miércoles, 14 de julio de 2010

La esperanza y el cambio se desvanecen, pero la guerra perdura

TomDispatch
Por William Astore


    Introducción del editor de TomDispatch

    Algunas palabras tienen una manera de perdurar. Cuando el gobierno de Bush se lanzó contra Iraq en la primavera de 2003, el Pentágono ya tenía planes para construir por lo menos cuatro gigantescas bases estadounidenses en ese país y controlarlas a largo plazo. Pero cuando se les preguntaba al respecto, los funcionarios y portavoces del gobierno se mostraban ansiosos de evitar la relación entre la palabra “permanente” y esas bases aún no construidas y así, durante un cierto tiempo, se refirieron ellas como “campos perdurables”, una frase que tenía cierto encanto y ninguna de las insinuaciones siniestras de “base permanente”. Al final, claro está, más de cuatro bases masivas fueron construidas y controladas. En vista de la lenta reducción de fuerzas estadounidenses, su destino sigue siendo desconocido –y típicamente no discutido en EE.UU.– pero por lo que se sabe siguen “perdurando” e, inmensas como son, no podrían parecer más permanentes.

    Según un acuerdo firmado al final del segundo período de George W. Bush, todas las “tropas de combate” estadounidenses deben retirarse de Iraq antes de agosto de este año, por lo tanto los militares de EE.UU. planifican re-etiquetar todas las “operaciones de combate” posteriores a agosto como “operaciones de estabilidad”. Hay que considerarlo como “perduración” lingüística. De la misma manera, se supone que todas las tropas de EE.UU. estarán fuera de Iraq a finales de 2011, pero como señaló recientemente Tim Arango del New York Times: “Pocos creen que la participación militar de EE.UU. en Iraq termine entonces. La sabiduría convencional entre oficiales militares, diplomáticos y funcionarios iraquíes es que después de que se forme un nuevo gobierno, comenzarán conversaciones sobre una presencia de tropas estadounidenses durante un plazo más largo. ‘Quisiera decir que en Iraq, lo único que los estadounidenses saben con seguridad, es que no sabemos nada que sea seguro’, dijo Brett H. McGurk, ex funcionario del Consejo Nacional de Seguridad en Iraq y actual miembro del Consejo de Relaciones Extranjeras. ‘La excepción es lo que ocurra una vez que haya un nuevo gobierno: pedirán que se modifique el Acuerdo de Seguridad y se extienda la fecha de 2011. Deberíamos tomar en serio ese pedido’”.

    Existe, en otras palabras, una posibilidad con una base sólida –o por lo menos un serio sueño estadounidense– de que nuestras mega-instalaciones en Iraq perduren (incluyendo nuestra embajada-ciudadela de casi 750.000 millones de dólares en el corazón de Bagdad cuyo funcionamiento cuesta más de 1.500 millones de dólares al año y que tiene 1.800 guardias privados de seguridad).

    Ahora, demos un salto a unos miles de kilómetros a otra guerra, Afganistán, y un recién nombrado comandante de la guerra que testifica ante el Senado en sus audiencias de confirmación. Como respuesta a preguntas sobre la decisión previamente anunciada del presidente Obama de iniciar un cierto tipo de reducción de fuerzas en ese país en julio de 2011, el general David Petraeus pasó mucho tiempo minimizando la importancia de esa fecha (como lo hizo el presidente). Incluso mencionó la posibilidad de que esa fecha podría retrasarse. Al hacerlo, escogiendo con cuidado sus palabras, dijo lo siguiente: “Es importante que se tome nota de la alusión del presidente en los últimos días de que julio de 2011 sólo marcará el comienzo de un proceso, no una fecha en la cual EE.UU. se dirija hacia las salidas y apague las luces. Como explicó el domingo pasado, en los hechos ‘tendremos que proveer ayuda a Afganistán durante mucho tiempo…’ Además, como ha reconocido el presidente Karzai y como señaló una serie de dirigentes aliados en la reciente Cumbre del G-20, van a pasar muchos años antes de que las fuerzas afganas puedan manejar verdaderamente por sí solas las tareas de seguridad en Afganistán. El compromiso con Afganistán es necesariamente, por lo tanto, perdurable, y ni los talibanes ni nuestros socios afganos y paquistaníes deberían dudarlo”. En vista de la historia de las últimas guerras de EE.UU., ese “perdurable” no podría ser una formulación más siniestra.

