miércoles, 2 de enero de 2019

¿Quién ganará la guerra comercial?



Por Martine Bulard *

Xi Jinping y Donald Trump durante la primera visita de Estado del presidente estadounidense a China, Pekín, 9-11-17 (Fred Dufour/AFP)

Tras la cruzada de Trump contra las importaciones, las restricciones aduaneras entre China y Estados Unidos se intensifican. Pese al enfrentamiento, ambos países comparten el modelo de internacionalización y de especialización de las producciones, por lo que, con probabilidad, los más perjudicados serán los asalariados.
Estadounidenses y chinos se declararon la guerra (comercial) y nada parece poder detenerlos. Donald Trump comenzó amenazando a los que “nos roban” (18 de abril de 2017), lo que provocó la advertencia de Xi Jinping: “Nadie debería esperar que China acepte nada que amenace sus intereses” (18 de octubre de 2017) ( 1 ). De la escalada verbal, se pasó rápidamente a la espiral de las sanciones aduaneras. Washington hizo trepar las tarifas (del 10 al 25%) sobre una serie de importaciones chinas; Pekín contestó.

La telenovela, que comenzó en la primavera boreal, continuó todo el verano y amenaza con durar bastante más allá del invierno. A fines de agosto, el equivalente de 100.000 millones de dólares de productos chinos (acero, aluminio, químicos, textiles, electrónicos) fueron gravados con aranceles al entrar a Estados Unidos; una medida rápidamente contestada por un aumento de las tarifas sobre 50.000 millones de dólares de producciones estadounidenses (soja, cerdo, automóviles…). Se preparan otras represalias. Del lado estadounidense, se estableció una lista de 1.300 productos, por un monto posible de 200.000 millones de dólares (de un total de 505.600 millones de dólares de importaciones en 2017). Del lado chino, fueron señalados 150 productos, que pueden representar 60.000 millones de dólares (de 128.000 millones de dólares de productos estadounidenses en 2017) (ver gráfico).

Si se les cree a los miembros de algunos círculos pekineses y hongkoneses –que se cuidan bien de expresarse públicamente–, “Pekín parece haber sido tomado por sorpresa por el bombardeo proteccionista de Trump y haber subestimado la intensificación del sentimiento antichino entre la elite estadounidense” ( 2 ). Y citan a un ex asesor político estadounidense: “Para comprender la política estadounidense, Pekín presta demasiada atención a Wall Street y a la elite política [entre ellos Henry Kissinger, que contribuyó a la apertura de las relaciones entre los dos países], personas que no tienen ninguna influencia sobre Trump”.

En efecto, los negociadores chinos, llevados por el hombre de confianza del presidente, Liu He, pensaban haber llegado a un acuerdo en mayo pasado, al prometer acrecentar las compras de energía y de productos agrícolas, además de ofrecer la posibilidad a las empresas extranjeras –y especialmente estadounidenses, por supuesto– de volverse socios mayoritarios en las empresas chinas. Demasiado poco, demasiado tarde. Según la agencia financiera estadounidense Bloomberg, “Trump frenó el acuerdo”. Como para convencer a Pekín de que el presidente estadounidense “no va a parar hasta lograr obstaculizar el auge chino” ( 3 ).

Esa sensación es ampliamente compartida en el seno de las elites chinas. El debate (muy amortiguado) discute la forma de operar con el amigo americano. Algunos, como el director del Centro de Estudios Americanos de la Universidad de Renmin en Pekín, Shi Yinhong, estiman que esta confrontación “se debe en gran parte a China, que no hizo nada durante años” ( 4 ), y aconsejan la prudencia. Falso problema, explica el muy oficialista Global Times: “A corto plazo, Estados Unidos no renunciará a su intención de contener a China. [El conflicto] no puede resolverse, pues, pese a los esfuerzos de nuestra parte para mantener un bajo perfil y ajustar nuestra actitud diplomática y pública” ( 5 ). El periódico hace alusión directamente a la doctrina del padre de las reformas, Deng Xiaoping, que recomendaba “ocultar nuestras capacidades y esperar el momento oportuno”. Al contrario, el actual presidente eligió afirmarse en la escena internacional como número uno de un “gran país” –para retomar su expresión– tratando de igual a igual con Estados Unidos.

