Por Mónica Maristain
El 2010 fue un año importante para Lila Downs. Se convirtió en madre y volvió a cantar en Oaxaca, su tierra natal. Fue en un concierto brindado en el marco de la trigésima edición de la Feria Internacional del Libro en noviembre, luego de seis años de una no expresa aunque efectiva prohibición. “Para estas cosas no existen papeles con sellos y firmas que queden como testimonio de una censura, pero la censura existió y se hacía real cuando se planeaba un concierto o festival donde aparecía mi nombre”, cuenta la cantante nacida el 19 de septiembre de 1968 en Heroica Ciudad de Tlaxiaco. El silencio de Lila en el suelo que la vio nacer duró lo que el cuestionado gobierno de Ulises Ruiz y concluyó cuando el candidato aliancista Gabinó Cué tomó posesión de su mandato.
“Es necesario cantar para liberar los monstruos que llevamos dentro”, suele decir esta mujer de belleza arrolladora, crecida a la sombra y a la luz de la cultura mixteca, que defiende con fervor artístico constante, y de la estadounidense, hija como es de un padre “gringo”, profesor de cine y típico producto de la cultura sesentista, que se murió cuando Lila era apenas una adolescente de 16 años.
Esta antropóloga por la Universidad de Minnesota, a quien la enorme Chavela Vargas ha nombrado su heredera “para que todas las cantantes nos peleemos entre nosotras”, según dice Downs, no es una figura política. No al menos en el sentido estricto de militar por un partido o apoyar a un gobierno determinado. Sin embargo, su voz ha hecho por su cultura, por su origen, por las mujeres agricultoras de la llanura mixteca, mucho más que cualquier diputado.
“Nos han sacado parte de nuestra inocencia, de nuestra alegría y de nuestra libertad, pero no pudieron quitarnos el orgullo y la valentía por ser oaxaqueños”, supo decir cuando reapareció a voz en cuello e inmersa en un baile frenético en la capital de su pueblo. Y todo aquello que es marca de exotismo y folklore pintoresco en tantos escenarios internacionales que ha pisado y donde ha sabido consagrarse como una de las artistas más importantes del México contemporáneo, cobra sentido, cobra fuerza, cobra verdad.
Casada con el músico estadounidense Paul Cohen, Downs enfrenta ahora uno de sus retos más difíciles: triunfar en Broadway con la obra que ha escrito con su marido, basada en el libro de Laura Esquivel, Como agua para chocolate. Vienen trabajando desde hace dos años en el proyecto, haciendo talleres subvencionados por el Sundance Institute, escribiendo ella las letras y él las músicas. La legendaria Chita Rivera y la estrella latina en ascenso Rosario Dawson (la actriz de Sin City, entre otras) formarán parte del elenco en una obra que si todo va bien se estrenará este año en Estados Unidos.
Paralelo a ello, Lila prepara su próximo disco de estudio, el décimo de su fructífera carrera. Entrará a grabar en mayo la nueva producción que llevará por título Pecados y milagros, haciendo referencia a su maternidad, que considera milagrosa, y al mal de los poderes pecaminosos que gobiernan un país envuelto en sangre. Una de las canciones del nuevo disco, por ejemplo, es “La reina del inframundo”, como homenaje a las víctimas de la llamada Guerra del Narco. Será octubre cuando Pecados y milagros vea la luz, tras lo cual la cantante y compositora iniciará una gira por México, actuando en escenarios de Tijuana, Guadalajara, Monterrey, León, Morelia y la Ciudad de México, donde se presentará en el Auditorio Nacional. A la par de su trabajo artístico, Lila sigue apoyando, como desde hace 15 años, al Fondo de Becas Guadalupe Musalem, que impulsa a mujeres oaxaqueñas menores de 20 años y de escasos recursos a concluir sus estudios de bachillerato.
– ¿Qué ha tenido más en la vida, pecados o milagros?
– Bueno, el milagro más grande de mi vida ha sido tener un hijo y ver cómo se desarrolla eso que llamo una simbiosis mágica. A la par, es milagroso también estar componiendo temas para el teatro, donde intento dar mi visión de eso que se denomina realismo mágico latinoamericano. Mi hijo me inspira de manera inexplicable. No tengo palabras para describir la experiencia de la maternidad. Es una fuerza inmensa y misteriosa la que te une con este pequeño ser y que en mi caso es aún más especial, porque mi hijo no lleva mi sangre y, sin embargo, tengo con él un nexo de ombligo a ombligo.
– ¿Su esposo cómo lo lleva?
– Bien, muy bien. De pronto los dos nos estresamos mucho, no te creas, pero es parte del asunto. Un hijo te enseña a mirar el estrés de otra manera.
– ¿Qué es el pecado para usted?
– Desde muy chica tuve la noción de pecado. Con mis padres, seguramente. Nací en una familia muy liberal y creo que por eso ejercí un poco más de cuidado a lo largo de mi vida. Mi madre se paseaba desnuda por la casa y eso en un pueblo oaxaqueño no estaba muy bien visto. Estamos hablando de finales de los ’60. Mi padre traía a la casa estudiantes de la Universidad de Minnesota, que venían a aprender cerámica, cine, arte... imagínate, todos fumaban algo, tenían una mentalidad muy abierta... creo que el pecado para mí comenzó a tener una noción más clara cuando mi padre murió. Se acentuó en mí mucho más el sentido de culpa, de pena, de dolor. Yo tenía 16 años y me acerqué mucho a la iglesia, buscando un padre sustituto. Me acerqué a los santos, a lo sagrado; claro que en mi adolescencia y en mi temprana vida de adulto cometí algún que otro pecado (risas).