    El teniente coronel retirado y colaborador regular de TomDispatch William Astore, echa una mirada al aspecto más “perdurable” de la escena militar estadounidense en nuestra época, nuestras persistentes guerras –y las preparaciones para la guerra que las acompañan. Tom.

La esperanza y el cambio se desvanecen, pero la guerra perdura
Siete motivos por los que EE.UU. no puede dejar de hacer la guerra
William Astore
Si una cualidad caracteriza nuestras guerras actuales, es su perdurabilidad. Parecería que nunca terminan. Aunque es posible que la guerra en sí no sea una inevitabilidad estadounidense, en estos días se combinan numerosos factores para hacer que la guerra constante sea casi algo seguro en EE.UU. Para decirlo con una metáfora, la actividad bélica de nuestra nación aprovecha tantas fuentes de nuestra conducta que un esfuerzo concertado por limitarla haría parecer pequeños los esfuerzos de BP en el Golfo de México.
Nuestros dirigentes políticos, los medios y los militares, interpretan la perpetuación de la guerra como una medida de nuestra capacidad nacional, nuestro poder global, nuestras agallas ante el peligro eterno y nuestra seriedad. Un deseo de des-escalar y de retirarse, por otra parte, se ve invariablemente como apaciguamiento y salir corriendo, y se descarta como una debilidad.

Constantemente las opciones de retirada, en una frase favorita de las elites de Washington, “no están sobre la mesa” cuando está en juego la política global, como durante la reconsideración a fondo de la guerra afgana por el gobierno de Obama en el otoño de 2009. Vista desde este punto de vista, la decisión final del presidente de hacer una ‘oleada’ en Afganistán no sólo era previsible, sino el único camino considerado apropiado para un dirigente estadounidense en tiempos de guerra. En lugar de ser la alternativa difícil, fue el camino de la menor resistencia.
¿Por qué nuestras elites dan tan rápida y regularmente una oportunidad a la guerra, y no a la paz? ¿Cuáles son exactamente las fuentes de la conducta de Washington (y de EE.UU.) cuando tiene que ver con la guerra y preparativos para más de lo mismo?
Consideremos estas siete causas:

1.- Hacemos la guerra porque pensamos que somos buenos en eso –y porque, a nivel visceral, hemos llegado a creer que las guerras estadounidenses pueden llevar el bien a otros (de ahí los nombres reconfortantes que les damos, como Operación Libertad Duradera y Libertad Iraquí). La mayoría de los estadounidenses no sólo están convencidos de que tenemos los mejores soldados, el mejor entrenamiento y las armas más avanzadas, sino los motivos más puros. A diferencia de los sujetos malos y los bárbaros que hay por ahí en el mercado global de la muerte, nuestros guerreros se ven como portadores de regalos y de libertad, no como traficantes de la muerte y explotadores de recursos. Nuestras ilusiones sobre los militares que “apoyamos” sirven como catalizador, y excusa, para las persistentes guerras que excusamos.

2.- Hacemos la guerra porque ya le hemos dedicado una parte tan grande de nuestros recursos. Es para lo que estamos mejor preparados. Más de la mitad de los gastos federales discrecionales van a financiar a nuestras fuerzas armadas y sus guerras o preparativos para guerras. El complejo militar-industrial es una máquina bien aceitada, extremadamente rentable, y las fuerzas armadas, nuestro hijo predilecto, al que hemos prodigado la mayor parte de los recursos y de los elogios. Es natural que demos rienda suelta a nuestro hijo predilecto.

