sábado, 10 de julio de 2010

El territorio de la utopía

Círculo de Bellas Artes
Por Jacques Rancière

Utopía - Contra Utopía II

El nuevo mundo, ¿habrá de una vez por todas escogido los lugares de su manifestación y las épocas de sus fiestas? El batel tirado por caballos que se desliza de Chalon a Lyon, las viñas que maduran con los primeros calores del verano, las cuerdas percutidas de los violines, las canciones y los bailes que, por las noches o los domingos, en las posadas o en las granjas de Borgoña, unen en comunión a aquellos que el azar del nacimiento había separado. Imágenes de amor, imágenes de fecundidad. En este mes de junio de 1833, los compagnons1 sansimonianos de la «misión del Este»2 viven un sueño. Desde sus tareas y sus caminatas de la mañana hasta sus prédicas y sus cánticos de la noche, no hay acto o encuentro que no se haga acontecimiento y símbolo, no hay acentos que no encuentren su resonancia en las armonías del día y de la noche. Eso es ser apóstol: no es simplemente predicar y obrar por el bien del pueblo laborioso y sufrido, sino santificar cada uno de esos trabajos y de esos placeres, los gestos y los instrumentos de su tarea, la tierra regada por su sudor, el cielo que la hizo fructificar...

Hay que decir que este idilio recompensa un viaje que hasta ahora apenas ha sembrado rosas bajo los pasos de los apóstoles.

Hace ya seis meses que el primer destacamento del «ejército pacífico de los trabajadores» ha salido de París, llevándose de paso unas cuantas pedradas al pasar por Charenton. Partida eminentemente simbólica: el 28 de noviembre de 1832, el jefe de la religión sansimoniana, el Padre Enfantin, entraba en Sainte Pélagie para purgar una condena de seis meses de cárcel. Y el mismo día, a la misma hora, el primer destacamento sansimoniano abandonaba París, la ciudad de la prostitución burguesa, con destino a Lyon, la ciudad ejemplar del trabajo y de la lucha obrera. Su misión era reclutar allí, por la fuerza de la palabra y el ejemplo, los batallones de un ejército inédito y asaltar el futuro industrial con la misma pasión y la misma disciplina con la que los ejércitos de la Revolución y el Imperio partieron a la conquista de Europa.

Para ello, los misioneros deben acudir y comulgar con los obreros: transformar en la práctica las costumbres y los pensamientos que su vida privilegiada de «doctores» burgueses reproducía incesantemente; dar a conocer a los trabajadores sacudidos entre la rutina egoísta de la supervivencia y los sobresaltos de la violencia revolucionaria, en lo concreto, la doctrina sansimoniana de la industria y del amor. Deben acudir a «hacer proletariado» y a «instaurar el trabajo».

La conexión de las dos tareas implica una cierta jerarquización. Para darse a conocer entre los proletarios hay primero que conocer el proletariado como experiencia de vida. Han partido pues a «hacer proletariado»: no ya únicamente a trabajar con sus manos, como lo hacían en su comunidad de Ménilmontant, donde no por haber despedido a sus criados y tomado con sus propias manos la escoba o el rastrillo habían dejado de comerse burguesamente la herencia de los más afortunados de entre ellos, sino a vivir del trabajo de sus manos, a recibir «el bautismo del salario», algo claramente distinto de una simple iniciación de burgueses en la condición obrera.

Pues incluso los «verdaderos» proletarios que se cuentan entre la Familia sansimoniana deben ser rebautizados, transformando en sacerdocio lo que no era sino el azar de su condición. El antiguo mozo de carnicería Desloges, que ha ejercido todos los oficios antes de que los apóstoles lo emplearan como mano de obra en el Globe y después como portero en Ménilmontant, de la misma manera que el ingeniero Hoart, el músico Rogé o el estudiante Mangin, debe recibir ese bautismo de una vida nueva en el que la palabra se hace carne y trabajo sólo en la medida en que el trabajo se hace verbo y manifestación. Incluso el canut3 Augier dejará simbólicamente la ciudad de Lyon, en la que desde siempre había ejercido esa profesión que otros iban allí a descubrir, para ir a manifestar la nueva obra en las edificaciones de Grenoble.

El viaje del trabajo es entonces transformación de sí y manifestación para los demás. Todo el problema reside en la relación entre las dos. Elegir un trabajo en Lyon es también elegir el elemento del bautismo: elegir entre el agua de la circulación o el fuego de la producción. Elegir el agua es prolongar en la obra lionesa del trabajo la misión que se confió a los viajeros de la ruta entre París y Lyon: hacer circular por todas partes, mediante la palabra, pero también mediante las canciones, los espectáculos, la ropa, la boina roja o el medallón del Padre, el rumor, las estrofas y las imágenes del nuevo mundo. Para ello los viajeros deberán «entablar conversación con los conductores de vehículos, postillones, bateleros, directores y directoras de postas», por ejemplo seleccionar «uno o dos barbianes que viajen con los bateleros de Chalon o del Rin» para estar constantemente en relación con «aquellos que ven mucho mundo y que llevan las noticias»4. Industria del viaje y de la comunicación que anega a los personajes en las frías aguas del invierno y coloca a los misioneros en el corazón de redes desconocidas y de las fuerzas oscuras del país profundo.

