Rebelión
En este artículo el autor reflexiona sobre la libertad de expresión y el negacionismo del Holocausto y otros horrores de los que es capaz la humanidad.
Si alguien divulga en los medios de comunicación que hay que matar a los negros, que hay que exterminar a los homosexuales, que hay que destruir a los judíos, que los gitanos merecen arder en el horno, ese alguien -a falta de un calificativo más propio para una categoría inferior a la de los animales-, se hará famoso, para mayor desprecio de lo que llaman fama en estos días infernales cuyo nombre es Bolsonaro.
Por este motivo, un individuo que blande una bicicleta se ha convertido en objeto de tanta atención esta semana. Pasará, o ha pasado, pero dejó el triste eco de una cosa cuando sonó que «debería haber un partido nazi legalizado en Brasil» y que «si el tipo es antijudío tiene derecho a serlo». En la misma ocasión, otro diputado bramó que el nazismo no debería haber sido criminalizado en Alemania tras la II Guerra Mundial.
Ante esto, la Embajada de Alemania en Brasil publicó un comunicado en el que decía que «defender el nazismo no es libertad de expresión». Ha dado en el clavo. Desde el punto de vista jurídico, los juristas ya han demostrado hasta la saciedad que la Constitución Federal no ampara las agresiones, los insultos al ser humano bajo el manto de la libertad de opinión o de expresión. En su artículo 5, apartado XLI, se determina que la ley sancionará toda discriminación contra los derechos y libertades fundamentales.
Y más: en Brasil, la Constitución Federal se alinea con los pactos internacionales para proteger la libertad de expresión y la dignidad humana, defendiendo siempre la idea de que no existe un derecho absoluto. La Constitución establece, en su artículo 3, punto IV, que «los objetivos fundamentales de la República Federativa de Brasil son promover el bienestar de todos, sin prejuicios de origen, raza, sexo, color, edad y cualquier otra forma de discriminación».
Lo que más importa aquí, más allá de su castigo legal, es el carácter anticivilizador de quienes abren la mandíbula para apoyar o aplaudir el nazismo. Karl Marx, al defender la libertad de prensa, escribió que las flores crecen incluso en los pantanos. Pero aquí, todos lo sabemos, el joven Marx no defendía el pantano del siglo XX, cuyo nombre político e ideológico es el nazismo, que entierra todas las libertades democráticas. Esta ciénaga, que extermina los logros de la humanidad, fue objeto de la oposición absoluta de Karl Marx, aunque en su época el monstruo no mostró su rostro.
Pero en una desafortunada coincidencia llegamos una semana después al Día Internacional de la Memoria del Holocausto. La destrucción de la maquinaria de guerra nazi que llevó a cabo el Ejército Rojo, con un sacrificio humano de multitudes y soldados soviéticos nunca visto, encuentra uno de sus mayores recuerdos en uno de los liberados por el Ejército Rojo del campo de exterminio de Auschwitz. Primo Levi, uno de esos hombres hechos libres, nos legó para siempre en «¿Es esto un hombre?» estas líneas:
«Evitar la selección para la muerte, para el gas, es bastante difícil. Los que no pueden, intentan defenderse de otras maneras. En los retretes, en el lavadero, nos enseñamos el uno al otro el pecho, las nalgas, los muslos y los compañeros se tranquilizan: «puedes estar tranquilo, seguro que esta vez no te toca… Ninguno niega a los demás esta limosna: ninguno está tan seguro de su suerte como para tener el valor de condenar a otro. Yo mismo he mentido descaradamente al viejo Wertheimer; le he dicho que, si lo interrogan, responda que tiene cuarenta y cinco años y que no se olvide de afeitarse la tarde antes, aun a costa de quitarse de la boca un cuarto de pan. (Un trocito de cuchilla de afeitar intercambiado por un trozo de pan) …
Pannwitz es alto, delgado, rubio; tiene los ojos, el pelo y la nariz como todos los alemanes deberían tenerlos, y está formidablemente sentado detrás de un complicado escritorio. Yo, Häftling 174517, estoy en pie en su estudio, que es un verdadero estudio, que brilla de limpio y ordenado y me parece que voy a dejar una mancha sucia donde tenga que tocar.
Cuando hubo terminado de escribir, levantó los ojos y me miró.
Cuando he vuelto a ser hombre libre, he deseado encontrarlo otra vez, y no ya por venganza sino solo por mi curiosidad frente al alma humana. Porque aquella mirada no se cruzó entre dos hombres; y si yo supiese explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada, intercambiada como a través de la pared de vidrio de un acuario entre dos seres que viven en dos medios diferentes, habría explicado la esencia de la gran locura de la tercera Alemania«.
Ante tanta grandeza y verdad de la literatura, todo el barro es silencio.
* Urariano Mota es escritor y periodista, autor de "La más larga duración de la juventud ".
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