miércoles, 21 de julio de 2010
Más allá de la violencia y de la no violencia: La cultura de la resistencia
Counterpouch
Por Ramzy Baroud*
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
La resistencia no es una banda de hombres armados empeñados en causar estragos.
No es una célula de terroristas que traman maneras de volar edificios.
La verdadera resistencia es una cultura.
Es una réplica colectiva a la opresión.
La comprensión de la verdadera naturaleza de la resistencia, sin embargo, no es fácil. Ningún byte informativo podría ser suficientemente exhaustivo para explicar por qué la gente, como gente, resiste. Incluso si una tarea tan ardua fuera posible, las noticias podrían preferir no transmitirla, ya que se estrellaría directamente contra interpretaciones dominantes de la violencia y de la resistencia no violenta. La historia de Afganistán debe quedar limitada al mismo lenguaje: al-Qaida y los talibanes. Hay que representar a Líbano en términos de un Hizbulá (Partido de Dios) amenazante, respaldado por Irán. Eternamente hay que mostrar a Hamás en Palestina como un grupo militante que jura destruir el Estado judío. Todo intento de ofrecer una interpretación alternativa equivale a simpatizar con los terroristas y justificar la violencia.
La refundición deliberada y el abuso de la terminología casi han imposibilitado prácticamente que se comprenda, y por lo tanto que se resuelvan realmente, sangrientos conflictos.
Incluso los que pretenden simpatizar con naciones en resistencia contribuyen a menudo a la confusión. Activistas de los países occidentales tienden a seguir una comprensión académica de lo que sucede en Palestina, Iraq, el Líbano, y Afganistán. Por lo tanto ciertas ideas se perpetúan: los atentados suicidas son malos, la resistencia no violenta es buena; los cohetes de Hamás son malos, las hondas son buenas; la resistencia armada es mala, las vigilias frente a las oficinas de la Cruz Roja son buenas.
Muchos activistas citarán a Martin Luther King Jr., pero no a Malcolm X. Inculcarán una comprensión selectiva de Gandhi, pero nunca de Guevara. Este discurso supuestamente “estratégico” ha despojado a muchos de lo que podría ser una comprensión preciosa de la resistencia –como concepto y como cultura.
Entre la comprensión reduccionista dominante de la resistencia como violenta y terrorista y la desfiguración “alternativa” de una experiencia cultural inspiradora y apremiante, se pierde la resistencia como cultura. Las dos definiciones preponderantes no ofrecen otra cosa que descripciones estrechas. Ambas presentan a los que tratan de transmitir el punto de vista de la cultura de la resistencia como si estuvieran casi siempre a la defensiva. Por lo tanto escuchamos repetidamente las mismas declaraciones: no, no somos terroristas; no, no somos violentos, realmente tenemos una rica cultura de resistencia no violenta; no, Hamás no está asociado a al-Qaida; no, Hizbulá no es un agente iraní. Irónicamente, escritores, intelectuales y académicos israelíes reconocen mucho menos que sus homólogos palestinos, aunque los primeros tienden a defender la agresión y los últimos defienden, o por lo menos tratan de explicar su resistencia a la agresión. También es irónico que en lugar de tratar de comprender por qué la gente resiste, muchos tratan de debatir cómo reprimir su resistencia.
Al hablar de resistencia como cultura, me refiero a la elucidación de Edward Said de la “cultura (como) una manera de luchar contra la extinción y el exterminio”. Cuando las culturas resisten no intrigan ni juegan a la política. Tampoco maltratan con sadismo. Sus decisiones sobre si emprender la lucha armada o emplear métodos no violentos, sobre si atacar o no a civiles, sobre si conspirar o no con elementos extranjeros, son todas puramente estratégicas. Tienen poca o ninguna relevancia con el concepto de resistencia en sí. La mezcla entre los dos es manipuladora o simplemente ignorante.
Si la resistencia “es la acción de oponerse a algo que se desaprueba o con lo que no se está de acuerdo”, entonces una cultura de la resistencia es lo que ocurre cuando toda una cultura llega a esta decisión colectiva de oponerse al elemento irritante –a menudo una ocupación extranjera-. La decisión no está calculada. Se genera a través de un largo proceso en el cual la conciencia de uno mismo, la autoafirmación, la tradición, las experiencias colectivas, los símbolos y muchos otros factores interactúan de maneras específicas. Esto podría ser nuevo para la riqueza de las experiencias pasadas de esa cultura. Pero es en mucho un proceso interno.
