domingo, 9 de agosto de 2009
El hombre de hule
Yo y el comisionado nacional de los derechos humanos de Honduras
Por: Allan McDonald (Rebelión)
Para Abril
Antes, cuando la vida no estaba de moda y el mundo era un camino de piedras pardas, eran los años de los jeep verde olivo, de los chocolates a la garduña, de la Alianza para el Progreso, que venía disfrazada de leche en polvo para los niños pobres de mi escuela, eran los fabulosos 80s, eran los años en que yo me salía de mi casa a volar barriletes frente al viento que corría desbocado por el cielo y escuchaba a los viejos hablar de un tal Custodio, un hombre de acero, templado en el heroísmo de acusar abiertamente a los militares y de ser el defensor, el paño de lágrimas de la democracia herida en esa verde época.
El tiempo se fue evaporando como en un amanecer y sobrevivimos como cangrejos en una playa de alcatraces muertos todos los que cruzamos la frontera de la esperanza para llegar a los años 90s.
Yo entonces cumplía los 17, caricaturista de siempre y ya trabajando en el diario, publicando perpetuamente mi caricatura cotidiana y mi página de humor cada sábado, creyendo persistentemente que la utopía de un país mejor nos señale el destino de la rebelión, siempre pensé así, siempre; y en una tarde de esas memorables, de esas que uno cuida en el almacén del alma para que no caiga en el olvido, caminaba por el barrio los Dolores, rumbo a una hemeroteca del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Honduras: Codeh, que en ese entonces quedaba en esa zona, donde el mercado de gritos de vendedores frustrados se revolvía con los rezos de la iglesia, ese otro mercado de crucifijos disecados.
Entré al Codeh y solicité ayuda para una investigación de caricaturas antiguas; buscaba entre papeles amarillentos, polvo y luz, aquello me parecía una bodega de recuerdos, de repente frente a mí se paró el doctor Ramón Custodio, el mítico viejo, con su bigote ensartado en la piel como una hoja enredada en las raíces de su rostro curtido de batallas, su mirada centrada en el movimiento de las manos, que las tenía metidas en la bolsa del pantalón gris, una guayabera blanca y el pelo que lo volaba como una golondrina suicida en el verano de los años; me estrechó la mano. -“Ajá, muchacho, ya días quería conocerte, saludarte y tomar un café para que platiquemos mucho de tu trabajo…”, me dijo él con palabras cansadas y llenas de sinceridad; nos sentamos y hablamos de las cosas duras del país, de la transición confusa de la crisis política a la crisis económica; eran los años del callejismo, los de la robancina nacional; le parecía curioso que yo entonces, adolescente aún, en pleno año 90, bajo una lámpara escarchada de periódicos ya leídos, platicáramos como en una historieta de viejos y cipotes; al despedirse por esos apuros de las agendas inventadas por los curiosos del tiempo, el doctor me puso la mano en el hombro y soltó esas palabras difíciles del abuelo bueno al nieto pendenciero, y nunca las olvidé:
-“Mirá, muchacho, ¿tenés hijos?”
No respondí, imaginando mis lagunas emocionales en medio del corazón perdido y jamás en soñar cómo sería un hijo mío.
-“Mirá, muchacho, hoy sos un caricaturista bueno, fuerte, de mucha rebeldía, pero mañana, cuando tengás hijos, vas a olvidarte de todo esto y pensarás en lo normal, en cómo darle de comer a los hijos, ya verás”, sentenció el abuelo bueno y dio esa media vuelta para perderse en la luz artificial entre el polvo y los papeles que volaban como en un carrusel ya de olvidos.
Han pasado casi 20 años ya después de ese 1990 que me encontré con don Ramón, y en todo eso marcó la vida una historia en cada uno, él haciendo sus cosas y yo las mías, publicando una caricatura diaria; lo dibujé un par de veces cuando lanzó su candidatura independiente a la presidencia, sin lograr reunir las firmas que la pantomima de la democracia exige para entrar al circo, y luego lo vi en tecnicolor dentro del congreso, levantando la mano derecha ante la fauna de velones que lo elegían como el nuevo comisionado nacional de Derechos Humanos, aquella clase que lo detestaba, que lo odiaba y hasta había puesto precio a su cabeza, le daban el premio de esa materia que el doctor conocía de memoria, más que de tacto.