Las discusiones no están totalmente interrumpidas. A fines de agosto, una delegación dirigida por el viceministro de Comercio, Wang Shouwen, viajó a Washington. Nadie esperaba un resultado y no lo hubo. ¿Acaso Wang no fue calificado de “matón comercial” (trade bully) por los oficiales estadounidenses? Algo que no predispone mucho al diálogo…

Para uno de los asesores económicos de la presidencia china, Yifan Ding, la agresividad estadounidense recuerda la ofensiva lanzada en los años 1980 por la administración Reagan “contra Japón, que en ese entonces era la segunda economía mundial”. Imponiendo derechos de aduana exorbitantes (hasta el 100% sobre los televisores y las videocaseteras) y empujando a un alza de las tasas de interés niponas, Estados Unidos había “doblegado” a Japón, al punto de arrastrarlo a una depresión de la que todavía no se recuperó por completo… Un escenario impensable para los chinos: “No queremos la guerra comercial. Pero podríamos enfrentarla si ésta tuviera lugar”, asegura Yifan.

Mitos y verdades de la confrontación

Como Tokio ayer, Pekín apostó a las exportaciones, que durante mucho tiempo fueron el motor de su crecimiento. Para salir del estancamiento y del repliegue del período maoísta, a fines de la década de 1970 los dirigentes comunistas utilizaron las herramientas que tenían a su disposición: una mano de obra numerosa, educada, disciplinada y mal paga; capitales extranjeros en busca de nuevos mercados; instituciones internacionales que buscaban hacer saltar los cerrojos de protección en las economías del Viejo Mundo. En el foro de Davos, en enero de 2017, el presidente Xi reconocía: “China dudó antes de unirse, en 2001, a la Organización Mundial del Comercio [OMC]. Pero llegamos a la conclusión de que había que tener el valor de nadar en el gran océano de los mercados mundiales, y aprendimos a nadar” ( 6 )… tan bien y tan rápido, incluso, que China duplicó a las economías francesa, británica, alemana y japonesa. Su Producto Interno Bruto (PIB) alcanzaba los 11,2 billones de dólares en 2016, frente a los 18,6 billones de dólares de la economía estadounidense. Desde entonces algunos piensan, especialmente en Washington, que está en una buena posición para superar a Estados Unidos. El presidente Trump, en el lenguaje elegante que se le conoce, lanzó: “Todos los imbéciles que se concentran en Rusia harían mejor en preocuparse por China” ( 7 ). En agosto pasado, Trump se anotó un punto con la ley de defensa nacional adoptada por el Congreso (incluso por la mayoría de los demócratas). Esta ley hace de Pekín y de la lucha para “bloquear su influencia” la “prioridad principal de Estados Unidos, [que] necesita de la integración de múltiples elementos, especialmente diplomáticos, económicos, militares y de inteligencia” ( 8 ). Ya no se habla solamente de comercio…

Sin embargo, la superioridad estadounidense en todos esos ámbitos (tecnológico, económico, diplomático y militar) no genera ninguna duda y, si bien el Imperio del Medio avanza a gran velocidad, su PIB por habitante no alcanza el 15% del de Estados Unidos. Por el momento, Estados Unidos juega a asustarse. En cambio, el excedente comercial chino bate récords: alcanza los 276.000 millones de dólares, es decir entre el 35 y el 40% de la balanza comercial exterior estadounidense. Trump se indigna: “Nuestra industria ha sido el blanco, desde hace años, incluso desde hace décadas, de ataques comerciales desleales. Y eso ha provocado el cierre de fábricas, de altos hornos, el despido de millones de trabajadores, con comunidades diezmadas” ( 9 ).

