Por Juan Arias
Un amigo me confiesa: "En vacaciones no voy a leer ni un periódico, ni siquiera voy a abrir Internet. Quiero desintoxicarme". No son pocos los que en algún momento caen en la tentación -siempre vencida por suerte- de dejar de leer periódicos, cualquiera que sea su soporte. "Es que mi hígado no resiste tanta locura de noticias. Mejor saber menos de lo que ocurre en el mundo", dicen algunos. Negarnos a estar informados por miedo a sufrir es declarar nuestra derrota ante la vida.
A veces, es cierto, puede ser una terapia alejarse del bombardeo informativo cada vez más poderoso, más planetario y más repleto de atrocidades. La última la leo esta mañana aquí en Brasil: un joven mata a su padre y a su madre, encierra sus cuerpos en un armario y da una fiesta para 60 amigos. Hoy crece el interés por la introspección, por la meditación, por el encuentro con nuestro propio ser.
Y sin embargo, estoy convencido de que el mundo con todos sus horrores es hoy mejor que hace solo cien años. Y estoy convencido de que lo es precisamente por esa "maldita" información que se nos cuela cada vez más por las ventanas de nuestra vida. Con los ojos cerrados al mundo, este se degradaría aún más. Luz y taquígrafos, que se decía hace tiempo -hoy diríamos, luz e Internet-, son el mejor remedio a la barbarie, a los abusos del poder, a los atropellos a los más débiles. Por eso, todos los déspotas del mundo, odian la libertad de expresión.
Curiosamente -quizás por la deformación de mis estudios de Psicología- he visto siempre a la información como una de las mejores terapias para ser menos infelices. No me refiero, por ejemplo, a la terapia de un amigo que, tras años de horror en un campo nazi, sentía miedo de la muerte y usaba el periódico para, al leer las necrológicas, sentir el gusto de seguir aún vivo un día más.
Se trata de algo más serio. Hay quien al abrir los ojos cada mañana acude a un pensamiento positivo que le ayude a llevar mejor la dura tarea del día, o quien recita una plegaria o un mantra o acude a algún resorte espiritual. Y hay quien no se sentiría a gusto sin poder abrir el periódico -en el soporte que sea- mientras desayuna.
Yo soy uno de esos. Llevo más de 40 años, acostándome y despertándome con el latido del mundo, con la última noticia. Leí de joven que el escritor francés y Nobel de Literatura François Mauriac decía que "la lectura matinal del periódico era la oración del hombre laico". Se puede vivir sin saber nada de los otros, encerrado en el propio cascarón, aunque además de aburrido debe resultar de una pobreza existencial sin nombre. Es verdad que al abrir el periódico o al bucear en la Red, corremos el peligro de desayunarnos con las lágrimas de angustia del mundo que llegan hasta la taza humeante de café. Es verdad que a veces se nos congelará el alma al descubrir que somos más demonios que ángeles, todos, los humanos.
Pero también es verdad que cerrando los ojos a esas lágrimas, a esos horrores, nos convertiremos cada vez más en trozos de mármol, incapaces de llorar con los que lloran y de ser felices con los que consiguen serlo. Un filósofo me decía que envejece solo "el que pierde la capacidad de sorprenderse". ¿Y qué es la noticia, hacha o flor, sino la sorpresa que el mundo nos brinda a través de la información?
Sufrirá nuestro corazón con la noticia que espanta y gozará con el descubrimiento científico que salvará miles de vidas. No existen periódicos que solo publiquen noticias buenas -todos acabaron fracasando- porque la vida no es así. Es a veces benigna y a veces cruel, pero cada uno de los otros, que llora o ríe es una célula nuestra y si no nos hace vibrar, estamos muertos.
La vida, a pesar de que avanza siempre hacia mejor -¿pueden compararse las actuales crisis financieras de Europa, con las dos grandes guerras mundiales que sembraron al continente de millones de muertos hace tan poco tiempo?-, siempre estará amasada de dolor y de gloria. Negarnos a estar informados por miedo a sufrir es declarar nuestra derrota ante la vida, es negarnos a aceptarnos.
Puede hasta tener una apariencia de felicidad cambiar el periódico con su porción de sangre y de terror por una cerveza y unos boquerones fritos tumbados en la playa, pero al final de la ausencia provocada de noticias nos esperará solo el desencanto del egoísmo, el de aquel que creó el horrible refrán popular, "ojos que no ven corazón que no siente".
Mejor mancharnos de dolor o de disgusto con la lectura del periódico que vivir ciegos y con el corazón arrugado. ¿Para qué un corazón incapaz de latir con los latidos del mundo? Aquel profeta judío, que conocía bien el alma humana, pronunció una de las frases más enigmáticas de la historia: "Dejad que los muertos entierren a los muertos". A él le interesaban los vivos, a veces crueles -a él le clavaron en un madero-, a veces sublimes. Pienso en Gandhi, Luther King, Mandela y millones de anónimos capaces de morir por los demás. Los muertos no nos dan miedo. Somos los vivos los que damos miedo, pero así somos, no como nos gustaría a veces ser, sino como somos de verdad.
La noticia, ayer del periódico de la mañana, hoy de cada instante, es el mejor espejo de nuestra propia alma. No sirve darle la vuelta o quebrarlo. Sus añicos acabarán manchándonos igualmente de sangre
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