viernes, 29 de abril de 2011

En el corazón del imaginario popular


Página/12


Cristiian Vitale

El cine es como el amor, si te atrapa, no hay manera de escapar.” La frase de Leonardo Favio que Martín Wain, editor, escritor y periodista, designa para introducir el libro La memoria de los ojos es sencillamente implacable. Es Favio y su simpleza contundente. Da, como aquellas canciones que se fundieron con el imaginario popular de fines de los ’60 (“Fuiste mía un verano”, “Ella, ella ya me olvidó”), directo en el corazón del pueblo, sobrevolando bien alto cada instancia de la razón, el análisis o el intelecto. Es, lisa y llanamente, poesía vital. Poesía, entonces, más amor, riesgo, intuición y libertad creativa son los tópicos-eje en que Wain y siete plumas de su condición se apoyaron para ensayar una aproximación holística a la filmografía del hombre nacido hace 72 años en Luján de Cuyo. “Fabio es muchas cosas a la vez. Se puede decir que es un artista puro e hipersensible cuyo talento lo trasciende, alguien que a los 25 años, con escasa formación y casi sin proponérselo, pergeña su primera joya y sacude el cine argentino”, refresca Pablo Perantuono, una de las plumas, a quien le tocó escribir sobre El romance de Aniceto y la Francisca, film que sucedió a su ópera prima: Crónica de un niño solo.
La memoria de los ojos, producido por el grupo de gestión cultural La Nave de los Sueños y la editorial La Otra Boca –con apoyo de la Biblioteca Nacional y el Incaa–, expone una sinopsis bañada con historias de producción, anécdotas de rodajes, material inédito, fotos de altísima calidad y testimonios de protagonistas de cada película del cineasta. Empieza por El amigo, aquel cortometraje rodado en 1960 que nació como fruto de un acto de amor y fragilidad, según Wain traduce de Favio: “El corto nació como una hipoteca que yo tenía con quien era mi compañera de entonces –María Vaner–. Todas las mañanas le decía que me iba a estudiar cine con Torre Nilsson, cuando en realidad me quedaba en el bar de la esquina, tomaba un café con leche y me ponía a leer el diario. Le decía eso para que no se me piantara, porque tenía miedo de que se fuera con un intelectual o algún tipo de cine”. Y termina en Aniceto, su última producción.

“A mí me tocó trabajar sobre El romance del Aniceto y la Francisca. Fue enterarme cómo Favio descubrió a Federico Luppi en un sótano de la calle Corrientes, o sea, en el off de los ’60. Cómo decidió que reemplace a Palito Ortega (Favio quería popularidad), su Aniceto hasta entonces. Cómo se enamoró de las protagonistas (Elsa Daniel y María Vaner, su mujer) y cómo descubrió, por primera vez, que en la potencia visual de las imágenes, gracias a Juan José Stagnaro, su director de fotografía, podía encontrar esa poesía que tanto anhelaba para su obra; cómo, gracias a una cámara, el cuento que se proponía contar podía conmover con todo el abanico de posibilidades que le ofrece el cine”, sigue Perantuono, en una doble operación de revisión y descubrimiento. La de Paulo Pécora, por caso, encargado de ubicar la lupa en Crónica de un niño solo (1965) y sus efectos.

“El cine de Favio me emociona por su altísimo vuelo poético, por su infrecuente libertad, por el universo mágico al que nos convoca, pero también por su fuerte compromiso político y humano, por evocar sentimientos y valores relacionados con la amistad, la solidaridad y la lealtad entre iguales. Su cine está escrito en versos que conmueven, invitan a pensar y a involucrarse con lo real. Crónica, la película que me tocó a mí, concentra las preocupaciones humanas y las elecciones estéticas que se irían desarrollando a lo largo de toda su obra. Es una película fundamental en su trayectoria, porque sentó las bases de su estilo inconfundible e inigualable.”

De El dependiente (1969), Wain extractará que, además de ser el film más intimista y claustrofóbico del director, será el punto de inflexión entre un estilo austero y otro definitivamente a gran escala, nacional y popular. De Juan Moreira (1973), su cronista, Hernán Guerschuny, resaltará la sinonimia entre personaje y director (“bestia intuitiva, inmensa y sufrida (...) un superhombre marginal”), y refrescará que gran parte de su éxito popular tuvo que ver con la fecha y el clima del estreno: el 24 de marzo de 1973, un día antes de la asunción de Cámpora a la presidencia de la Nación. De Nazareno Cruz y el lobo (1975), Javier Firpo destacará su atmósfera fellinesca y el “estigma de Camero”, que empezó su carrera por el final (“Después de encarnar a Nazareno, no pude hacer nada más interesante”, Camero dixit). De Soñar soñar (1976), Mariano Kairuz dirá, entre otras varias cosas, que estéticamente no encuadró en el cine argentino de la época (comienzos de la dictadura). De Gatica, el Mono, el retorno de Favio al cine luego de quince años de ausencia, José María Brindisi volverá a revisar la mímesis entre director y personaje (como Moreira) pero con el agregado del derrotero peronista “aquello que pudo ser y no fue”. Por Perón, sinfonía del sentimiento, Sebastián Ramos hará justicia definiendo a Favio como un artista comprometido con su alma y uno de los últimos y más lúcidos testigos de aquella historia de amor. Y por Aniceto (2008) Constanza Bertolini redescubrirá a Favio como un tipo sensible a todas las formas del arte.

Recortes que, vistos en retrospectiva y globalmente, conforman una ruta de acceso sin baches al corazón del mendocino más querido. A un tipo nacido y reproducido en las vísceras de su pueblo. A un romántico, pasional y sin tibiezas, que no necesitó zambullirse en Tolstoi, Dumas o Víctor Hugo para ser después. Fue antes y por un camino lateral, sinuoso y desprejuiciado que lo conectó con el latir esencial de sus gentes. “Este trabajo fue también descubrir la calidad humana de un tipo que hacía del cariño y de la buena energía la quintaesencia de sus filmaciones. Un líder carismático que se hacía querer por todo el staff y que, gracias a eso, los convencía de encarar una aventura colectiva inolvidable”, resume Perantuono.

“Lo que más me llama la atención –tercia Pécora– es su corazón enorme entregado por completo a su misión, algo que, en comunión con su honestidad y talento, redunda en una obra que te conmueve, te arrastra, te inocula todo su cariño y pasión.”

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