martes, 30 de noviembre de 2010
Libertad, naciones y justicia social: dos siglos de reuniones y contradicciones
La Ventana
Por Fernando Martínez Heredia *
No estamos conmemorando unas fechas, sino un proceso desarrollado de 1791 a 1824, un tercio de siglo en el que cambió a fondo la relación externa de nuestro continente, y en diferentes medidas las relaciones sociales y políticas internas. Fue la más temprana descolonización regional ocurrida en el mundo. Lo determinante en este proceso fueron revoluciones violentas en la mayor parte de los casos de la América española, aunque en Centroamérica y en Brasil la independencia consistió en actos no violentos promovidos desde arriba. Hubo crisis en las metrópolis y en sus colonias, sin duda, pero solo porque hubo revoluciones pudo producirse la gran transformación.
En el principio fue la Revolución haitiana. Es una tremenda injusticia histórica la celebración generalizada del Bicentenario alrededor de estas fechas actuales. En 1991 no se le hizo caso al Bicentenario haitiano, cuando todavía se oían ecos de los doscientos años de la Revolución Francesa y se hacía una gran algarabía alrededor de los quinientos años del inicio del colonialismo en América, disfrazado bajo el nombre mentiroso de “encuentro de culturas”. Los que estamos aquí, y los que son como nosotros, incluimos siempre la Revolución haitiana e insistimos en esa elemental reparación histórica, pero estamos muy lejos de ser mayoría o tener suficiente influencia para lograr al menos que los escolares estudien esa revolución, y para que se celebre el aniversario de la batalla de Vertieres.
La nación, como la entendemos hoy, era una idea incipiente cuando sucedió la independencia en América. Si en Europa era una novedad, en América pudo encontrar espacio precisamente por las necesidades de autoidentificación que tenían los que se levantaban contra un orden colonial que, además de su poder material y la inercia de lo establecido, tenía muchos medios espirituales a su favor. Los insurgentes y los nuevos políticos tuvieron que aprender a organizar poderes propios, confiar en ellos y hacerlos permanentes, y aprender a nombrar ese nuevo mundo que iban creando. Durante sus luchas, los negros y mulatos haitianos se llamaron a sí mismos “indígenas”. El apelativo “americanos” fue el más expresivo de la existencia de una nueva identidad; además, fue el más utilizado por los revolucionarios radicales.
¿Qué carácter tuvieron aquellas revoluciones? La independencia nacional fue la constante. Aunque no necesariamente fue el punto de partida de cada una, resultó el punto de llegada en todos los casos. Hubo revoluciones sociales en diferentes lugares durante el proceso, más o menos victoriosas, inconclusas, parciales o derrotadas. El continente había sido sometido a una prolongada subordinación colonial, violentados, oprimidos y explotados sin límites sus pueblos, sus culturas y su medio natural, aumentada y transformada la población con enormes contingentes de africanos y europeos, gran parte de ellos traídos como esclavos.
América fue una región indispensable para la acumulación capitalista europea. Desde las complejas sociedades de dominación resultantes de la larga época colonial fue que cada país enfrentó la ruptura del orden colonial y la formación de los Estados independientes.
A mi juicio, la gran lección de hace dos siglos es que solamente la violencia revolucionaria pudo ser eficaz para conseguir que individuos y grupos sociales se representaran negar y trascender su situación de colonizados o su condición servil y actuar en consecuencia, ser muy subversivos en sus prácticas, sacrificarse, persistir durante las circunstancias más difíciles, organizarse militar y políticamente, superar hasta donde fue necesario las divisiones en castas que tenían y las ideas y sentimientos correspondientes, cambiarse o reeducarse a sí mismos en buena medida, crear nuevas instituciones y relaciones, vencer a sus enemigos e instituir países que se reconocieran y apreciaran como tales y masas de personas que fueran o aspiraran a ser sus ciudadanos.
Aunque no fue ese el curso de los acontecimientos en todas partes, ni los eventos afectaron a todo el territorio y las poblaciones, la revolución le dio el tono general a la independencia en el continente, y a la época. Moderados, aprovechados y conservadores americanos tuvieron que adoptar los símbolos de la epopeya, incluso los que querían mediatizarla y controlarla.
Sin duda, esa tradición es un aspecto de enorme importancia en la acumulación cultural latinoamericana y caribeña actual. Pero si examinamos aquel proceso histórico cabría preguntarse: ¿la independencia de qué, para quiénes, con cuáles participantes y beneficiarios? Las formas en que se inspiraron mutuamente las luchas por la independencia nacional y por la justicia social, las uniones, coordinaciones o contradicciones entre ellas en el interior del campo de los independentistas y entre ellos y la masa del pueblo de sus países, fueron el contenido de la historia real.
