lunes, 25 de abril de 2011
Flores para Manuel
Rebelión
Por Milson Salgado
La primera vez que lo vi cargaba entre sus brazos una utopía religiosa. En las notas musicales de su guitarra de siempre figuraba la música popular latinoamericana, la trova de Silvio o la misa campesina de los Palacaguina de una Nicaragua romantizada por una bella revolución.
La izquierda ha tenido también sus modas vernáculas, por ejemplo la boina de Guevara que siempre llevaba consigo, la barba tupida de los revolucionarios cubanos y el pelo a lo Hendrix de los hippies estadounidenses, y sobre todo el compromiso arraigado de la inmolación al fundirse en una matrimonio indisoluble de coyuntura revolucionaria el evangelio de Jesús con el fusil, y enrolarse en cualquier movimiento guerrillero para encontrar la vida en la montaña como Camilo Torres, en una postura de contradicción elocuente a los ermitaños de los desiertos espirituales o a los acomodados monjes medievales. En ese tiempo precisamente nació su fervor para entrar en el Seminario Mayor en Tegucigalpa y aspirar al sacerdocio.
Pero la Euforia de la Teología de la Liberación que despertó Medellín y Puebla estaba cediendo cada vez más a la ira de los dueños de la Iglesia, que no miraban la hora de recuperar el terreno perdido por la radicalización de las reformas conciliares, pese al martirologio que despertó en la iglesia de los pobres, el asesinato de Monseñor Romero y de los curas Jesuitas españoles a manos del ejército salvadoreño de Arenas. En esa coyuntura histórica de reacción conservadora, el arzobispo de Tegucigalpa, hoy Cardenal, Oscar Andrés Rodríguez, con aires físicos de juventud pero con un espíritu amortajado y reacio a los cambios, enseñaba en las aulas del Seminario Mayor con su petulancia de dominar varios idiomas en un país de medias lenguas, las formas dogmáticas de odiar a Gustavo Gutiérrez, a Leonardo Boff, a Ignacio Ellacuría, a Fray Beto, a Helder Cámara y a otras figuras señeras que traían a Carlos Marx para desenredar desde la clarividencia del análisis marxista la clasista realidad latinoamericana.
Desde luego, ese no era el lugar para un auténtico revolucionario, por eso Manuel renunció al Seminario a un año de coronar el Sacerdocio y cargó con su nueva utopía política. Con su nueva biblia roja de Lenin, empezó a ejercitar el Magisterio y su militancia en grupos de izquierda. Era común verlo en las calles de Tegucigalpa gritando y haciendo reír a sus compañeros aun en las luchas más intrascendentes, en las que los incomprendidos maestros se enfrentaban no solo a los aparatos ideológicos de la derecha, sino también a una seudo izquierda agrupada en organizaciones no gubernamentales, y en grupos de sociales demócratas afelpados de pudor moral en colectivos de derechos humanos.
A la cita contra el Golpe de Estado en Honduras, no podía faltar este dios de la contracultura, y no podía faltar su música, sus risas, su ira y sus encendidos discursos y su participación en el debate público buscando alternativas sobre la marcha, creando escenarios inéditos para que la huella popular y el fervor de la consciencia transitaran por las mejores alamedas de la historia. Allí estaba el compañero para dar el brazo al débil de marchas y golpes, el hermano con complejo de cura para escuchar con paciencia los problemas de sus hermanos de lucha, el camarada socialista para vertir una interpretación precisa a esta convulsionada realidad hondureña.
Era lógico que su activa participación en el Frente Nacional de Resistencia, era seguida muy de cerca por las fuerzas del orden que infiltraban a su peor gente para delinear perfiles. Por eso cuando nos dimos cuenta de la Muerte de Manuel, rápidamente inferimos que las investigaciones oficiales se iban a orientar por la incidencia de la delincuencia común y convencional, y que la autoría se la iban a endilgar como siempre a la operación de pandillas juveniles en la zona del crimen.
Enterramos a Manuel un día cualquiera, no fue jueves ni domingo, esos días con olor a muerte, solo fue un día gris y plomizo, un día en que la tristeza cierra los ojos al paso de las horas y a las hojas caídas de los momentos del tiempo.
Al siguiente día la lucha continuaba, y nos sentimos felices cuando en los muros de los bancos que él tanto detestaba y en las paredes de Miraflores y las catedrales del consumo aparecía Manuel compitiendo con los comerciales de la Coca-Cola, con slogans y marketing de Bancos privados y hasta con el glamur de ropas del último grito de la moda. En pintura roja y negra se leía “Manuel Flores Vive” “Manuel Flores La Lucha Continúa.” Allí nos dimos cuenta que Manuel Flores vivía, porque los hombres no mueren en sus cuerpos sino que viven en sus ideas, y coincidentemente resucitaba en el fervor de sus compañeros maestros, y aliviaba con los ungüentos de sus peores sufrimientos, las espaldas amoratadas de sus camaradas que se resistían al golpe, y fluía en ese continuar febril de su resistencia sin horizontes, y habitaba sobre todo en la dignidad del compañero Manuel, que no era Flores sino Rosales, y que desde República Dominicana, exiliado como los mejores héroes de la tradición latinoamericana, dirigía los pasos de la resistencia hondureña. Por eso es que aquí y ahora hemos decidido darle flores a Manuel, a Manuel Flores, al Maestro, al Hermano, al compañero, al Camarada Manuel, ahora más que nunca, en que el rosal de la utopía ha terminado de invadir como enredaderas verdes de esperanza, la conciencia de los hondureños.