La constatación de la desindustrialización, iniciada mucho antes de la llegada de China a la escena mundial, no admite ninguna discusión. Como tampoco la desesperanza y el enojo de las poblaciones, que cada vez se inclinan más hacia políticos autoritarios y representantes de la extrema derecha, tanto en Estados Unidos como en Europa o Asia. Pero también hace falta no equivocarse en el diagnóstico. No son las “prácticas desleales” las que produjeron el éxito chino –aunque existen, como lo testimonian las múltiples demandas presentadas ante la OMC–. Pekín, que adora ensalzar sus resultados (800 millones de chinos salieron de la extrema pobreza), utilizó a su favor las reglas decididas por los países más poderosos, con Estados Unidos a la cabeza. Pero nada obligaba a los dirigentes occidentales a abrir sus países a todos los vientos comerciales, alentar las deslocalizaciones y suprimir uno a uno sus instrumentos de intervención económica bajo la presión de las multinacionales –las que se abalanzaron sobre el territorio chino–. Todavía hoy, más de cuatro de cada diez exportaciones “chinas” (42,6%) son realizadas por empresas extranjeras que dominan la totalidad de la cadena productiva (de la concepción a la venta) y acumulan el máximo de ganancias. El ejemplo más conocido es el del iPhone de Apple, ensamblado en China, pero en el que la participación china sólo representa el 3,8% del valor agregado, mientras que el 28,5% corresponde a Estados Unidos.

Por supuesto, los dirigentes chinos empujaron a las empresas extranjeras a transferir una parte de sus tecnologías y de su know-how. Esto es particularmente cierto respecto de la aeronáutica, la electrónica, la industria automotriz, los trenes de alta velocidad, la energía nuclear, etc. Pero las multinacionales no se resistieron: bien satisfechas estaban de ir a explotar una mano de obra tan barata y de poder ignorar las consecuencias ecológicas de su producción. Podemos lamentar que el poder no haya puesto tanto celo en proteger a su población contra las desigualdades crecientes y la contaminación; pero, sospechamos, eso no figura en la lista de quejas expuestas por Trump y sus amigos.

Lo que los mortifica es: “El Partido Comunista chino no ha sido domado por el comercio. El Partido-Estado sigue ejerciendo un control férreo sobre la economía china”, como expresa el economista Brad W. Setser ( 10 ). En otras palabras, los gigantes del capitalismo no pueden hacer sus negocios allí como quieren. Eso vale para las industrias tradicionales como la siderurgia, pero también para los gigantes de Internet tales como Google, Amazon o Facebook, ya que Apple es el único de la banda de las GAFA que saca ventajas de la situación. Efectivamente, con Alibaba, Tencent, Weibo, WeChat, etc., China supo desarrollar sus propias tecnologías. Seguramente, los dirigentes comunistas las usan para censurar a los opositores. Pero los 802 millones de internautas (el 57,7% de la población) y sus metadatos siguen estando en gran parte fuera del alcance de las GAFA, lo que convierte a China en uno de los pocos rincones del mundo que escapan a su control. Es por esto por lo que la muy moderna Silicon Valley –bastión demócrata– hace frente común con el muy viejo “rust belt” –el “cinturón de óxido”, feudo del presidente estadounidense– y los gigantes de la siderurgia. Estos últimos “mantienen vínculos muy estrechos con varios altos funcionarios” de la administración Trump, entre los cuales está el representante de Comercio, Robert Lightizer, ya presente en el equipo de Reagan en la década de 1980, como lo recuerda una investigación de The New York Times ( 11 ). De todos modos, se trata más de defender a los accionistas que a los obreros enojados, aunque algunos de estos últimos pueden beneficiarse de la lucha contra las importaciones baratas.

Ciertamente, el libre comercio alabado un poco por todas partes –incluso por Xi– dejó en la calle a millones de asalariados a través del mundo y causó daños ecológicos sin precedentes. Pero el proteccionismo enteramente inclinado hacia la libre ganancia tal como lo practica Trump no cambiará mucho la situación para la inmensa mayoría de los ciudadanos estadounidenses. La pulseada comercial corre el riesgo de no generar muchos ganadores… o incluso ninguno.