Después se fueron integrando y consolidando versiones que se convirtieron en la historia nacional, como parte de un complejo cultural que respondía, en todo lo esencial, a la dominación de clase, al Estado y a las representaciones sociales correspondientes. Igual que las economías locales, los idiomas, las comunidades, las diversidades sociales y humanas, la historia fue cristalizada en un molde nacional. No es posible reducir ese molde a los arbitrios de los dominantes ni a actos premeditados, pero lo cierto es que excluyó lo que fuera realmente peligroso para la dominación.
Las historias nacionales de nuestros países constituyen negaciones del colonialismo, que no admite que los colonizados tengan historia, pero no significan el fin de las colonizaciones, que persisten en las instituciones, las mentes, los sentimientos y la vida espiritual. Hasta hoy siguen presentes. Las zonas de silencio, las multitudes sin voz, las selecciones tendenciosas de hechos, procesos y personalidades, las distorsiones y las falsedades, han formado parte hasta hoy de las historias nacionales en nuestra región.
Necesitamos liberar el pasado, para que podamos reconocernos mejor, o reconocernos realmente, para conocer las fuerzas y las debilidades, los enemigos y los caminos, las experiencias y los saberes del propio pueblo, lo que se ha vivido en el largo camino, y por consiguiente los elementos fundamentales para entender el presente, sus rasgos principales, sus tendencias y potencialidades. Es decir, para guiar nuestras acciones y nuestros proyectos.
La libertad como ideal general tuvo una enorme relevancia, pero su asunción por amplios sectores fue más concretado que lo que era en su matriz europea -aunque esta había recibido un impulso decisivo con la Revolución francesa-, y tuvo diferencias muy notables respecto a ella. Señalo solo tres diferencias.
La libertad política, sin renunciar a implantar libertades individuales, tenía otro centro más colectivo, al encarnar la libertad de un país respecto a la metrópoli, al ser un anhelo de la gente del país frente a un enemigo extranjero. La libertad personal resultaba un problema fundamental de justicia social, más que de banderas políticas, para la mayoría de los trabajadores y demás individuos sometidos a la esclavitud y a desigualdades de castas. La clase dominante criolla no podía enarbolar la libertad personal y las libertades individuales como una bandera revolucionaria, porque en gran parte estaba ligada o vivía del trabajo de los esclavos y de prestaciones serviles, y eso exigía que los oprimidos no gozaran de libertad personal, o de igualdad formal y ciudadanía plena.
La historia de la independencia americana está llena de contradicciones en el seno de los grupos sociales, de tensiones y enfrentamientos, de próceres y movimientos que rompen con fundamentos del orden vigente al abolir la esclavitud y de repúblicas que después la mantienen, de militancias decididas por razones sociales y no por el lugar de nacimiento, de respetos y camaraderías imposibles en la vida social previa, nacidos de tremendas experiencias y sacrificios compartidos, de nuevas instituciones y normas que resulta muy difícil llevar a la práctica y hacer permanentes, y de promesas incumplidas.
Apunto algunos datos relativos a la composición de la población. Solo la quinta parte de los habitantes de la América española era clasificada como blanca, y los africanos y afrodescendientes eran más de la tercera parte de la población en las actuales Colombia y Argentina, y más del 60% en Venezuela y Brasil. Los pueblos autóctonos eran mayoría en unas regiones y una proporción altísima en otras, a pesar del genocidio cometido contra ellos. Eran explotados o esquilmados, y considerados seres inferiores, a pesar de algunos intentos legales metropolitanos en la última fase de la época colonial. En general, la construcción social de razas y racismo en las colonias americanas era una función del modo de producción y el sistema de dominación, pero su plasmación cultural fue profundamente abarcadora y persistente; si era un factor de gran peso en la división colonial entre los oprimidos, en las repúblicas siguió siéndolo en gran medida y ha sido un cáncer crónico hasta hoy.
La primera oleada de levantamientos en las colonias de Tierra Firme, en las últimas dos décadas del siglo XVIII, fue protagonizada por sectores de los más oprimidos, en su mayoría no blancos, y en su centro estuvieron demandas de justicia social. Aunque no conectada con ellos, la revolución haitiana fue con mucho el mayor movimiento, y el único que triunfó.
En una de las colonias más productivas del mundo, una masa enorme de esclavos se sublevó y obtuvo su libertad. Los revolucionarios de Sainte Domingue forjaron sus instrumentos y sus objetivos, vencieron a sus dueños, a la invasión británica y a un gran ejército de Napoleón, y declararon la independencia nacional. El nuevo Estado haitiano estrenó el internacionalismo en América, influyó en las ideas sociales revolucionarias de Bolívar y le dio todo el apoyo material que pudo, y fue un ejemplo práctico y un rayo de esperanza para los esclavizados de América.