Por Milson Salgado
La primera vez que lo vi cargaba entre sus brazos una utopía religiosa. En las notas musicales de su guitarra de siempre figuraba la música popular latinoamericana, la trova de Silvio o la misa campesina de los Palacaguina de una Nicaragua romantizada por una bella revolución.
La izquierda ha tenido también sus modas vernáculas, por ejemplo la boina de Guevara que siempre llevaba consigo, la barba tupida de los revolucionarios cubanos y el pelo a lo Hendrix de los hippies estadounidenses, y sobre todo el compromiso arraigado de la inmolación al fundirse en una matrimonio indisoluble de coyuntura revolucionaria el evangelio de Jesús con el fusil, y enrolarse en cualquier movimiento guerrillero para encontrar la vida en la montaña como Camilo Torres, en una postura de contradicción elocuente a los ermitaños de los desiertos espirituales o a los acomodados monjes medievales. En ese tiempo precisamente nació su fervor para entrar en el Seminario Mayor en Tegucigalpa y aspirar al sacerdocio.
Pero la Euforia de la Teología de la Liberación que despertó Medellín y Puebla estaba cediendo cada vez más a la ira de los dueños de la Iglesia, que no miraban la hora de recuperar el terreno perdido por la radicalización de las reformas conciliares, pese al martirologio que despertó en la iglesia de los pobres, el asesinato de Monseñor Romero y de los curas Jesuitas españoles a manos del ejército salvadoreño de Arenas. En esa coyuntura histórica de reacción conservadora, el arzobispo de Tegucigalpa, hoy Cardenal, Oscar Andrés Rodríguez, con aires físicos de juventud pero con un espíritu amortajado y reacio a los cambios, enseñaba en las aulas del Seminario Mayor con su petulancia de dominar varios idiomas en un país de medias lenguas, las formas dogmáticas de odiar a Gustavo Gutiérrez, a Leonardo Boff, a Ignacio Ellacuría, a Fray Beto, a Helder Cámara y a otras figuras señeras que traían a Carlos Marx para desenredar desde la clarividencia del análisis marxista la clasista realidad latinoamericana.
Desde luego, ese no era el lugar para un auténtico revolucionario, por eso Manuel renunció al Seminario a un año de coronar el Sacerdocio y cargó con su nueva utopía política. Con su nueva biblia roja de Lenin, empezó a ejercitar el Magisterio y su militancia en grupos de izquierda. Era común verlo en las calles de Tegucigalpa gritando y haciendo reír a sus compañeros aun en las luchas más intrascendentes, en las que los incomprendidos maestros se enfrentaban no solo a los aparatos ideológicos de la derecha, sino también a una seudo izquierda agrupada en organizaciones no gubernamentales, y en grupos de sociales demócratas afelpados de pudor moral en colectivos de derechos humanos.
A la cita contra el Golpe de Estado en Honduras, no podía faltar este dios de la contracultura, y no podía faltar su música, sus risas, su ira y sus encendidos discursos y su participación en el debate público buscando alternativas sobre la marcha, creando escenarios inéditos para que la huella popular y el fervor de la consciencia transitaran por las mejores alamedas de la historia. Allí estaba el compañero para dar el brazo al débil de marchas y golpes, el hermano con complejo de cura para escuchar con paciencia los problemas de sus hermanos de lucha, el camarada socialista para vertir una interpretación precisa a esta convulsionada realidad hondureña.
Era lógico que su activa participación en el Frente Nacional de Resistencia, era seguida muy de cerca por las fuerzas del orden que infiltraban a su peor gente para delinear perfiles. Por eso cuando nos dimos cuenta de la Muerte de Manuel, rápidamente inferimos que las investigaciones oficiales se iban a orientar por la incidencia de la delincuencia común y convencional, y que la autoría se la iban a endilgar como siempre a la operación de pandillas juveniles en la zona del crimen.
Enterramos a Manuel un día cualquiera, no fue jueves ni domingo, esos días con olor a muerte, solo fue un día gris y plomizo, un día en que la tristeza cierra los ojos al paso de las horas y a las hojas caídas de los momentos del tiempo.
Al siguiente día la lucha continuaba, y nos sentimos felices cuando en los muros de los bancos que él tanto detestaba y en las paredes de Miraflores y las catedrales del consumo aparecía Manuel compitiendo con los comerciales de la Coca-Cola, con slogans y marketing de Bancos privados y hasta con el glamur de ropas del último grito de la moda. En pintura roja y negra se leía “Manuel Flores Vive” “Manuel Flores La Lucha Continúa.” Allí nos dimos cuenta que Manuel Flores vivía, porque los hombres no mueren en sus cuerpos sino que viven en sus ideas, y coincidentemente resucitaba en el fervor de sus compañeros maestros, y aliviaba con los ungüentos de sus peores sufrimientos, las espaldas amoratadas de sus camaradas que se resistían al golpe, y fluía en ese continuar febril de su resistencia sin horizontes, y habitaba sobre todo en la dignidad del compañero Manuel, que no era Flores sino Rosales, y que desde República Dominicana, exiliado como los mejores héroes de la tradición latinoamericana, dirigía los pasos de la resistencia hondureña. Por eso es que aquí y ahora hemos decidido darle flores a Manuel, a Manuel Flores, al Maestro, al Hermano, al compañero, al Camarada Manuel, ahora más que nunca, en que el rosal de la utopía ha terminado de invadir como enredaderas verdes de esperanza, la conciencia de los hondureños.
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