sábado, 13 de agosto de 2011
Monsiváis y la monsimanía
La Ventana
Por Julio Ortega
El verano de 1969, cuando el hombre llegó a la luna, yo llegué a México y conocí a Carlos Monsiváis. Era, me pareció, un hombre de otro planeta: imaginaba un mundo más libre, creía en el poder civilizador de la crítica, y ya había elegido ser el opositor número uno de la dictadura corporativista del PRI (Partido Revolucionario Institucional, ese oxímoron). Fue “el último escritor público” mexicano, según Adolfo Castañón, pero también fue el primero.
No solo porque hizo de la heterodoxia destino, sino porque la crítica permanente lo mantuvo siempre fuera del sistema. Y es probable que siga siendo el modelo de intelectual venidero, porque aunque escribió la Comedia más humana, la mexicana, no hizo sino exorcizar el pasado para convocar los futuros. Toda su vida dio batallas contra los monstruos de la razón autoritaria. Mientras América Latina siga siendo el dramático producto de una modernidad confictiva, la obra de Monsiváis se seguirá leyendo como un manual de instrucciones para sobrellevar el Apocalipsis.
Bien visto, su trabajo fue de relevos. Siguió la lección clásica de Alfonso Reyes, de proseguir la conversación humanista; y la de Juan Rulfo, de leer la cultura popular como universal. Por eso, pudo escribir sobre los grandes poetas mexicanos, los migrantes y la cultura mediática, pero también sobre cantantes de boleros y rancheras, luchadores enmascarados y artistas de la farándula. Fue el primero en demostrar la capacidad creativa de la cultura popular, sus modos de procesar la violencia y de negociar sus márgenes. Descubrió que en ese imaginario viven los más pobres, ni alienados ni delincuentes, sino abriéndose horizonte.
Hay dos momentos que declaran la sintonía de su vida y obra, su libertad crítica y compromiso ético. El primero es la matanza de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco en 1968; el segundo, el terremoto que asoló la ciudad de México en 1985.
Si la primera catástrofe demostró la ilegitimidad del modelo corporativista, que solo podía perpetuar la violencia; la segunda probó la incapacidad estatal para asumir un desastre natural, y dio curso al nacimiento de la sociedad civil organizada, donde se forjó la oposición que terminaría con 70 años de gobierno del PRI.
Monsiváis hizo de la memoria de esas catástrofes una lección de futuro. En dos de sus manuales de sobrevida, “No sin nosotros”. Los días del terremoto (2005) y El 68, Tradición de la resistencia (2008) convirtió la memoria de la violencia en la crítica más creativa, aquella que adelanta el porvenir. Su diálogo con el lector, por eso, se hizo más personal: nos pregunta por nuestro lugar en el Apocalipsis.
No es casual que los jóvenes de hoy lo lean en México como parte de lo que ellos llaman “La Monsimanía”. Se trata del estilo y la persona cultural ya no de Monsiváis sino de “Monsi”, ese personaje que les provee de un modelo crítico heterodoxo, posdisciplinario, tan irónico como celebratorio; y de un estilo más fluido y menos canónico, gracias a la crónica, donde transitan todos los demás géneros, el periodismo, el testimonio, la historia y la parodia; las voces irreverentes de una urbe que es la más grande del mundo, capital del siglo XXI, donde termina el optimismo modernista de la tecnología, y donde habrá que imaginar si no otro mundo, sí una nueva lectura.
La conciencia imprescindible (CONACULTA, 2009) se llama ese primer intento, editado por Jazreel Salazar, de dieciséis jóvenes autores dan cuenta de su diálogo con la vida y obra de Monsiváis. El año pasado, en la Feria del Libro de Guadalajara se presentó ese tomo, y Monsiváis asumió su papel resignado de Monsi, entre esos jóvenes. Rossana Reguillo lo llamó “compendio nacional” del cual el libro sería un primer mapa “monsivarita”.
Celebro haber estado en el público y dar fe de esta lectura plena de “humormonsi,” una versión posmoderna del Monstruo barroco, que habría hecho sonreir a Gracián. Para empezar, los autores se curaron en salud: no son la “generación Conaculta”. Y fue reconocida la “centralidad” de un pensamiento abierto cuyos ejes están en la cultura popular y la crítica del poder. Monsiváis se defendió como pudo, del “potro de tortura de oír hablar de mí positivamente”. Y cambiando pronto de tema, advirtió que el intelectual había sido sustituido por el académico, que ha tomado el espacio público y el poder interpretativo, mientras que la gran prensa cultiva la opinión pública, que es el coro griego de otra tragedia, la impunidad.
El libro es sobre la conciencia como ejercicio de la libertad de las opciones, en el cual cada individuo adquiere su identidad. Me doy cuenta de que es una agenda crítica del porvenir: discute la crónica y el lenguaje, la escritura y sus funciones, las formas de la cultura popular, y el relato de una vida, la de Carlos Monsiváis, como héroe civil de la lectura, sin otra autoridad que la fe en el lector. Se trata, eso sí, de una vida excepcional. Y de una fe extraordinaria.
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