Por Víctor Meza
El desencanto, la desafección y, en consecuencia, la desafiliación de los ciudadanos con respecto a los partidos políticos es un fenómeno cada vez más generalizado en todo el mundo, especialmente en el llamado mundo occidental. La juventud es el ámbito poblacional más propenso hacia este desentendimiento creciente con el sistema tradicional de partidos políticos. Esto es válido en Europa, en América Latina y, cómo no, también en Honduras.
Por lo tanto, no debe sorprendernos la abundancia de nuevas ofertas políticas ante una demanda cada vez más exigente y rigurosa. Es normal: ante la escasez de diferenciación, crece y se propaga la indiferencia política. Si las ofertas son las mismas, gastadas y desprestigiadas, entonces las demandas se vuelven cada vez más exigentes y cuestionadoras o, lo que es peor, se esfuman y diluyen. Si los dos grandes partidos tradicionales ofrecen lo mismo – y, de paso, no lo cumplen cuando ganan las elecciones - , es lógico suponer que los electores, especialmente los jóvenes, experimenten una creciente sensación de frustración y engaño. Se sienten estafados, burlados. Y, por lo tanto, enojados. Indignados, como dicen en España, y como pide a gritos el nonagenario filósofo francés Stephane Hessel en su sencillo y aleccionador libro “Indignez-vous”.
Esta sensación creciente de desencanto abre los espacios para las ofertas múltiples. Surgen candidatos a llenar el vacío, a suplantar a los viejos actores del antiguo circo. Y, como era de esperar, entre los nuevos aspirantes abundan los charlatanes, trujamanes de feria, tahúres de la política criolla, saltimbanquis y payasos. Proponen cualquier cosa con tal de estimular las ansias y ambiciones de la masa. Ofrecen el cielo, la tierra, el aire, el agua y todos los elementos habidos y por haber. Prometen el Paraíso, el reino terrenal, la gloria y el ensueño. No se miden. Se explayan y, con frecuencia, extralimitan. Son los nuevos embusteros.
Su presencia revela una verdad dolorosa: la degradación de la política, el desprestigio, la pérdida de credibilidad, el deterioro de la legitimidad del accionar político. El desgaste de los políticos desemboca, más tarde o más temprano, en una especie de peligrosa satanización de la política. Los actores, de tanto hacerlo mal, acaban desprestigiando el escenario, contaminando la escena. Y, al hacerlo, se autocondenan, remitiéndose, sin darse cuenta, al desván del rechazo y el paulatino olvido. Es la inevitable dialéctica del desgaste y la autodescalificación.
¿Cómo entender, acaso, la proliferación de grupos, asociaciones, núcleos de amigos que pretenden convertirse en partidos políticos de la noche a la mañana, sin más valor y opciones que su propia audacia y el atrevimiento que se nutre de la ignorancia y el descaro?. Personajes de farándula, cuya única virtud es la osadía que los anima y el desmesurado ego que los estimula, con frecuencia superior a su propio yo. Individuos caradura a quienes, Dios sabe en qué momento, se les subieron las ideas a la cabeza. ¿Cómo tomar en serio a personajes que sólo los conocen en el ámbito cerrado de sus núcleos familiares y celebran asambleas partidarias en las cabinas telefónicas? Predicadores de barrio, oradores de ocasión, traficantes de la fe, mentirosos profesionales, vendedores de baratijas, farsantes en fin, que se lanzan al ruedo de la política y pretenden vendernos sus supuestas virtudes como si fueran milagros divinos y dones concedidos por la gracia celestial.
Pero no. Ya estamos -o, en todo caso, deberíamos estar- curados de espanto. No debemos permitir que nos engañen otra vez. Si algún mérito habrá tenido el movimiento antigolpista, es decir la Resistencia que nació después del golpe y se mantiene orgánicamente funcional todavía, es el de haber cuestionado y escindido el sistema bipartidista que tanto daño, perjuicio y limitaciones le causó a las posibilidades democráticas de la sociedad hondureña. El bipartidismo, en su momento, jugó un rol estabilizador, para bien o para mal. Pero sólo eso. Por lo demás, desempeñó un papel neutralizador de las energías vitales de la participación ciudadana, encasillando su dinamismo en la camisa de fuerza de los dos grandes partidos políticos, el Liberal y el Nacional. El bipartidismo fue, en su primer momento, un sostén y base del equilibrio de la democracia naciente, pero, después, un obstáculo y una camisa de fuerza para la democracia participativa y la inclusión social.
Si esto ha sido así, concluyamos entonces: La proliferación de ofertas políticas, desde los charlatanes ególatras y vanidosos hasta los ambiciosos desmesurados, no son la solución. Son, apenas, viejos engaños disfrazados de nuevas ofertas, trampas antiguas para nuevos ingenuos. ¡Basta ya de tanto circo!
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