La estrategia china

Para el principal asesor económico de la Casa Blanca, Lawrence Kudlow, no hay ninguna duda: Pekín terminará cediendo a las conminaciones del presidente de Estados Unidos. Según él, la economía china estaría al borde de la explosión. “Las ventas minoristas y las inversiones se derrumban”, afirmó en una reunión de gabinete filmada por periodistas estadounidenses con el consentimiento de Trump ( 12 ). Ahora bien, ningún dato confirma esas fanfarronadas. Las importaciones chinas siguieron trepando, un 27,3% entre julio de 2017 y julio de 2018 –lo que supone una actividad sostenida–. En cuanto a las exportaciones, estas siguen su ascenso –menos rápido, pero al respetable ritmo del 12,2% en un año–.

Ciertamente, el enfrenamiento no será indoloro. Las ventas a Estados Unidos representan el 20% del total de esas exportaciones. Su drástica reducción se traducirá forzosamente en bajas en la producción, en la industria electrónica o la textil, pero también en los sectores con sobrecapacidad, como el del acero o la química. Eso debería acelerar las reestructuraciones en curso, con consecuencias incalculables en el espectro de los movimientos sociales. Por lo demás, desde fines de agosto, el primer ministro Li Keqiang prometió 100.000 millones de dólares de subsidios a empresas alcanzadas por las restricciones comerciales. Más que el impacto directo sobre el crecimiento –entre el 0,1 y el 0,2%, según los estudios estadounidenses–, son la sincronización entre esas reestructuraciones y la transición hacia una economía más calificada, planificada por el gobierno, las que amenazan con resultar temibles.

Por el momento, China exhibe una tasa de crecimiento del 6,7% en el segundo trimestre de 2018, o sea más que las previsiones oficiales (6,5%). Esa cifra muy política resalta sobre todo el nivel requerido para absorber la mano de obra que se suma al mercado de trabajo y evitar cualquier conflicto social de envergadura. De todos modos, hace mucho tiempo que las exportaciones ya no sirven de locomotora para la economía china. El consumo interno y las inversiones (respectivamente el 43,4% y el 40% del PIB) tomaron el relevo. Si los negocios se ponen difíciles, el presidente tiene los medios para reactivar la máquina. Es cierto que no puede repetir el impacto de 2007-2008 cuando, en el momento de la crisis, su predecesor abrió el grifo presupuestario, al precio de despilfarros exorbitantes y endeudamientos preocupantes –que el poder actual busca reducir–. Pero dispone de márgenes de acción. A diferencia del Japón de los años 1980, “tenemos un mercado de 1.300 millones de habitantes que a Trump y sus asesores les costará destruir”, resalta un economista chino.

Xi y su equipo disponen de una segunda arma para enfrentar una desaceleración: el plan “Made in China 2025”, lanzado hace tres años para desarrollar una industria más innovadora y ganar autonomía en diez sectores (entre ellos el de las tecnologías de la información, pero también la robótica, la aeronáutica y la espacial, la ingeniería oceánica, los vehículos eléctricos, la biomedicina, los nuevos materiales, la energía…). Los gastos de investigación y desarrollo, públicos y privados, acompañaron: ya superan el 2,3% del PIB. Naturalmente, el poder esperaba acortar los plazos de adquisición de tecnologías de avanzada comprando empresas en el exterior, pero Washington interpone su veto y algunos gobiernos europeos, como el de Alemania, instauraron restricciones. Sin embargo, hay suficientes reservas financieras para expandir la apuesta en la propia China. No hubo ningún anuncio con bombos y platillos pero, como lo explica Yifan –en francés y sin juegos de palabras–, “el embargo estadounidense sobre los productos electrónicos les puso la pulga detrás de la oreja a los dirigentes ( 13 ), dado que China representa el primer mercado para los microchips estadounidenses. En poco tiempo, las empresas chinas los producirán… y a un mejor precio”.