En el proceso revolucionario de los quince años que van del Grito de Murillo a la batalla de Ayacucho confluyeron las protestas, las rebeldías y los motines de los humildes con los movimientos encabezados por personas y grupos de notables que se propusieron de inicio la independencia, o terminaron impulsándola. La gente de abajo tuvo que hacer a un lado las estrategias de sobrevivencia que suelen primar cuando se vive en situaciones de miseria y desvalimiento, la fragmentación y distancia extraordinaria en que se encontraban sus sectores, muchas veces compitiendo entre sí, la violencia contra ellos mismos, que es una reacción tan extendida en estos órdenes sociales, el rencor y el rechazo profundo a los de arriba que era natural en esas sociedades de castas y opresiones despiadadas, las concepciones del mundo y de la vida diferentes que muchos de ellos conservaban, aunque fuera parcialmente, y la posibilidad que tenían de pasar a zonas alejadas de los conflictos en un continente que estaba lejos de ser completamente ocupado por las estructuras de colonización.
Decenas de miles de personas humildes dieron los pasos necesarios y militaron en las filas de las revoluciones, les aportaron su sangre y sus esfuerzos, priorizaron la nueva identidad y los nuevos valores que asumieron, y adelantaron la integración de naciones y de un ideal americano a un grado que hubiera sido impensable pocos años antes.
A su vez, los caudillos y apóstoles revolucionarios los condujeron y les abrieron horizontes superiores a sus actividades y sus sueños, oportunidades de aumentar sus capacidades, su autoestima y sus lugares sociales, y de pretender libertades personales y políticas aseguradas y permanentes. Los decretos y las iniciativas de estos líderes, que abolían la esclavitud, las prestaciones serviles y los tributos, derrotaban y castigaban a los tiranos y esbirros coloniales, daban paso al mérito militar, fomentaban la igualdad en el trato y abrían oportunidades prácticas de tener ingresos y de instrucción, constituyeron gajes concretos de las revoluciones y ayudaron a instituir individuos y sociedades con expectativas muy superiores al mundo previo. El resultado de conjunto fue un formidable avance cultural a escala continental.
La libertad, las naciones y la justicia social han vivido muy dilatados y complejos procesos en nuestra América desde 1824 hasta hoy. Tenemos que lograr que nadie crea que todo sucedió como la luz del día sucede a la noche, para que la historia pueda cumplir sus funciones a favor de los pueblos. La forma republicana de gobierno fue invocada siempre y terminó predominando, pero las libertades fueron recortadas, conculcadas o no cumplidas en la práctica en innumerables ocasiones y lugares, la justicia social siguió siendo negada a las mayorías y las naciones se fueron forjando paulatinamente -tanto que algunas no se han completado todavía. Sin embargo, en nombre de estas y del nacionalismo se implantaron regímenes de dominación, se reprimieron las luchas sociales y de los grupos étnicos oprimidos y se emprendieron numerosas guerras y conflictos entre países del continente.
No puede ser propósito de estas breves comunicaciones abarcar demasiado, por lo que desisto de referirme al contenido del lapso histórico que va de 1824 a la actualidad. Pero quisiera al menos mencionar tres cuestiones, entre otras muy importantes.
1. Los que han ejercido la dominación le han negado la igualdad real y muchos derechos en sus repúblicas a amplios sectores de la población, en todo lo que consideraron necesario y todo el tiempo que han podido hacerlo, para defender y ampliar sus ganancias, mantener su poder político y social, su propiedad privada y la forma estatal nacional y su ordenamiento legal y político. Han preferido no ser clase nacional, y cuando ha sido necesario, han sido antinacionales.
2. En su desarrollo mundial, el capitalismo ha seguido imponiéndose en la región de acuerdo a las características de sus fases sucesivas, aplastando resistencias y rebeldías, cooptando y subordinando, hasta que en la actualidad su propia naturaleza ha cerrado la posibilidad de que bajo su sistema América Latina pueda satisfacer las necesidades básicas de sus poblaciones, desarrollar sus economías y sus sociedades, aprovechar sus recursos y organizar su vida de acuerdo con el medio natural y mantener sus soberanías nacionales.
3. Existe una gran acumulación cultural en el continente, de capacidades económicas, cultura política y social, identidades, experiencias e ideas, que es potencialmente capaz de enfrentar en mejores condiciones que otras regiones del mundo los males a los que fue sometido en las últimas décadas y la rapacidad y agresividad del imperialismo, y de emprender transformaciones profundas que le permitan hacer posible y convertir en realidad lo que le está impidiendo el sistema capitalista.
Termino estas palabras con un comentario acerca de aspectos del tema que he abordado, en la situación actual.
En América Latina ha crecido el rechazo masivo a las políticas neoliberales y la capacidad de comprender que ellas son también un instrumento ideológico de la dominación; el comportamiento cívico de millones, en las movilizaciones y las protestas, y a la hora de votar, evidencia ese avance. Algunos Estados de la región se han alejado del FMI y muy pocos se permiten invocarlo, aunque lo cierto es que muchos siguen dentro del campo de las políticas que esa institución y el Banco Mundial preconizaron e impusieron.