Es casi como una reacción química, pero incluso más compleja ya que no siempre es fácil separar sus elementos. Por lo tanto tampoco es fácil comprenderla completamente y, en el caso de un ejército invasor, no se puede reprimir fácilmente. Es como traté de explicar el primer levantamiento palestino de 1987, que viví íntegramente en Gaza:
“No es fácil aislar fechas y eventos específicos que desatan revoluciones populares. La rebelión colectiva genuina no se puede racionalizar a través de una línea coherente de lógica que cubra el tiempo y el espacio; es más bien la culminación de experiencias que unen al individuo al colectivo, su consciente y subconsciente, sus relaciones con sus entornos inmediatos y con lo que no es tan inmediato, y todo choca y explota en una furia que no se puede reprimir” (My Father Was A Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story)
Los ocupantes extranjeros tienden a combatir la resistencia popular mediante diversos medios. Uno incluye una cantidad variada de violencia dirigida a desorientar, destruir y reconstruir una nación según una imagen deseada (Lea La doctrina del choque de Naomi Klein). Otra estrategia es debilitar los componentes mismos que dan a una cultura su singular identidad y sus fuerzas interiores –y así debilitar la capacidad de resistencia de esa cultura-. La primera requiere poder de fuego, mientras que la segunda se puede lograr mediante métodos flexibles de control. Numerosas naciones del “Tercer Mundo” que alardean de su soberanía e independencia podrían, en realidad, estar muy ocupadas, pero debido a sus culturas fragmentadas y subyugadas –a través de la globalización, por ejemplo– son incapaces de comprender la dimensión de su tragedia y dependencia. Otras, que podrían estar efectivamente ocupadas, poseen a menudo una cultura de resistencia que imposibilita que sus ocupantes logren algunos de sus objetivos deseados.
En Gaza, Palestina, aunque los medios hablan interminablemente de cohetes y de la seguridad de Israel, y discuten quién es realmente responsable del mantenimiento de los palestinos como rehenes en la Franja, no se presta ninguna atención a los niños que viven en carpas en las ruinas de las casas que perdieron en el último asalto israelí. Esos niños participan de la misma cultura de resistencia que Gaza ha vivido durante los seis últimos decenios. En sus cuadernos de notas dibujan a combatientes con fusiles, niños con hondas, mujeres con banderas, así como tanques y aviones de guerra amenazantes de Israel, tumbas marcadas con la palabra “mártir”, y casas destruidas. Por doquier, se utiliza constantemente la palabra “victoria”.
Cuando estuve en Iraq presencié una versión local de los dibujos de esos niños. Y aunque todavía no he visto los álbumes de recortes de niños afganos también puedo imaginar fácilmente su contenido.
* Ramzy Baroud (www.ramzybaroud.net) es un columnista internacionalmente reconocido y editor de PalestineChronicle.com. Su libro más reciente es “My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story” (Pluto Press, London).
Por Ramzy Baroud*
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
La resistencia no es una banda de hombres armados empeñados en causar estragos.
No es una célula de terroristas que traman maneras de volar edificios.
La verdadera resistencia es una cultura.
Es una réplica colectiva a la opresión.
La comprensión de la verdadera naturaleza de la resistencia, sin embargo, no es fácil. Ningún byte informativo podría ser suficientemente exhaustivo para explicar por qué la gente, como gente, resiste. Incluso si una tarea tan ardua fuera posible, las noticias podrían preferir no transmitirla, ya que se estrellaría directamente contra interpretaciones dominantes de la violencia y de la resistencia no violenta. La historia de Afganistán debe quedar limitada al mismo lenguaje: al-Qaida y los talibanes. Hay que representar a Líbano en términos de un Hizbulá (Partido de Dios) amenazante, respaldado por Irán. Eternamente hay que mostrar a Hamás en Palestina como un grupo militante que jura destruir el Estado judío. Todo intento de ofrecer una interpretación alternativa equivale a simpatizar con los terroristas y justificar la violencia.
La refundición deliberada y el abuso de la terminología casi han imposibilitado prácticamente que se comprenda, y por lo tanto que se resuelvan realmente, sangrientos conflictos.
Incluso los que pretenden simpatizar con naciones en resistencia contribuyen a menudo a la confusión. Activistas de los países occidentales tienden a seguir una comprensión académica de lo que sucede en Palestina, Iraq, el Líbano, y Afganistán. Por lo tanto ciertas ideas se perpetúan: los atentados suicidas son malos, la resistencia no violenta es buena; los cohetes de Hamás son malos, las hondas son buenas; la resistencia armada es mala, las vigilias frente a las oficinas de la Cruz Roja son buenas.
Muchos activistas citarán a Martin Luther King Jr., pero no a Malcolm X. Inculcarán una comprensión selectiva de Gandhi, pero nunca de Guevara. Este discurso supuestamente “estratégico” ha despojado a muchos de lo que podría ser una comprensión preciosa de la resistencia –como concepto y como cultura.