Hoy, que ya no hay palabras ni excusas ni muchachos curiosos ni viejos doctos, hoy en pleno país de facto, en la calle frente a frente, cada uno con la paz de su dignidad a cuestas, los que marchamos en la luz de la victoria certera de una democracia de luchas y de actos nobles por defender la patria perdida y los que se encierran en sus oficinas con escritorios de caoba fina, con gavetas llenas de polvos húmedos de la nostalgia caída en desuso y la foto descolgada del presidente electo, y arrancada con servilismo y puesta la del espurio, y atrás esa banderita azul y blanco, humilde al pie del asta, sencilla mi bandera que envuelve a los sordos y a los ciegos, a los leprosos de miedo y a los héroes caídos de frente al tolete soberbio del rencor.
Allí está el doctor en cadena nacional, con su mirada ya borrada de los archivos de la CIA, frente a los altavoces del sistema, diciendo que los muertos no existen, que el ejército usa balas de hule, que la inocencia de los hombres de honor está probada, que a lo mejor a un revoltoso torpe, que cree en esa pálida promesa de la patria, se le disparó una bala comunista… Ya ven, amigos, yo que nunca he tocado un arma, yo que nunca he colocado detrás de mi mesa de dibujo la foto de ningún presidente, yo que siempre dibujé de frente, me he levantado asustado, corriendo a la cuna de mi pequeña hija, esa que el doctor anunció 20 años atrás, la pequeña Abril, y la he cubierto con mis manos, la he abrazado, le he cantado una canción de amor, le he tapado los ojos para que no mire al hombre aquel que yo admiré tanto, y contarle a mi pequeña lo que el doctor decía, “Mirá, muchacho, sé que cuando tengas tus hijos pensarás diferente”; y es verdad, pienso diferente, con mi hija a cuestas, debo ser rebelde, tener dignidad hasta el fin, para no convertirme en un hombre de hule, y cuando pasen los años y mi Abril pueda volar barriletes, pensará en mí como aquel hombre que no traicionó, y lloverá ese día sobre ella y no se sentirá triste, ya para entonces mi hija tendrá un nuevo país...
Por: Allan McDonald (Rebelión)
Para Abril
Antes, cuando la vida no estaba de moda y el mundo era un camino de piedras pardas, eran los años de los jeep verde olivo, de los chocolates a la garduña, de la Alianza para el Progreso, que venía disfrazada de leche en polvo para los niños pobres de mi escuela, eran los fabulosos 80s, eran los años en que yo me salía de mi casa a volar barriletes frente al viento que corría desbocado por el cielo y escuchaba a los viejos hablar de un tal Custodio, un hombre de acero, templado en el heroísmo de acusar abiertamente a los militares y de ser el defensor, el paño de lágrimas de la democracia herida en esa verde época.
El tiempo se fue evaporando como en un amanecer y sobrevivimos como cangrejos en una playa de alcatraces muertos todos los que cruzamos la frontera de la esperanza para llegar a los años 90s.
Yo entonces cumplía los 17, caricaturista de siempre y ya trabajando en el diario, publicando perpetuamente mi caricatura cotidiana y mi página de humor cada sábado, creyendo persistentemente que la utopía de un país mejor nos señale el destino de la rebelión, siempre pensé así, siempre; y en una tarde de esas memorables, de esas que uno cuida en el almacén del alma para que no caiga en el olvido, caminaba por el barrio los Dolores, rumbo a una hemeroteca del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Honduras: Codeh, que en ese entonces quedaba en esa zona, donde el mercado de gritos de vendedores frustrados se revolvía con los rezos de la iglesia, ese otro mercado de crucifijos disecados.
