Veciana, en sus memorias reconoció que, según el agente de la CIA que lo había reclutado en La Habana, “las guerras modernas son, sobre todo, guerras psicológicas; el objetivo es torcer la opinión pública”. Las estrategias, claro, son más específicas: “nunca se debe dejar huellas de nuestras acciones…».
El lunes 7 de febrero, el gobernador de Florida, Ron DeSantis, la vicegobernadora Jeanette Nuñez y la fiscal general asistieron a una mesa redonda en el Museo Americano de la Diáspora Cubana de Miami. En su discurso, el gobernador afirmó que comparar el sufrimiento de los niños cubanos exiliados en la Operación Pedro Pan en los 60 con los niños inmigrantes de América Central es “repugnante”, porque los primeros huían del comunismo.
Los otros huyen del capitalismo desde el siglo XIX.
Señor gobernador y aspirante a la Casa Blanca: lamento informarle que, más allá de los aplausos endogámicos, otra vez ha repetido usted una vieja mentira que se cayó a pedazos mucho tiempo atrás, aunque los fanáticos la continúen venerando como una revelación del Espíritu Santo. Los mismos agentes de la CIA lo reconocieron. Sé que se pasará esto por el traste, pero la verdad, por algún lado, tiene que entrar.
El 26 de diciembre de 1960, el nuevo gobierno de Cuba había iniciado un programa de reformas en la educación. Tal vez para evitar repetir la historia del golpe en Guatemala seis años atrás (inoculado por la CIA gracias a la apertura democrática del presidente finalmente depuesto), se quiso enseñar a los jóvenes a usar armas. En Estados Unidos, los conservadores hacen lo mismo con sus niños, pero no es un “adoctrinamiento” sino “para luchar por la libertad”.
Como hacen los conservadores en Estados Unidos cuando le enseñan a sus niños a llamar comunista a cualquiera que en los países pobres luchen por sus derechos o contra las intervenciones de Washington, también el gobierno revolucionario de entonces pretendió enseñarle a sus niños canciones contra el imperialismo, el que, solo en la isla y también en nombre de la libertad, había comenzado antes de 1898. Para peor, muchos padres cubanos se preocuparon por el extremismo del programa de alfabetización indiscriminada del nuevo gobierno.
Por décadas, los libros y los diarios del «Mundo Libre» reportaron que los niños en las escuelas primarias de la revolución cubana “eran obligados a aprender los valores de la Revolución”. Se asume que en el resto de los países los niños en las escuelas y en las iglesias son libres de pensar por cuenta propia (excepto cuando se hacen jóvenes adultos y llegan a las universidades; entonces son “adoctrinados” por los profesores).
En 1960, en las Islas del Cisne, reclamadas por Honduras y ocupadas por la CIA, se instaló una radio sin licencia para transmitir propaganda hacia Cuba, con locutores cubanos llegados de Miami. Radio Américas (más tarde presentada como “La primera voz democrática de América Latina”) comenzó a difundir el rumor de que los comunistas iban a enviar a los hijos de los cubanos a Rusia, por la fuerza.
Como en el episodio de radio de Orson Welles sobre una invasión extraterrestre (puesto en práctica en el exitoso golpe de Estado de Guatemala), inmediatamente cundió el pánico. 47 años más tarde, en sus memorias Trained to Kill (Entrenado para matar), el agente cubano de la CIA, Antonio Veciana, reconocerá, con orgullo: “Maurice Bishop [David Atlee Phillips] sabía que yo había sido el responsable del incendio en una de las tiendas más famosas de La Habana, el que le costó la vida a una joven inocente, madre de dos niños. Él también sabía que yo había sido el responsable de esparcir el rumor que llevó al éxodo de miles de niños cubanos en la Operación Pedro Pan, con la ayuda de la Iglesia Católica, mintiendo que eran huérfanos. Él sabía que había sido yo quien casi había hecho colapsar la economía de Cuba con esa campaña de rumores que pretendía sembrar el pánico en la población”.
