Por Rafael Luis Gumucio Rivas
Siempre ha ocurrido en la historia que los últimos en darse cuenta de que su modelo de dominación se derrumbó, producto de la rebelión ciudadana contra la desigualdad y el abuso, son las castas plutocráticas político-empresariales. En el Chile de hoy este aserto se confirma plenamente.
El duopolio, consecuencia de un sistema electoral ilegítimo e injusto, regentando una Constitución autoritaria en sucesivos gobiernos, sólo ha producido un Chile segmentado donde reina el abuso de los poderosos contra los ciudadanos.
El diagnóstico forma parte ya del sentido común y es compartido por la gran mayoría de los chilenos. Según la encuesta Latinobarómetro, sólo el 16% tiene confianza en los partidos políticos; el 21% cree que las instituciones funcionan bien; el 48% piensa que los funcionarios públicos son corruptos; el 71% de los ciudadanos cree que el país está gobernado por unos cuantos grupos poderosos que actúan en su propio beneficio. (Cit. por Waissbluth, 2010:42).
La educación, además de ser un negociado, es hoy por hoy un desastre, y es solamente un espejo del Chile segmentado, en base a colegios particulares para ricos, que construyen sus propias redes de poder para perpetuarse, y escuelas municipales para pobres, cuyo destino es limpiar letrinas. Todos los indicadores sólo sirven para demostrar la cruda realidad del apartheid chileno: en el Simce, el estrato bajo, en matemáticas obtiene apenas 210 puntos, mientras que el alto 225; en la PSU, aquellos en que su familia gana menos de US 550, el 43% obtiene menos de 450 puntos, y el 0.2%, más de 700 puntos; aquellos que ganan más de US 2.500, el 4,1% obtiene menos de 450 puntos, mientras que más de 700 puntos, el 19,3%. (Op. Cit.: 94). En las pruebas internacionales, especialmente en la Pisa, Chile está en los últimos lugares.
La mayoría de los alumnos no entiende lo que lee y un alto porcentaje de profesores son incapaces de interpretar un texto, mucho menos de establecer relaciones y asociaciones o de interpretar un gráfico. Algunas universidades públicas y privadas se disputan el mercado de clientes-aspirantes a profesores de educación básica, en base a cursos de fines de semana y vacaciones y de formación a distancia, profundizando así la pésima educación de nuestros docentes.
Una de las claves de nuestro desastre educacional está en la despreocupación en el desarrollo de las competencias docentes a lo largo de la carrera de pedagogía, mucho menos la búsqueda de una carrera docente que valore al profesor como uno de los profesionales fundamentales para el desarrollo del país.
Tanto los gobiernos de la Concertación, como el actual, visualizan la educación como un negocio, “un bien de consumo”, como lo sostuvo un gran filósofo contemporáneo, algo que se compra y se vende, que se transa en la Bolsa, el más desregulado de los mercados, por el cual los estudiantes deudores son más abusados que en los bancos y el retail.
La casta política chilena ostenta el record mundial de la hipocresía: todos sus integrantes sostienen que la educación es fundamental para el desarrollo, sin embargo, no han hecho más que destruirla. No sólo los ministros Larroulet, Rivera y Lavín están vinculados a empresas que lucran con la educación, sino que también lo hacen los democratacristianos e, incluso, pseudoizquierdistas y, como están todos en el mismo charco y son dueños del poder, la ley es inaplicable – al menos hasta hora -. En el plano de la impunidad se hermanan los ex CNI, los dueños de La Polar y de las tres farmacias – Ahumada, Salco y Cruz Verde – y de los políticos que lucran con las universidades.
El conflicto entre la sociedad civil y la casta política es insoluble: son paradigmas que jamás podrán encontrarse. Los primeros conciben al país como un gran supermercado, cuyo centro es el lucro y a los ciudadanos como consumidores y deudores; los según dos, como una sociedad de personas, que tiene pleno derecho a recibir del Estado bienes básicos como la educación y la salud gratuitas – por lo demás, estos deberes del Estado están financiados por todos los chilenos.
Tanto la derecha como los encapuchados de ultraizquierda no pueden concebir que un movimiento de resistencia civil no violenta, no sólo haya desnudado las llagas leprosas de este país, sino que también sean capaces de delinear un nuevo camino que permita refundar la república. Es en este contexto que hay que entender las torpes declaraciones de protofascistas – como aquellas del alcalde Zalaquet, que llama a los militares, o la de Carlos Larraín, al referirse a sus colegas como “inútiles y subversivos”, y la joyita del intendente de Concepción, que sostiene que los anarquistas son “producto del abandono de sus padres”, ignorando que Bakunin y kropotkin nacieron en cuna de oro - que, en el fondo no pueden dejar de mostrar su alma pinochetista.
Para reconstruir la república, destruida por el duo Pinochet-Concertación, es necesario un plebiscito, posteriormente, una Constituyente, un cambio radical en las cargas públicas, que aumenta el impuesto a las empresas y a los más ricos, reduciéndolos a las personas, la eliminación del lucro en la educación y un Estado docente descentralizado.
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