En efecto, además del relanzamiento de su propia economía, los dirigentes chinos apuntan a dos objetivos: tener las manos libres y ganar en audiencia en el mundo, especialmente en los países en vías de desarrollo. La utilización por parte de Trump de las tecnologías bajo licencia estadounidense y del “privilegio exorbitante del dólar” –según la expresión de Valéry Giscard d’Estaing en 1964– para sancionar a las empresas que trabajan con Irán y forzarlas a la ruptura terminó convenciéndolos de salir de la trampa de la dependencia. Por lo demás, hicieron saber que Pekín seguiría comerciando con Teherán utilizando el yuan, en el marco de los acuerdos financieros bilaterales. “Eso hubiera sido imposible sin la política de internacionalización de nuestra moneda”, destaca un economista pekinés especialista en relaciones internacionales que prefiere mantenerse anónimo ( 14 ). Sin embargo, los grandes bancos chinos siguen operando mayoritariamente en dólares. En cuanto a los productos exportados hacia los países estigmatizados por Estados Unidos, no deben contener ningún componente estadounidense para no caer bajo las sanciones de Trump. El grupo telefónico Zhongxing Telecommunication Equipment (ZTE), que estuvo un tiempo prohibido al otro lado del Pacífico por haber comerciado con Corea del Norte e Irán, tuvo que retroceder; de ahí en más está estrechamente vigilado por Washington ( 15 ). Esta forma de soberanía limitada es difícil de tragar para los nacionalistas de Zhongnanhai, sede del poder, a la sombra de la Ciudad Prohibida.

Con toda probabilidad, el plan “Made in China 2025” se acelerará, en tanto que precisamente figuraba en el catálogo de quejas esgrimidas por los estadounidenses. Estos últimos ven allí una peligrosa “voluntad de autosuficiencia”, asegura Elizabeth C. Economy, directora de Asuntos Asiáticos en el Council on Foreign Relations de Nueva York, e incluso una “nueva revolución [que] busca desafiar los valores y las normas internacionales promovidas por Estados Unidos” ( 16 ). También en este caso, se está lejos de la simple querella comercial. El director del Centro de Economía Política Internacional de la Universidad de Pekín, Wang Yong, objeta esta visión: “El argumento según el cual el modelo de desarrollo chino y su filosofía intentan desafiar a Estados Unidos no tiene mucho sentido. China no preconiza la difusión de su ideología hacia el exterior e insiste en el derecho de cada uno a seguir su propio desarrollo”.

Ciertamente, el país no tiene ninguna ambición mesiánica y su modelo político no atrae demasiado. No por eso deja de pretender trastocar las reglas promovidas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial bajo la égida de Estados Unidos, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. El presidente Xi no se oculta: “Queremos participar activamente de la reforma del sistema de gobernanza mundial”, declaró ante los cuadros del Partido Comunista chino en la Conferencia Central sobre el Trabajo Diplomático ( 17 ), en junio pasado. Y, para hacerlo, China teje su telaraña.

Por lo demás, esa es su tercera arma para combatir el embargo estadounidense: apoyarse en otros socios y ante todo en sus vecinos. La mayor parte de ellos temen su potencia y su apetito económico, pero necesitan nuevos mercados, y el comercio intra asiático representa por sí mismo el 43% de los intercambios de los países de la zona ( 18 ). Sobre todo porque, en su fiebre punitiva, el presidente estadounidense golpeó a sus aliados históricos, Japón y Corea del Sur, imponiéndoles tasas a ellos también (acero, automóviles, etc.). China podría aprovechar la oportunidad para relanzar la Asociación Económica Integral Regional (más conocida por su nombre en inglés, Regional Comprehensive Economic Partnership, RCEP), un acuerdo de libre comercio imaginado por Pekín para oponerse al Acuerdo Transpacífico (TPP, por su sigla en inglés) lanzado por Barack Obama con la idea –ya entonces– de contener a China y que fue desechado por Trump. Además de los diez países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, en inglés) ( 19 ), el acuerdo engloba a Japón, Australia, Nueva Zelanda, India y Corea del Sur.