Entre la comprensión reduccionista dominante de la resistencia como violenta y terrorista y la desfiguración “alternativa” de una experiencia cultural inspiradora y apremiante, se pierde la resistencia como cultura. Las dos definiciones preponderantes no ofrecen otra cosa que descripciones estrechas. Ambas presentan a los que tratan de transmitir el punto de vista de la cultura de la resistencia como si estuvieran casi siempre a la defensiva. Por lo tanto escuchamos repetidamente las mismas declaraciones: no, no somos terroristas; no, no somos violentos, realmente tenemos una rica cultura de resistencia no violenta; no, Hamás no está asociado a al-Qaida; no, Hizbulá no es un agente iraní. Irónicamente, escritores, intelectuales y académicos israelíes reconocen mucho menos que sus homólogos palestinos, aunque los primeros tienden a defender la agresión y los últimos defienden, o por lo menos tratan de explicar su resistencia a la agresión. También es irónico que en lugar de tratar de comprender por qué la gente resiste, muchos tratan de debatir cómo reprimir su resistencia.
Al hablar de resistencia como cultura, me refiero a la elucidación de Edward Said de la “cultura (como) una manera de luchar contra la extinción y el exterminio”. Cuando las culturas resisten no intrigan ni juegan a la política. Tampoco maltratan con sadismo. Sus decisiones sobre si emprender la lucha armada o emplear métodos no violentos, sobre si atacar o no a civiles, sobre si conspirar o no con elementos extranjeros, son todas puramente estratégicas. Tienen poca o ninguna relevancia con el concepto de resistencia en sí. La mezcla entre los dos es manipuladora o simplemente ignorante.
Si la resistencia “es la acción de oponerse a algo que se desaprueba o con lo que no se está de acuerdo”, entonces una cultura de la resistencia es lo que ocurre cuando toda una cultura llega a esta decisión colectiva de oponerse al elemento irritante –a menudo una ocupación extranjera-. La decisión no está calculada. Se genera a través de un largo proceso en el cual la conciencia de uno mismo, la autoafirmación, la tradición, las experiencias colectivas, los símbolos y muchos otros factores interactúan de maneras específicas. Esto podría ser nuevo para la riqueza de las experiencias pasadas de esa cultura. Pero es en mucho un proceso interno.
Es casi como una reacción química, pero incluso más compleja ya que no siempre es fácil separar sus elementos. Por lo tanto tampoco es fácil comprenderla completamente y, en el caso de un ejército invasor, no se puede reprimir fácilmente. Es como traté de explicar el primer levantamiento palestino de 1987, que viví íntegramente en Gaza:
“No es fácil aislar fechas y eventos específicos que desatan revoluciones populares. La rebelión colectiva genuina no se puede racionalizar a través de una línea coherente de lógica que cubra el tiempo y el espacio; es más bien la culminación de experiencias que unen al individuo al colectivo, su consciente y subconsciente, sus relaciones con sus entornos inmediatos y con lo que no es tan inmediato, y todo choca y explota en una furia que no se puede reprimir” (My Father Was A Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story)
Los ocupantes extranjeros tienden a combatir la resistencia popular mediante diversos medios. Uno incluye una cantidad variada de violencia dirigida a desorientar, destruir y reconstruir una nación según una imagen deseada (Lea La doctrina del choque de Naomi Klein). Otra estrategia es debilitar los componentes mismos que dan a una cultura su singular identidad y sus fuerzas interiores –y así debilitar la capacidad de resistencia de esa cultura-. La primera requiere poder de fuego, mientras que la segunda se puede lograr mediante métodos flexibles de control. Numerosas naciones del “Tercer Mundo” que alardean de su soberanía e independencia podrían, en realidad, estar muy ocupadas, pero debido a sus culturas fragmentadas y subyugadas –a través de la globalización, por ejemplo– son incapaces de comprender la dimensión de su tragedia y dependencia. Otras, que podrían estar efectivamente ocupadas, poseen a menudo una cultura de resistencia que imposibilita que sus ocupantes logren algunos de sus objetivos deseados.
En Gaza, Palestina, aunque los medios hablan interminablemente de cohetes y de la seguridad de Israel, y discuten quién es realmente responsable del mantenimiento de los palestinos como rehenes en la Franja, no se presta ninguna atención a los niños que viven en carpas en las ruinas de las casas que perdieron en el último asalto israelí. Esos niños participan de la misma cultura de resistencia que Gaza ha vivido durante los seis últimos decenios. En sus cuadernos de notas dibujan a combatientes con fusiles, niños con hondas, mujeres con banderas, así como tanques y aviones de guerra amenazantes de Israel, tumbas marcadas con la palabra “mártir”, y casas destruidas. Por doquier, se utiliza constantemente la palabra “victoria”.
Cuando estuve en Iraq presencié una versión local de los dibujos de esos niños. Y aunque todavía no he visto los álbumes de recortes de niños afganos también puedo imaginar fácilmente su contenido.
* Ramzy Baroud (www.ramzybaroud.net) es un columnista internacionalmente reconocido y editor de PalestineChronicle.com. Su libro más reciente es “My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story” (Pluto Press, London).
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