3.- Hemos logrado aislar los costes físicos y emocionales de la guerra, dejándolos sobre los hombros de una ínfima minoría de estadounidenses. Al eliminar el servicio militar obligatorio y basarnos más en contratistas militares privados con fines de lucro, hemos convertido la guerra en una abstracción distante para la mayoría de los estadounidenses, que pueden preferir consumirla como espectáculo o simplemente dejar de prestarle atención como si fuera sólo música de fondo.

4.- Aunque se han mantenido –hasta ahora– las distancias entre la guerra y sus costes, la sociedad estadounidense se ha estado militarizando rápidamente. Nuestros medios noticiosos, agencias de inteligencia, políticos, el establishment de la política exterior y la burocracia de la “seguridad interior” están tan interrelacionados con las prioridades y planes militares que llegan a ser parte inseparable con estos últimos. En EE.UU. militarizado se pueden tolerar quejas por tácticas blanduchas o la franqueza de un cierto general, pero la crítica vigorosa a nuestros militares o a nuestras guerras sigue considerándose anormal y “anti-estadounidense”.

5.- Nuestra actitud derrochadora, de alta tecnología, hacia la guerra, incluidos esos drones Predator y Reaper armados con misiles Hellfire, ha servido para reducir las bajas estadounidenses –y por lo tanto ha limitado la cólera y la crítica acerba de nuestras guerras que podrían resultar. Aunque EE.UU. ha tenido más de 1.000 soldados muertos en Afganistán, en un período similar en Vietnam perdimos más de 58.000. La mejora de la evacuación médica y de la atención de traumas, la mayor dependencia de armamento de precisión a distancia y de otros “multiplicadores de fuerza”, un mayor énfasis en la “protección de fuerza” dentro de las unidades militares estadounidenses; han ayudado a acallar los inmensurables y crecientes costes de nuestras guerras.

6.- Mientras desarrollamos incesantemente esas armas de multiplicación de fuerzas para que nos den nuestra “ventaja” (aunque nunca una ventaja que conduzca a la victoria), no es tan sorprendente que EE.UU. haya llegado a dominar, si no monopolizar, el tráfico global de armas. En estos años, cuando puestos de trabajo estadounidenses fueron exportados al extranjero o simplemente desaparecieron en la Gran Recesión, el armamento es una de nuestras pocas industrias en crecimiento. La guerra interminable ha resultado ser interminablemente rentable –tal vez no para todos nosotros, pero ciertamente para los que están en el negocio de la guerra.

7.- Y no olvidéis el poder seductor de los panoramas que van más allá del peor de los casos, panoramas apocalípticos, de las profecías de eruditos y de los llamados expertos, que nos dicen regularmente que, por malas que puedan ser nuestras guerras, hacer algo por terminarlas sería mucho peor. Un panorama típico sería el siguiente: Si nos retiramos de Afganistán, el gobierno de Hamid Karzai se derrumbará, los talibanes obtendrán la victoria, al-Qaida recurrirá a refugios afganos, Pakistán se desestabilizará aún más y sus bombas atómicas caerán en manos de terroristas que quieren destruir Peoria y Orlando.

Semejantes pesadillas febriles, imposibles de refutar, pueden invocarse en todo momento para asustar a los críticos para que guarden silencio. Son un chivo expiatorio conveniente, que nos deja acobardados mientras enviamos a nuestros superhombres militares a salvarnos (y al mundo), y preservamos nuestro derecho a visitar el centro comercial y a viajar a Disney World sin que nos lancen bombas atómicas.

La verdad es que nadie sabe realmente lo que sucedería si EE.UU. se retirara de Afganistán. Pero sí sabemos lo que sucede ahora, cuando estamos totalmente involucrados: seguimos en una guerra que nos cuesta casi 7.000 millones de dólares al mes, que no estamos ganando (y que seguramente no se puede ganar), una guerra que puede estar aumentando las probabilidades de otro 11-S, en lugar de disminuirlas.