Vuelve a ganar terreno la conciencia que identifica el carácter internacional del sistema capitalista de dominación, ahora con la ventaja de un nivel masivo de cultura política que hace cuatro décadas no existía. Aumenta también la convicción de que contra el desastre permanente que implica el sistema para las mayorías, la resistencia y la viabilidad de los cambios imprescindibles necesitan apelar a concertaciones internacionales.
Numerosos Estados participan en coordinaciones latinoamericanas que buscan nexos que les sean beneficiosos y cierta autonomía respecto a los centros del capitalismo mundial. Al mismo tiempo, numerosos gobiernos tienen más en cuenta que los pueblos cada vez toleran menos las democracias de entreguismo, negocios sucios y miseria generalizada. Surgen también situaciones en las cuales ciertos intereses de sectores se fortalecen y encuentran vehículos políticos y consensos amplios, utilizan los mecanismos gubernativos y enfrentan urgencias de una parte de los sectores más desposeídos. Como sucede en los eventos que después serán históricos, en la época que comienza se está levantando una concurrencia de fuerzas muy diferentes, e incluso divergentes, a quienes unen necesidades, enemigos comunes y factores estratégicos que van más allá de sus identidades, sus demandas y sus proyectos.
Quizás haya hoy todavía más optimismo que logros, pero eso no es perjudicial. Después de décadas de matanzas, represiones, derrotas, engaños, indefensión y pesimismo, en las que se intentó hacer permanente la sujeción de las mentes y los sentimientos al dominio del capitalismo en la vida cotidiana y la vida ciudadana, mientras se sufría en los hechos al capitalismo más brutal y mezquino, hoy millones de personas sienten que es posible luchar otra vez por la vida y el futuro en América, y se ponen en marcha. Una internacional de voluntades está convocando al pasado, el presente y el futuro.
A mi juicio, el alcance, las victorias y la permanencia de los procesos de cambio dependerán en última instancia de la calidad y el peso de las luchas de los movimientos populares organizados, combativos y concientes.
El momento es incierto, y prefiero referirme a él mediante algunas preguntas. ¿Se levantarán en América Latina y el Caribe nacionalismos que se enfrenten al imperialismo, capaces de formar gobiernos y bloques sociales fuertes, ganar legitimidad por sus actos y encontrar fuerza en la memoria y la cultura de rebeldía, y expresarse a través de políticas, acciones e ideologías en las que participen las colectividades? ¿Serán capaces esos nacionalismos de comprender la necesidad de establecer coordinaciones internacionales antiimperialistas como requisitos para ser factibles, poder luchar, triunfar, mantenerse y avanzar?
Si eso sucede, ¿qué predominaría, los intereses de sectores minoritarios pero con influencia decisiva en la economía y las instituciones, y hegemónicos en la sociedad, o los intereses de la sociedad, a través de las movilizaciones, la concientización y las organizaciones populares que luchen por sus objetivos y se opongan al imperialismo y los sistemas de dominación? ¿O será que en la situación actual una o la otra opción solo pueden salir adelante coordinándose, o inclusive uniéndose? Pero, ¿es posible que sostengan ese tipo de relaciones, o una opción deberá gobernar a la otra?
La causa principal actual de las resistencias y las movilizaciones populares es la injusticia social, más que la cuestión nacional. Quizás la primera necesidad a resolver para avanzar hacia una integración sea unir las culturas de rebeldía, la nacional y la social, en causas que se pongan al servicio de las necesidades y los anhelos de los pueblos. Esa tarea es sumamente difícil, y exigirá a las diversas vertientes -entre otras cosas- superar historias y prejuicios que las separan y hacer análisis muy críticos de los propios proyectos, de las organizaciones, los métodos, el alcance que se da a los objetivos, los lenguajes. Habrá que aprender
bien en que consiste el “rescate” de lo nacional, y qué demandas y creaciones resultan imprescindibles en materia de justicia social.
Pero serán las prácticas lo decisivo, y como le sucede a todo el que entra en política en tiempos cruciales, las cuestiones trascendentales del poder y de la organización aparecerán en toda su centralidad. Y pronto se abrirá paso una exigencia del proceso: se trata de hacer realmente una nueva política -no de decirlo-, que deberá ser no solamente opuesta sino muy diferente a la política que hacen los que dominan.
En el plano más general, opino que una política eficaz deberá tener muy en cuenta: a) la elaboración de prácticas ajenas al capitalismo; b) estrategias políticas de articulación entre los movimientos, formación de bloques revolucionarios con los poderes populares y actuaciones conscientes de las realidades, de acuerdo a lo que cada coyuntura exija; c) el análisis de las experiencias propias, y de las actividades y los objetivos de los adversarios; d) el debate y la formulación de propuestas de nuevas relaciones sociales, política, economía, gobierno y relaciones con la naturaleza.
* Intervención del historiador cubano Fernando Martínez Heredia en el Coloquio Internacional “La América Latina y el Caribe entre la independencia de las metrópolis coloniales y la integración. Publicado en La Ventana, de Casa de las América.