– Nunca quiso ser monja...
– No, nunca tuve vocación de santa. De todas maneras, el tema del pecado en mi próximo disco, aunque cada uno lo puede interpretar a su manera, tiene más que ver con mi visión de los seres humanos cuando están en sitios de poder. Allí es donde me parece que la atracción del pecado es más fuerte y más dañina. No se trata de un pecado de la carne, íntimo, personal, se trata de tener poder y con él causar dolor a muchas personas. Cuando se trata del poder político, expresamente, me pregunto: ¿por qué ahí no hay culpa? Es al menos extraño, ¿no? Llama la atención que personas que ocupan cargos de gobierno muchas veces no tengan noción de lo que hacen, una noción moral. Es curioso.
– ¿El pecado de su disco es apuntar el dedo índice en un país que le duele?
– Creo que sí. Es desde un lugar muy íntimo y de mucho dolor y que nace de mi relación con mi propio país. Anoche precisamente cantamos dos temas que vendrán en el nuevo disco. Uno se llama “Mezcalito” y está dedicado a la bebida sagrada de Oaxaca. El otro trata sobre el maíz y las molenderas. Son canciones hechas con la motivación de querer buscar elementos y símbolos que nos den fuerza. Siento que con todo lo que está pasando, abuso de poder, problemas en nuestras calles, con la violencia contra las mujeres, es lícito preguntarse a dónde puede uno encontrar su fe. Por eso recurrí a un lugar que conozco y quiero. En Oaxaca, mi madre suele decirme: “Mira a esas mujeres que venden tortillas a peso, mira su fuerza, su valor”. De ahí nació mi idea de hacer un tributo a esas mujeres, porque es ahí donde los mexicanos vamos a encontrar nuestra fe. El mezcal es también la interpretación del pecado, por un lado, pero por el otro es hacer hincapié en lo sagrado, en lo verdadero. Finalmente es eso lo que hace el alcohol, ¿no? Ayudarnos a decir la verdad.
No hay borracho que coma lumbre, como dice mi mamá.
Llevar México al mundo
Desde que comenzó a cantar, cuando era adolescente, junto a Los Cadetes de Yodoyuxi (un grupo de percusión) y La Trova Serrana para la comunidad latina de los Estados Unidos, Lila Downs se ha mostrado firme en su empeño de difundir la cultura de su lugar de origen. En su canto se mezclan los aires de las tribus zapotecas y mixtecas con notable fluidez. Ella explica siempre esa tarea con una palabra indubitable: el orgullo.
– La cultura oaxaqueña cobra cada día más dimensión tanto adentro como afuera de México. ¿Se siente un poquito responsable de ello?
– Sí, la verdad que sí. Lo hago con orgullo. En Oaxaca estamos muy orgullosos de lo que somos, quizás a veces demasiado, no lo voy a negar. Tenemos un ego muy grande, pero es sano, creo. Anoche conversaba con el bajista de mi grupo, que es siciliano, y me hablaba de una amiga que era la única con la que podía hablar su dialecto en México. Y le digo: “¿Y qué tal tu amiga, cómo es?”. El me contesta: “¡Es una chica muy talentosa, porque es siciliana!” (risas). Bueno, un poco así somos los oaxaqueños. En mi caso, la noción de orgullo está en mi canto, porque en mi etnia, la mixteca, hay una pobreza de orgullo, creo. Espero que con mi arte esté contribuyendo para que eso cambie. Y lo noto, la verdad, pero falta...
– ¿Y cómo se arregla Oaxaca?
– El arte ayuda mucho. Si hubiera más arte en el mundo, habría menos problemas. En Oaxaca hay una escuela que se llama el Cedart, donde hay jóvenes que se van formando a través del arte y se nota que son seres distintos, más sensibles que el resto. La situación en Oaxaca es muy grave, porque nuestras etnias son muy diferentes entre sí. Somos muy diversos, pero siento que vamos creando una especie de modelo para muchos grupos indígenas de todo México.
– ¿Apoyó usted a Gabino Cué?
– Bueno, yo esperaba un cambio positivo y apoyé al gobierno del cambio. No me atrevo, eso sí, a meterme en la política de lleno, porque de pronto cuando opiné demasiado con mis canciones fui censurada y me di cuenta de lo que uno arriesga. No me arrepiento, claro, pero siento que la política es muy sucia. Hacer una lucha más espiritual, con el arte, puede también producir grandes y buenas transformaciones sociales.
– ¿Cómo fue eso de la prohibición?
– Bueno, fuera que hubiera un testimonio gráfico, material, de la censura, pero lamentablemente no fue así. Lo que pasó fue que a lo largo de seis años hubo muchas invitaciones para cantar en Oaxaca y cuando aparecía mi nombre, los conciertos eran cancelados.
– ¿Estaba nerviosa cuando cantó por primera vez en su tierra luego de la prohibición?
– La verdad, sí. No sabía qué iba a ocurrir y tenía miedo. Nuestro público es bastante apasionado y joven a veces y por eso decidí no cantar “Perro negro”, que es una canción escrita a raíz de la situación en Oaxaca (Lila grabó este tema en el disco Ojo de culebra, a dúo con el cantante de Café Tacuba, Rubén Albarrán). Me lo pedían desde la primera fila, pero sentí que si lo hacía podía propiciar alguna situación violenta. También la prensa me criticó mucho porque fuimos muy celosos con el tema de la seguridad, pero temíamos que hubiera algún “accidente” en el público.
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