Hace años, estando en un país en conflicto, alguien al otro lado del teléfono dijo a mi equipo que la crónica que habíamos enviado no iba a entrar en el informativo porque “no cabía”. A nuestro lado estaba la madre huérfana de hijo que acababa de relatarnos cómo lo habían asesinado. A nuestros pies, una alfombra de cadáveres. La miré a ella, que había hecho un doloroso esfuerzo para relatar lo ocurrido ante la cámara, entre lágrimas: “lo cuento para que se sepa, para que la gente decente haga algo”. Observé los cuerpos inertes. ¿Cómo decir a esa mujer que le habíamos hecho perder el tiempo? En vez de emitir una crónica sobre lo que posiblemente había sido un crimen de guerra, el “informativo” prefirió dedicar un minuto de su tiempo a mostrar “la belleza” del árbol de Navidad más caro del mundo, decorado con diamantes y rubíes por no sé qué aristócrata. Deseé que aquellos cadáveres, algunos tan jóvenes, se desplomaran sobre la mesa del editor y lo despertaran de su ceguera.
A lo largo de los años, en el ejercicio de mi oficio he visto crímenes de guerra, niñas y niños asesinados por armas llamadas inteligentes, bombardeos masivos sobre población civil, detenciones arbitrarias, víctimas de torturas con secuelas de por vida, hospitales llenos de personas heridas con doctores realizando operaciones quirúrgicas en el suelo de los pasillos, madres buscando a sus hijos en las morgues y en los escombros de edificios tiroteados… También he visto aquí, en España, familias sin recursos, víctimas de desahucios sin alternativa habitacional, gente muy pobre con la dignidad a flote, jóvenes sin futuro, mujeres sin ganas de vivir, sin luz, sin gas, sin nadie. Demasiado a menudo algunos de esos hechos quedaron -y quedan- fuera de la parrilla informativa, sustituidos por banalidades, por historias frívolas e intrascendentes. En una ocasión un editor mediocre me dijo que la lucha de una mujer guatemalteca premio Nobel de la paz no era “televisiva”. Recuerden: no hay que fijarse solo en cómo un medio de comunicación cuenta algo, sino también en aquello que no cuenta. El periodismo decide de qué se habla y cómo se habla de lo que se habla. Su poder es enorme y la degeneración de buena parte de él ha sido vertiginosa en los últimos años.
No somos pocas las personas en mi oficio que empezamos a denunciar su decadencia hace ya tiempo. Durante algunos años fuimos señaladas como exageradas e incluso como malas perdedoras por gente que no entendía que hubiéramos rechazado cómodos puestos laborales simplemente por principios. Viví con enorme frustración el contraste entre dos mundos, entre dos escenarios: el del afuera, donde la realidad seguía su curso, y el de la redacción, contenido entre cuatro paredes, aislado a menudo de los hechos que definían nuestro presente. El periodismo en demasiados lugares se estaba reduciendo a fichar a la entrada y a la salida, a mantener la mirada fija en el ordenador, a observar la caída de los teletipos. Las redacciones se transformaban en oficinas.
Aquella frustración derivó en un dolor que solo se calmó cuando decidí irme de aquel medio. Pensé entonces que estaba dejando el periodismo definitivamente, pero aquí me tienen. Lo dejo una vez cada dos meses aproximadamente, en mi mente, para recordarme que siempre hay una salida cuando el cinismo, la hipocresía y el periodismo al servicio del abuso acechan. No es sencilla esta noble profesión desprestigiada.
¿Por qué les cuento esto? Porque es interesante reflexionar sobre la verdad y la mentira, la realidad y la ficción, la experiencia y la ausencia de ella. Hannah Arendt explicó que “el sujeto ideal para un gobierno totalitario” es “el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares del pensamiento) han dejado de existir”. Cuando en espacios periodísticos la realidad es tratada como algo discutible, la frontera con la ficción puede diluirse. Cuando en las redacciones se da la espalda a las aristas de nuestro presente, el debate es reducido a mero entretenimiento, eximido de sus consecuencias.
Sostiene Amador Fernández-Savater en su libro La fuerza de los débiles que en estos tiempos existe una tendencia “que hace creer que el desenlace de la batalla cultural no depende de la verdad de los relatos sino de su eficacia comunicativa”. No importa tanto la verdad como enganchar, entretener y convencer. Se arrincona el diálogo, se apuesta por monólogos que chocan, por el formato del zasca. Todo es escenificación y cálculo en nombre del electorado y de la audiencia.
En las cómodas almohadas del privilegio la realidad es reducida a mera teoría, a juego inofensivo, a banalidad: no hay conexión con las consecuencias de los actos, con los cuerpos afectados, con los efectos de la indiferencia. Las víctimas son solo números sin nombre ni rostro, la pobreza es solo una palabra. Se debate sobre el cambio climático, los derechos humanos, la migración o las macrogranjas como si fueran abstracciones sin resultados concretos en las que el interlocutor puede defender una posición o su contraria del mismo modo que en un videojuego elegimos bando. No hay viaje de conocimiento ni experiencia que recorra el trayecto desde la causa hasta la consecuencia.
La salud de nuestras democracias está gravemente afectada por ese pasatiempo pervertido y frivolizado al que algunos llaman periodismo, retroalimentado por un tipo de política carente de principios. Todo esto explica no solo los últimos bulos, sino buena parte de las dinámicas del debate público de la última década en nuestro país. Cuando llegue la cordura, a todos les gustará decir que llevaban tiempo practicando buen periodismo, con ética, con rigor, con conciencia. ¡Ja!
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