Por Fernando Martínez Heredia *
No estamos conmemorando unas fechas, sino un proceso desarrollado de 1791 a 1824, un tercio de siglo en el que cambió a fondo la relación externa de nuestro continente, y en diferentes medidas las relaciones sociales y políticas internas. Fue la más temprana descolonización regional ocurrida en el mundo. Lo determinante en este proceso fueron revoluciones violentas en la mayor parte de los casos de la América española, aunque en Centroamérica y en Brasil la independencia consistió en actos no violentos promovidos desde arriba. Hubo crisis en las metrópolis y en sus colonias, sin duda, pero solo porque hubo revoluciones pudo producirse la gran transformación.
En el principio fue la Revolución haitiana. Es una tremenda injusticia histórica la celebración generalizada del Bicentenario alrededor de estas fechas actuales. En 1991 no se le hizo caso al Bicentenario haitiano, cuando todavía se oían ecos de los doscientos años de la Revolución Francesa y se hacía una gran algarabía alrededor de los quinientos años del inicio del colonialismo en América, disfrazado bajo el nombre mentiroso de “encuentro de culturas”. Los que estamos aquí, y los que son como nosotros, incluimos siempre la Revolución haitiana e insistimos en esa elemental reparación histórica, pero estamos muy lejos de ser mayoría o tener suficiente influencia para lograr al menos que los escolares estudien esa revolución, y para que se celebre el aniversario de la batalla de Vertieres.
La nación, como la entendemos hoy, era una idea incipiente cuando sucedió la independencia en América. Si en Europa era una novedad, en América pudo encontrar espacio precisamente por las necesidades de autoidentificación que tenían los que se levantaban contra un orden colonial que, además de su poder material y la inercia de lo establecido, tenía muchos medios espirituales a su favor. Los insurgentes y los nuevos políticos tuvieron que aprender a organizar poderes propios, confiar en ellos y hacerlos permanentes, y aprender a nombrar ese nuevo mundo que iban creando. Durante sus luchas, los negros y mulatos haitianos se llamaron a sí mismos “indígenas”. El apelativo “americanos” fue el más expresivo de la existencia de una nueva identidad; además, fue el más utilizado por los revolucionarios radicales.
¿Qué carácter tuvieron aquellas revoluciones? La independencia nacional fue la constante. Aunque no necesariamente fue el punto de partida de cada una, resultó el punto de llegada en todos los casos. Hubo revoluciones sociales en diferentes lugares durante el proceso, más o menos victoriosas, inconclusas, parciales o derrotadas. El continente había sido sometido a una prolongada subordinación colonial, violentados, oprimidos y explotados sin límites sus pueblos, sus culturas y su medio natural, aumentada y transformada la población con enormes contingentes de africanos y europeos, gran parte de ellos traídos como esclavos.
América fue una región indispensable para la acumulación capitalista europea. Desde las complejas sociedades de dominación resultantes de la larga época colonial fue que cada país enfrentó la ruptura del orden colonial y la formación de los Estados independientes.
A mi juicio, la gran lección de hace dos siglos es que solamente la violencia revolucionaria pudo ser eficaz para conseguir que individuos y grupos sociales se representaran negar y trascender su situación de colonizados o su condición servil y actuar en consecuencia, ser muy subversivos en sus prácticas, sacrificarse, persistir durante las circunstancias más difíciles, organizarse militar y políticamente, superar hasta donde fue necesario las divisiones en castas que tenían y las ideas y sentimientos correspondientes, cambiarse o reeducarse a sí mismos en buena medida, crear nuevas instituciones y relaciones, vencer a sus enemigos e instituir países que se reconocieran y apreciaran como tales y masas de personas que fueran o aspiraran a ser sus ciudadanos.
Aunque no fue ese el curso de los acontecimientos en todas partes, ni los eventos afectaron a todo el territorio y las poblaciones, la revolución le dio el tono general a la independencia en el continente, y a la época. Moderados, aprovechados y conservadores americanos tuvieron que adoptar los símbolos de la epopeya, incluso los que querían mediatizarla y controlarla.
Sin duda, esa tradición es un aspecto de enorme importancia en la acumulación cultural latinoamericana y caribeña actual. Pero si examinamos aquel proceso histórico cabría preguntarse: ¿la independencia de qué, para quiénes, con cuáles participantes y beneficiarios? Las formas en que se inspiraron mutuamente las luchas por la independencia nacional y por la justicia social, las uniones, coordinaciones o contradicciones entre ellas en el interior del campo de los independentistas y entre ellos y la masa del pueblo de sus países, fueron el contenido de la historia real.