Entré al Codeh y solicité ayuda para una investigación de caricaturas antiguas; buscaba entre papeles amarillentos, polvo y luz, aquello me parecía una bodega de recuerdos, de repente frente a mí se paró el doctor Ramón Custodio, el mítico viejo, con su bigote ensartado en la piel como una hoja enredada en las raíces de su rostro curtido de batallas, su mirada centrada en el movimiento de las manos, que las tenía metidas en la bolsa del pantalón gris, una guayabera blanca y el pelo que lo volaba como una golondrina suicida en el verano de los años; me estrechó la mano. -“Ajá, muchacho, ya días quería conocerte, saludarte y tomar un café para que platiquemos mucho de tu trabajo…”, me dijo él con palabras cansadas y llenas de sinceridad; nos sentamos y hablamos de las cosas duras del país, de la transición confusa de la crisis política a la crisis económica; eran los años del callejismo, los de la robancina nacional; le parecía curioso que yo entonces, adolescente aún, en pleno año 90, bajo una lámpara escarchada de periódicos ya leídos, platicáramos como en una historieta de viejos y cipotes; al despedirse por esos apuros de las agendas inventadas por los curiosos del tiempo, el doctor me puso la mano en el hombro y soltó esas palabras difíciles del abuelo bueno al nieto pendenciero, y nunca las olvidé:
-“Mirá, muchacho, ¿tenés hijos?”
No respondí, imaginando mis lagunas emocionales en medio del corazón perdido y jamás en soñar cómo sería un hijo mío.
-“Mirá, muchacho, hoy sos un caricaturista bueno, fuerte, de mucha rebeldía, pero mañana, cuando tengás hijos, vas a olvidarte de todo esto y pensarás en lo normal, en cómo darle de comer a los hijos, ya verás”, sentenció el abuelo bueno y dio esa media vuelta para perderse en la luz artificial entre el polvo y los papeles que volaban como en un carrusel ya de olvidos.
Han pasado casi 20 años ya después de ese 1990 que me encontré con don Ramón, y en todo eso marcó la vida una historia en cada uno, él haciendo sus cosas y yo las mías, publicando una caricatura diaria; lo dibujé un par de veces cuando lanzó su candidatura independiente a la presidencia, sin lograr reunir las firmas que la pantomima de la democracia exige para entrar al circo, y luego lo vi en tecnicolor dentro del congreso, levantando la mano derecha ante la fauna de velones que lo elegían como el nuevo comisionado nacional de Derechos Humanos, aquella clase que lo detestaba, que lo odiaba y hasta había puesto precio a su cabeza, le daban el premio de esa materia que el doctor conocía de memoria, más que de tacto.
Hoy, que ya no hay palabras ni excusas ni muchachos curiosos ni viejos doctos, hoy en pleno país de facto, en la calle frente a frente, cada uno con la paz de su dignidad a cuestas, los que marchamos en la luz de la victoria certera de una democracia de luchas y de actos nobles por defender la patria perdida y los que se encierran en sus oficinas con escritorios de caoba fina, con gavetas llenas de polvos húmedos de la nostalgia caída en desuso y la foto descolgada del presidente electo, y arrancada con servilismo y puesta la del espurio, y atrás esa banderita azul y blanco, humilde al pie del asta, sencilla mi bandera que envuelve a los sordos y a los ciegos, a los leprosos de miedo y a los héroes caídos de frente al tolete soberbio del rencor.
Allí está el doctor en cadena nacional, con su mirada ya borrada de los archivos de la CIA, frente a los altavoces del sistema, diciendo que los muertos no existen, que el ejército usa balas de hule, que la inocencia de los hombres de honor está probada, que a lo mejor a un revoltoso torpe, que cree en esa pálida promesa de la patria, se le disparó una bala comunista… Ya ven, amigos, yo que nunca he tocado un arma, yo que nunca he colocado detrás de mi mesa de dibujo la foto de ningún presidente, yo que siempre dibujé de frente, me he levantado asustado, corriendo a la cuna de mi pequeña hija, esa que el doctor anunció 20 años atrás, la pequeña Abril, y la he cubierto con mis manos, la he abrazado, le he cantado una canción de amor, le he tapado los ojos para que no mire al hombre aquel que yo admiré tanto, y contarle a mi pequeña lo que el doctor decía, “Mirá, muchacho, sé que cuando tengas tus hijos pensarás diferente”; y es verdad, pienso diferente, con mi hija a cuestas, debo ser rebelde, tener dignidad hasta el fin, para no convertirme en un hombre de hule, y cuando pasen los años y mi Abril pueda volar barriletes, pensará en mí como aquel hombre que no traicionó, y lloverá ese día sobre ella y no se sentirá triste, ya para entonces mi hija tendrá un nuevo país...
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