Poniendo un “tapón” a las fuentes de la guerra
Cada una de estas siete fuentes que alimentan nuestras guerras perdurables debe ser bloqueada. Por lo tanto, menciono siete sugerencias para el tipo de “tapones” –ojalá sean más efectivos que las improvisaciones de BP– que tenemos que instalar:

1.- Rechacemos la idea de que la guerra sea admirable o buena –y al hacerlo, recordemos que otros nos ven a menudo como “combatientes extranjeros” y derrochadores consumidores de la guerra que matan inocentes (a pesar de nuestros esfuerzos por aplicar la fuerza letal de maneras quirúrgicamente precisas, reflejando “un comedimiento valeroso”).

2.- Recortemos ahora los gastos de defensa y reduzcamos la “misión” global que va con ellos. Fijemos un objetivo razonable –una reducción anual del 6 a 8% durante los próximos 10 años, hasta que los niveles de gastos de defensa hayan bajado por lo menos a donde estaban antes del 11-S, y entonces mantengámoslos a ese nivel.

3.- Dejemos de privatizar la guerra. La creación de incentivos cada vez más lucrativos para la guerra fue siempre una idea ridícula. Es hora de que la guerra sea una actividad sin fines de lucro, de último recurso. Y resucitemos el servicio nacional (incluyendo el servicio militar optativo) para todos los adultos jóvenes. Lo que necesitamos es un cuerpo de conservación civil resucitado, no una nueva fuerza “expedicionaria” civil.

4.- Invirtamos el sentido de la militarización de tantas dimensiones de nuestra sociedad. Para citar un ejemplo, es hora de empoderar a periodistas verdaderamente independientes (no atraillados) para que cubran nuestras guerras, y dejar de basarnos en generales y almirantes en retiro que dirigieron nuestras guerras anteriores para que sean nuestros guías mediáticos. Cuesta confiar, para que sean guías críticos y desprejuiciados para los futuros conflictos, en hombres obligados por gratitud a su antigua rama de los servicios o al actual contratista de la defensa que los emplea.

5.- Reconozcamos que costosos sistemas de armas de alta tecnología no ganan las guerras. Nos han mantenidos en el juego sin producir resultados decisivos –a menos que se midan los “resultados” en términos de excesos de costes y crecientes déficits del presupuesto federal.

6.- Actualicemos nuestra economía y reinvirtamos nuestro dinero, sacándolo del complejo militar-industrial y colocándolo en el fortalecimiento de nuestro anémico sistema de transporte masivo, nuestra infraestructura que se desmorona y tecnologías de energías alternativas. Necesitamos trenes de alta velocidad, carreteras y puentes más seguros y más turbinas eólicas, no más cazabombarderos jet demasiado onerosos.

7.- Finalmente, borremos de nuestras mentes los panoramas de pesadilla. El mundo es suficientemente aterrador sin imaginar eternamente que cañones humeantes se transformen en nubes en forma de hongo.

Ahí los tenéis: mis siete “tapones” para contener la efusión de nuestro apoyo a la guerra permanente. Nadie dijo que sería fácil.
Basta con preguntar a BP si es fácil es taponar una efusión fuera de control.

A pesar de todo, si nosotros como sociedad no estamos dispuestos a trabajar por un cambio real –por cierto, a exigirlo– estaremos en una curva militar ascendeente hasta que implotemos.
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* William J. Astore es un teniente coronel en retiro (Fuerzas Armadas de EE.UU.), que colabora habitualmente con TomDispatch. Ha dado clases en la Academia de la Fuerza Aérea y en la Escuela de Posgraduados Navales, y en la actualidad enseña Historia en la Facultad de Tecnología de Pensilvania. Puede contactarse con él en: wastore@pct.edu
Copyright 2010 William J. Astore

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