Después se fueron integrando y consolidando versiones que se convirtieron en la historia nacional, como parte de un complejo cultural que respondía, en todo lo esencial, a la dominación de clase, al Estado y a las representaciones sociales correspondientes. Igual que las economías locales, los idiomas, las comunidades, las diversidades sociales y humanas, la historia fue cristalizada en un molde nacional. No es posible reducir ese molde a los arbitrios de los dominantes ni a actos premeditados, pero lo cierto es que excluyó lo que fuera realmente peligroso para la dominación.
Las historias nacionales de nuestros países constituyen negaciones del colonialismo, que no admite que los colonizados tengan historia, pero no significan el fin de las colonizaciones, que persisten en las instituciones, las mentes, los sentimientos y la vida espiritual. Hasta hoy siguen presentes. Las zonas de silencio, las multitudes sin voz, las selecciones tendenciosas de hechos, procesos y personalidades, las distorsiones y las falsedades, han formado parte hasta hoy de las historias nacionales en nuestra región.
Necesitamos liberar el pasado, para que podamos reconocernos mejor, o reconocernos realmente, para conocer las fuerzas y las debilidades, los enemigos y los caminos, las experiencias y los saberes del propio pueblo, lo que se ha vivido en el largo camino, y por consiguiente los elementos fundamentales para entender el presente, sus rasgos principales, sus tendencias y potencialidades. Es decir, para guiar nuestras acciones y nuestros proyectos.
La libertad como ideal general tuvo una enorme relevancia, pero su asunción por amplios sectores fue más concretado que lo que era en su matriz europea -aunque esta había recibido un impulso decisivo con la Revolución francesa-, y tuvo diferencias muy notables respecto a ella. Señalo solo tres diferencias.
La libertad política, sin renunciar a implantar libertades individuales, tenía otro centro más colectivo, al encarnar la libertad de un país respecto a la metrópoli, al ser un anhelo de la gente del país frente a un enemigo extranjero. La libertad personal resultaba un problema fundamental de justicia social, más que de banderas políticas, para la mayoría de los trabajadores y demás individuos sometidos a la esclavitud y a desigualdades de castas. La clase dominante criolla no podía enarbolar la libertad personal y las libertades individuales como una bandera revolucionaria, porque en gran parte estaba ligada o vivía del trabajo de los esclavos y de prestaciones serviles, y eso exigía que los oprimidos no gozaran de libertad personal, o de igualdad formal y ciudadanía plena.
La historia de la independencia americana está llena de contradicciones en el seno de los grupos sociales, de tensiones y enfrentamientos, de próceres y movimientos que rompen con fundamentos del orden vigente al abolir la esclavitud y de repúblicas que después la mantienen, de militancias decididas por razones sociales y no por el lugar de nacimiento, de respetos y camaraderías imposibles en la vida social previa, nacidos de tremendas experiencias y sacrificios compartidos, de nuevas instituciones y normas que resulta muy difícil llevar a la práctica y hacer permanentes, y de promesas incumplidas.
Apunto algunos datos relativos a la composición de la población. Solo la quinta parte de los habitantes de la América española era clasificada como blanca, y los africanos y afrodescendientes eran más de la tercera parte de la población en las actuales Colombia y Argentina, y más del 60% en Venezuela y Brasil. Los pueblos autóctonos eran mayoría en unas regiones y una proporción altísima en otras, a pesar del genocidio cometido contra ellos. Eran explotados o esquilmados, y considerados seres inferiores, a pesar de algunos intentos legales metropolitanos en la última fase de la época colonial. En general, la construcción social de razas y racismo en las colonias americanas era una función del modo de producción y el sistema de dominación, pero su plasmación cultural fue profundamente abarcadora y persistente; si era un factor de gran peso en la división colonial entre los oprimidos, en las repúblicas siguió siéndolo en gran medida y ha sido un cáncer crónico hasta hoy.
La primera oleada de levantamientos en las colonias de Tierra Firme, en las últimas dos décadas del siglo XVIII, fue protagonizada por sectores de los más oprimidos, en su mayoría no blancos, y en su centro estuvieron demandas de justicia social. Aunque no conectada con ellos, la revolución haitiana fue con mucho el mayor movimiento, y el único que triunfó.
En una de las colonias más productivas del mundo, una masa enorme de esclavos se sublevó y obtuvo su libertad. Los revolucionarios de Sainte Domingue forjaron sus instrumentos y sus objetivos, vencieron a sus dueños, a la invasión británica y a un gran ejército de Napoleón, y declararon la independencia nacional. El nuevo Estado haitiano estrenó el internacionalismo en América, influyó en las ideas sociales revolucionarias de Bolívar y le dio todo el apoyo material que pudo, y fue un ejemplo práctico y un rayo de esperanza para los esclavizados de América.