El director del Centro de Investigación Australia-Japón de la Universidad Nacional Australiana, Shiro Armstrong, ve allí “la oportunidad natural de construir una coalición asiática […]. El grupo incluye a algunas de las economías más importantes y más dinámicas del mundo”. Y cita un estudio australiano que demuestra que, “aunque los derechos de aduana aumentaran quince puntos en el mundo (como ocurrió durante la Gran Depresión), los países del RCEP podrían continuar su expansión aboliendo los derechos de aduana entre sí”. No es seguro que todos estén dispuestos. Australia, por ejemplo, acaba de prohibir al grupo ZTE, que debía implantar la red 5G. Pero hay conversaciones. Pekín y Tokio reanudaron el diálogo. Seúl busca puntos de apoyo en sus negociaciones con Pyongyang. India intenta un equilibrio entre Pekín y Washington…

Las empresas chinas, por su parte, comenzaron a deslocalizar para beneficiarse de salarios todavía más bajos, como los de Bangladesh, Vietnam o Sudáfrica, y para sortear el embargo y los derechos de aduana altos: las producciones financiadas por los grupos chinos llevarán la estampilla “made in Bangladesh”, “made in Vietnam” o “made in South Africa” y, por lo tanto, se evitarán las tasas estadounidenses.

Además, las famosas “Rutas de la Seda” que permiten llegar a Europa por vía terrestre, atravesando las repúblicas de Asia Central y Rusia, o por vía marítima pasando por África, también tendrían que servir de nuevos mercados, en especial para la construcción de infraestructura. Muy hábilmente, el presidente chino logró hacer de esas rutas míticas un proyecto multilateral, creando el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIBB, por su sigla en inglés). Este último cuenta con cincuenta y siete fundadores, entre los cuales están Alemania, Reino Unido, Francia, India, Corea del Sur, etc. Lo que permite evitar todo aislamiento financiero y diplomático. China teme por encima de todo dejarse encerrar en un cara a cara con Estados Unidos, como en otra época le pasó a la URSS.

El patriotismo no paga las cuentas

Por el momento, apuesta a las represalias comerciales contra las producciones estadounidenses, a fin de mostrar que no va a ceder. En Estados Unidos, esas medidas no dejan de tener efectos sobre los agricultores, los que, con la suba de los derechos de aduana, ven desplomarse sus ventas, particularmente en lo relativo a cereales, cerdo, carne vacuna… Trump les prometió subsidios sustanciales (12.000 millones de dólares), pero estos llegan a cuentagotas y, según The Wall Street Journal, se instala la preocupación. “El patriotismo no paga las cuentas”, testimonia uno de dichos agricultores (20 ). Máxime cuando, muy oportunamente, Pekín eliminó por completo las tarifas sobre la soja importada de Bangladesh, India y Corea del Sur, y hace su negocio en Brasil (para los cereales y la carne) o en Australia. Y se sabe que un cliente perdido no es fácil de reconquistar.

La cruzada de la Casa Blanca contra el invasor chino es bastante bien recibida en Estados Unidos. En la administración, muchos piensan que China se inclinará a la manera de México, que aceptó ciertas restricciones y, sobre todo, la implementación de un salario mínimo de 16 dólares (13,60 euros, frente a 9,88 euros en Francia) en algunas empresas exportadoras de automóviles ( 21 ). Nunca antes un acuerdo de libre comercio había incluido una cláusula social como esa, aunque su aplicación será restringida. No ocurre lo mismo con los gigantes de la distribución como Walmart, que se abastece en un 80% al otro lado del Pacífico, y con algunos industriales. Reunidos en Washington a mediados de agosto, sus representantes estimaron que “esos derechos van a causar estragos financieros en [sus] industrias y generar perjuicios a los consumidores estadounidenses” (https://www.eldiplo.org/232-todo-se-juega-en-brasil/quien-ganar


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