedes separarte efectivamente de la sociedad y quedarte en la atmósfera hogareña de tu comunidad virtual?

Dado el impacto polarizados de la globalización económica y tecnológica, no debe sorprender que la política de centro haya o bien desaparecido –o por la debilidad de la izquierda– o bien se haya indinado aún más hacia la derecha. Donald Trump es la expresión suprema de esta apabullante pérdida de fe en los políticos de centro, que además son baluartes del centro institucional y de los medios de la corriente dominante.

Por cierto, dado que en las últimas tres décadas esos personajes e instituciones promueven una economía de desigualdad y una política internacional basada en la guerra, la huida del centro es entendible. Lo novedoso, sin embargo, es la forma en que Trump y otros populistas de derecha han propagado esta insatisfacción, que habitualmente podría haber dado lugar a una nueva izquierda, provocar lo que podría llamarse las tres iras: a la inmigración, a la ampliación de los derechos civiles y a la implementación de programas de ayuda a la clase media. Alimentado por una repugnancia por el centro, Trump no solo está interesado en debilitar a sus adversarios políticos y a los enemigos de Estados Unidos. Promovido durante décadas por la extrema derecha, su proyecto es doble: destruir el gobierno federal y, al mismo tiempo, la comunidad internacional.

Es por eso que el cuarto gran desmembramiento es diferente. En el pasado, los pueblos se oponían a los imperios, las potencias coloniales y las exigencias ideológicas de la Guerra Fría uniéndose en unos estados-nación más compactos. Todavía estaban dispuestos a sacrificarse en defensa de sus compatriotas desconocidos –para distribuir el impuesto a la renta o cumplir normas y regulaciones–, bien que solo en una magnitud modesta.

El nacionalismo no ha desaparecido. Quienes quieren conservar un país unitario (España) como también quienes desean separarse de ese estado (los catalanes) apelan a análogos sentimientos nacionalistas. Pero en estos momentos, la mismísima noción de accionar solidariamente con la gente en una unidad territorial gobernada por un Estado está pasando de moda rápidamente. Los ciudadanos huyen de los impuestos, del multiculturalismo, de la educación pública e incluso de las garantías que proporcionan los derechos humanos universales. El cuarto gran desmembramiento parece estar afectando a los propios vínculos que dan forma al estado-nación –a todos ellos–, no importa su tamaño.

El futuro de la distopía

En 2015, antes de la votación por el Brexit y antes de que Donald Trump apareciera como el candidato favorito en las elecciones primarias de Partido Republicano, publiqué un ‘ensayo’ enTomDispatch; en él, un geopaleontólogo (una profesión de mi creación) observaba la fragmentación de la comunidad internacional en el pasado; la mirada retrospectiva se hacía desde el año 2050.

“El movimiento que empezó a destacarse en 2015 abogaba por un giro histórico hacia dentro: la construcción de muros, el reforzamiento de la homogeneidad y la exaltación de las virtudes exclusivamente nacionales”, señalaba él con la ventaja de una historia que yo no había vivido todavía. “La fracturación de la llamada comunidad internacional no sucedió a partir de una quiebra importante. Antes bien, avanzó en forma muy parecida al agrietamiento del hielo Ártico como consecuencia del calentamiento global, dejando tras de sí innumerables témpanos de moderadas proporciones.”

Más tarde, esa nota se convirtió en mi novela distópica Splinterlands (Tierras fragmentadas), que describe más detalladamente cómo imagino yo la forma en que el ensanchamiento de esas líneas de fractura se transformaban en micro-políticas, y solo las más pequeñas unidades comunitarias eran capaces de sobrellevar la tormenta global (incluyendo, por supuesto, la del cambio climático). Se supone que las novelas distópicas son advertencias, sin embargo permítame que le asegure lo siguiente: es raro que los novelistas distópicos deseen que sus predicciones se hagan realidad. Horrorizado, yo he observada cómo las palabras escritas en Splinterlands parecían saltar de sus páginas para caer dentro del mundo de 2017.

Yo no soy Casandra. No creo que este cuarto gran desmembramiento sea inevitable. En buena parte, los imperios, el colonialismo y la Guerra Fría son cosas del pasado. No obstante la fracturación de la hasta hoy indivisible unidad de la comunidad mundial –el estado-nación– todavía podríamos pararla.

En estos días, la defensa del Estado no esta muy bien vista en Estados Unidos. Incluso antes de que Trump asumiera la presidencia, el Estado de este país estaba ampliando sustancialmente sus actividades de vigilancia, su capacidad para librar guerras y –entre otros nefastos desarrollos– sus políticas punitivas dirigidas a los pobres. Por lo tanto, no sorprende que las promesas de Trump de deconstruir el gobierno federal tocara tan fuerte la fibra sensible de los votantes, incluso entre los de izquierda.

Pero la alternativa el Estado actual no tendría por qué ser la ausencia del Estado. La verdadera alternativa es un Estado diferente, uno que sea más democrático y menos agresivo. Aun con su violencia institucional y sus defectos burocráticos, el Estado sigue siendo la mejor apuesta que tenemos para proteger el medioambiente, tejer una red de seguridad para todos y brindar una igualdad de oportunidades educativas a todo el mundo, por no hablar de la aptitud de unirse con otros estados-nación para resolver algunos problemas globales como el cambio climático y las pandemias.

El rey Luis XIV de Francia dijo la famosa frase “L’État, c’est moi” (El Estado soy yo). Hoy en día, gracias a los primeros tres desmembramientos, en todo el mundo el Estado ya no es Luis XIV ni una administración colonial ni una indiscutible superpotencia. El Estado somos –o al menos deberíamos ser– nosotros. Si en un cuarto gran desmembramiento perdemos el Estado, perderemos también una parte importante de nosotros mismos: nuestra propia humanidad.

* El original en inglés de esta nota fue publicado el 24 de octubre de 2017. (N. del T.)

** Para una descripción (en inglés) de esta organización republicana de extrema derecha, véase https://en.wikipedia.org/wiki/Alt-right. (N. del T.)

John Feffer es autor de la novela distópica Splinterlands (publicada recientemente por Dispatch Books y Haymarket Books); Publishers Weekly dice de ella: “... se trata de una advertencia escalofriante, seria e intuitiva”. Es director de Política Exterior en el Instituto de Estudios Políticos y colaborador habitual de TomDispatch.

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