En el proceso revolucionario de los quince años que van del Grito de Murillo a la batalla de Ayacucho confluyeron las protestas, las rebeldías y los motines de los humildes con los movimientos encabezados por personas y grupos de notables que se propusieron de inicio la independencia, o terminaron impulsándola. La gente de abajo tuvo que hacer a un lado las estrategias de sobrevivencia que suelen primar cuando se vive en situaciones de miseria y desvalimiento, la fragmentación y distancia extraordinaria en que se encontraban sus sectores, muchas veces compitiendo entre sí, la violencia contra ellos mismos, que es una reacción tan extendida en estos órdenes sociales, el rencor y el rechazo profundo a los de arriba que era natural en esas sociedades de castas y opresiones despiadadas, las concepciones del mundo y de la vida diferentes que muchos de ellos conservaban, aunque fuera parcialmente, y la posibilidad que tenían de pasar a zonas alejadas de los conflictos en un continente que estaba lejos de ser completamente ocupado por las estructuras de colonización.
Decenas de miles de personas humildes dieron los pasos necesarios y militaron en las filas de las revoluciones, les aportaron su sangre y sus esfuerzos, priorizaron la nueva identidad y los nuevos valores que asumieron, y adelantaron la integración de naciones y de un ideal americano a un grado que hubiera sido impensable pocos años antes.
A su vez, los caudillos y apóstoles revolucionarios los condujeron y les abrieron horizontes superiores a sus actividades y sus sueños, oportunidades de aumentar sus capacidades, su autoestima y sus lugares sociales, y de pretender libertades personales y políticas aseguradas y permanentes. Los decretos y las iniciativas de estos líderes, que abolían la esclavitud, las prestaciones serviles y los tributos, derrotaban y castigaban a los tiranos y esbirros coloniales, daban paso al mérito militar, fomentaban la igualdad en el trato y abrían oportunidades prácticas de tener ingresos y de instrucción, constituyeron gajes concretos de las revoluciones y ayudaron a instituir individuos y sociedades con expectativas muy superiores al mundo previo. El resultado de conjunto fue un formidable avance cultural a escala continental.
La libertad, las naciones y la justicia social han vivido muy dilatados y complejos procesos en nuestra América desde 1824 hasta hoy. Tenemos que lograr que nadie crea que todo sucedió como la luz del día sucede a la noche, para que la historia pueda cumplir sus funciones a favor de los pueblos. La forma republicana de gobierno fue invocada siempre y terminó predominando, pero las libertades fueron recortadas, conculcadas o no cumplidas en la práctica en innumerables ocasiones y lugares, la justicia social siguió siendo negada a las mayorías y las naciones se fueron forjando paulatinamente -tanto que algunas no se han completado todavía. Sin embargo, en nombre de estas y del nacionalismo se implantaron regímenes de dominación, se reprimieron las luchas sociales y de los grupos étnicos oprimidos y se emprendieron numerosas guerras y conflictos entre países del continente.
No puede ser propósito de estas breves comunicaciones abarcar demasiado, por lo que desisto de referirme al contenido del lapso histórico que va de 1824 a la actualidad. Pero quisiera al menos mencionar tres cuestiones, entre otras muy importantes.
1. Los que han ejercido la dominación le han negado la igualdad real y muchos derechos en sus repúblicas a amplios sectores de la población, en todo lo que consideraron necesario y todo el tiempo que han podido hacerlo, para defender y ampliar sus ganancias, mantener su poder político y social, su propiedad privada y la forma estatal nacional y su ordenamiento legal y político. Han preferido no ser clase nacional, y cuando ha sido necesario, han sido antinacionales.
2. En su desarrollo mundial, el capitalismo ha seguido imponiéndose en la región de acuerdo a las características de sus fases sucesivas, aplastando resistencias y rebeldías, cooptando y subordinando, hasta que en la actualidad su propia naturaleza ha cerrado la posibilidad de que bajo su sistema América Latina pueda satisfacer las necesidades básicas de sus poblaciones, desarrollar sus economías y sus sociedades, aprovechar sus recursos y organizar su vida de acuerdo con el medio natural y mantener sus soberanías nacionales.
3. Existe una gran acumulación cultural en el continente, de capacidades económicas, cultura política y social, identidades, experiencias e ideas, que es potencialmente capaz de enfrentar en mejores condiciones que otras regiones del mundo los males a los que fue sometido en las últimas décadas y la rapacidad y agresividad del imperialismo, y de emprender transformaciones profundas que le permitan hacer posible y convertir en realidad lo que le está impidiendo el sistema capitalista.
Termino estas palabras con un comentario acerca de aspectos del tema que he abordado, en la situación actual.
En América Latina ha crecido el rechazo masivo a las políticas neoliberales y la capacidad de comprender que ellas son también un instrumento ideológico de la dominación; el comportamiento cívico de millones, en las movilizaciones y las protestas, y a la hora de votar, evidencia ese avance. Algunos Estados de la región se han alejado del FMI y muy pocos se permiten invocarlo, aunque lo cierto es que muchos siguen dentro del campo de las políticas que esa institución y el Banco Mundial preconizaron e impusieron.