Pero Veciana había aprendido de Phillips. En sus memorias de 2017, reconoció que, según el agente de la CIA que lo había reclutado en La Habana, “las guerras modernas son, sobre todo, guerras psicológicas; el objetivo es torcer la opinión pública”. Las estrategias, claro, son más específicas: “nunca se debe dejar huellas de nuestras acciones; si esto no es posible, siempre y bajo cualquier circunstancia se debe negar cualquier participación en los hechos. Siempre. Incluso cuando lo contrario es lo más obvio…. Si los intereses de los otros se alinean con los nuestros, entonces son aliados; si no tienen ningún interés, son instrumentos; si se oponen a nuestros intereses, son enemigos”.
Antonio Veciana, como empleado bancario del hombre más rico de Cuba, el Rey del azúcar Julio Lobo, se había reunido dos veces con el nuevo presidente del Banco Nacional de Cuba, Ernesto Guevara y, luego de alguna duda, había desestimado su pedido de reclutar contadores y administrativos para el nuevo sistema financiero de Cuba que seguiría a la nacionalización. Desde su retiro de Miami, Veciana definió a El Che como un fanático de decir la verdad a cualquier precio.
Pero Veciana se sintió orgulloso toda su vida por haber puesto en marcha el plan histórico, aún sin la aprobación inicial de la CIA. Incluso logró imprimir miles de panfletos en el cual informó de una ley que nunca existió. El efecto fue similar al descubierto por el propagandista y manipulador social Edward Bernays (hacer que una autoridad en la materia diga lo que uno quiere que todos piensen): en Miami, el sacerdote Bryan Walsh anunció que el gobierno cubano planeaba separar a todos los niños de entre tres y diez años de sus padres para enviarlos a Rusia. La CIA tomó nota y, desde su radio clandestina en las Islas del Cisne de Honduras, comenzó a repetir la historia falsa. Hasta que se convirtió en dogma.
El sacerdote Walsh, a través de su Oficina Católica de Bienestar, inició oficialmente la Operación Pedro Pan con la cual los padres cubanos, desesperados por el rumor, enviaron a sus hijos a Estados Unidos. Desde el 26 de diciembre de 1960 hasta la invasión de Bahía Cochinos en abril de 1961, cada día cientos de niños volaron, sin obstáculos y sin ser acompañados por un adulto, por Pan Am hacia Miami para ser salvados.
Cuando el programa fue interrumpido, debido a la derrota de la Superpotencia en Bahía Cochinos, 14.048 niños ya habían arribado a Estados Unidos. Algunos, nueve o diez, fueron casos exitosos para los medios y para el sueño colectivo, según el concepto de éxito del momento. Uno será padrastro del hombre más rico del mundo, Jeff Bezos. Otro será Mel Martínez, senador de Estados Unidos (héroe de la propuesta “sólo inglés para los niños” y “ningún perdón para los inmigrantes ilegales”), prueba irrefutable del sueño americano y de la libertad del ganador.
En 2007, Robert Rodríguez, uno de estos niños “no exitosos”, denunciará ante la arquidiócesis de Miami al monseñor Bryan Walsh por repetidos abusos sexuales contra él y otros menores refugiados en Opa-locka, Florida. El sacerdote Mary Ross Agosta acusará al denunciante de “difamar a un respetado religioso que salvó la vida de catorce mil niños”. La denuncia de Rodríguez y otros contra la misma arquidiócesis será desestimada por tecnicismos legales que no se aplican en otros Estados. En Florida, diversos monumentos todavía hoy recuerdan con flores a monseñor Walsh.
Muchos niños salvados por la Operación Pedro Pan de ser separados de sus padres por el comunismo tardaron años, décadas en reencontrarse con sus padres. Algunos nunca los volvieron a ver. Por culpa del comunismo, claro.
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