Vuelve a ganar terreno la conciencia que identifica el carácter internacional del sistema capitalista de dominación, ahora con la ventaja de un nivel masivo de cultura política que hace cuatro décadas no existía. Aumenta también la convicción de que contra el desastre permanente que implica el sistema para las mayorías, la resistencia y la viabilidad de los cambios imprescindibles necesitan apelar a concertaciones internacionales.
Numerosos Estados participan en coordinaciones latinoamericanas que buscan nexos que les sean beneficiosos y cierta autonomía respecto a los centros del capitalismo mundial. Al mismo tiempo, numerosos gobiernos tienen más en cuenta que los pueblos cada vez toleran menos las democracias de entreguismo, negocios sucios y miseria generalizada. Surgen también situaciones en las cuales ciertos intereses de sectores se fortalecen y encuentran vehículos políticos y consensos amplios, utilizan los mecanismos gubernativos y enfrentan urgencias de una parte de los sectores más desposeídos. Como sucede en los eventos que después serán históricos, en la época que comienza se está levantando una concurrencia de fuerzas muy diferentes, e incluso divergentes, a quienes unen necesidades, enemigos comunes y factores estratégicos que van más allá de sus identidades, sus demandas y sus proyectos.
Quizás haya hoy todavía más optimismo que logros, pero eso no es perjudicial. Después de décadas de matanzas, represiones, derrotas, engaños, indefensión y pesimismo, en las que se intentó hacer permanente la sujeción de las mentes y los sentimientos al dominio del capitalismo en la vida cotidiana y la vida ciudadana, mientras se sufría en los hechos al capitalismo más brutal y mezquino, hoy millones de personas sienten que es posible luchar otra vez por la vida y el futuro en América, y se ponen en marcha. Una internacional de voluntades está convocando al pasado, el presente y el futuro.
A mi juicio, el alcance, las victorias y la permanencia de los procesos de cambio dependerán en última instancia de la calidad y el peso de las luchas de los movimientos populares organizados, combativos y concientes.
El momento es incierto, y prefiero referirme a él mediante algunas preguntas. ¿Se levantarán en América Latina y el Caribe nacionalismos que se enfrenten al imperialismo, capaces de formar gobiernos y bloques sociales fuertes, ganar legitimidad por sus actos y encontrar fuerza en la memoria y la cultura de rebeldía, y expresarse a través de políticas, acciones e ideologías en las que participen las colectividades? ¿Serán capaces esos nacionalismos de comprender la necesidad de establecer coordinaciones internacionales antiimperialistas como requisitos para ser factibles, poder luchar, triunfar, mantenerse y avanzar?
Si eso sucede, ¿qué predominaría, los intereses de sectores minoritarios pero con influencia decisiva en la economía y las instituciones, y hegemónicos en la sociedad, o los intereses de la sociedad, a través de las movilizaciones, la concientización y las organizaciones populares que luchen por sus objetivos y se opongan al imperialismo y los sistemas de dominación? ¿O será que en la situación actual una o la otra opción solo pueden salir adelante coordinándose, o inclusive uniéndose? Pero, ¿es posible que sostengan ese tipo de relaciones, o una opción deberá gobernar a la otra?
La causa principal actual de las resistencias y las movilizaciones populares es la injusticia social, más que la cuestión nacional. Quizás la primera necesidad a resolver para avanzar hacia una integración sea unir las culturas de rebeldía, la nacional y la social, en causas que se pongan al servicio de las necesidades y los anhelos de los pueblos. Esa tarea es sumamente difícil, y exigirá a las diversas vertientes -entre otras cosas- superar historias y prejuicios que las separan y hacer análisis muy críticos de los propios proyectos, de las organizaciones, los métodos, el alcance que se da a los objetivos, los lenguajes. Habrá que aprender
bien en que consiste el “rescate” de lo nacional, y qué demandas y creaciones resultan imprescindibles en materia de justicia social.
Pero serán las prácticas lo decisivo, y como le sucede a todo el que entra en política en tiempos cruciales, las cuestiones trascendentales del poder y de la organización aparecerán en toda su centralidad. Y pronto se abrirá paso una exigencia del proceso: se trata de hacer realmente una nueva política -no de decirlo-, que deberá ser no solamente opuesta sino muy diferente a la política que hacen los que dominan.
En el plano más general, opino que una política eficaz deberá tener muy en cuenta: a) la elaboración de prácticas ajenas al capitalismo; b) estrategias políticas de articulación entre los movimientos, formación de bloques revolucionarios con los poderes populares y actuaciones conscientes de las realidades, de acuerdo a lo que cada coyuntura exija; c) el análisis de las experiencias propias, y de las actividades y los objetivos de los adversarios; d) el debate y la formulación de propuestas de nuevas relaciones sociales, política, economía, gobierno y relaciones con la naturaleza.
* Intervención del historiador cubano Fernando Martínez Heredia en el Coloquio Internacional “La América Latina y el Caribe entre la independencia de las metrópolis coloniales y la integración. Publicado en La Ventana, de Casa de las América.
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