Esta vía es la que, por supuesto, ha escogido el jefe del «cuarto destacamento», Cayol. Antes estibador y mercader marsellés, este pendenciero republicano no podía resistirse a la llamada del agua y al universo de los marinos. Se prepara pues para conducir un grupo de balsas hacia Arlès: «No he navegado aún más que en agua salada y una excursión por el Rin (...) podrá darme una primera idea práctica de la navegación por el río. Un conocimiento excelente para un apóstol»5. Ya ha colocado a un hombre de su compañía en la construcción de las balsas junto con los marineros. Y éste podrá hacer que se embarquen otros. Pero aquí es donde su plan se topa con el conflicto de los elementos: «Enviado como delegado a Perrache (...) allí sólo encontró hombres que amaban más el fuego que el agua».

Esos hombres de fuego son, también por supuesto, los seguidores de los dos capitanes de artillería Hoart y Bruneau. Cuando estos alumnos de la politécnica dimitieron del ejército para unirse a la Familia sansimoniana no por ello renunciaron a las grandes ideas de la democracia militar: el aprendizaje de las clases y el bautismo de fuego. «Para organizar el trabajo hay que ser trabajador, al igual que para organizar un ejército hay que haberse enfrentado a las balas y la metralla»6. Hay que inspirar confianza a esos obreros a los que se quiere enrolar. Para ello, los candidatos oficiales deben mostrar su capacidad práctica a trabajadores que, incluso aunque soliciten de buena gana la palabra de los sansimonianos, no por ello dejan de considerar que estos están en el taller «de cara a la galería»7. Pero sobre todo es necesario fijar y transformar, por sí misma y por los trabajadores que la observaban, a esa tropa heteróclita en la que el burgués que consagra su ocio a la causa del pueblo se mezcla con el obrero seducido por esa aventura que lo arranca de la rutina proletaria. Todos deben aprender o volver a aprender las limitaciones y las regularidades de la jornada de trabajo manual y liquidar las ideologías parásitas que se conservan discretamente en la dedicación a horas variables y en la comunidad de bienes de la familia militante. Fuego de la producción, del ejército y de la purificación que los dos capitanes van a buscar para ellos y para su tropa en el universo de la forja, pero que también debe dar testimonio, ante los ojos de los trabajadores, de la gloria del nuevo apostolado. Para los misioneros no se trata de reeducarse mediante la disciplina proletaria y de fundirse, por las necesidades de la propaganda, en el anonimato de la masa obrera. Para rehabilitar el trabajo ante los ojos de los burgueses y dar a los proletarios la conciencia de su potencia pacífica, el apóstol, revestido del traje sansimoniano y llevando su nombre escrito en el pecho, debe por el contrario poner de manifiesto su doble naturaleza, el milagro de su transfiguración: «¡Burgueses transformados en trabajadores, qué inaudita metamorfosis! ¿Quién podría negar la potencia amorosa de aquel que la ha inspirado? ¿Quién puede negar que Dios esté ahí?»8

Pero una cosa es la prueba de la existencia de Dios y otra distinta el milagro de su presencia sensible. Los apóstoles lo experimentan rápidamente. No es tan difícil convertirse en proletario, no es más que un hábito que se adquiere: «Después de haber girado la rueda durante unos pocos días, sentía que mi cuerpo, una vez quebrado por este trabajo maquinal, podría continuar haciéndolo durante mucho tiempo»9. Pero este hábito que pliega el cuerpo a la limitación obrera lo vuelve también incapaz de representar la transfiguración. En vez del lenguaje y de la transfiguración prometida, el apóstol halla la soledad del trabajo sin frase: «Me levantaba a las cuatro y media de la mañana, me acostaba a las nueve de la noche, a menudo sin dirigir la palabra a nadie, hacía mi trabajo, ganaba mi salario y estaba satisfecho de mí mismo»10. La rutina de la existencia proletaria reduce la comunión apostólica a la satisfacción del perfeccionamiento de sí, cuando no a la simple supervivencia material. El elemento del fuego no es sino el de la necesidad, donde el financiero asesina al apóstol: «Hoart había despojado a la obra del proletariado de toda poesía y se había colocado en el punto de vista exclusivo de la producción; según él todos debían girar la rueda porque eso nos reportaba cuarenta céntimos al día»11.

Los hombres de la circulación revierten entonces en su beneficio la oposición canónica de las palabras y los actos: el trabajo proletario no puede desdoblarse, servir de materia a su propia representación. El hombre nuevo no puede despuntar aún en ninguna obra industrial. Puede únicamente anunciarse, cantarse, representarse. La obra del porvenir debe reclutar trabajadores poetas, más sensibles a la voz, a las canciones y a las fiestas de los apóstoles que a su trabajo sin frase. Es el artista, unión anticipada de los contrarios (agua y fuego, trabajo y viaje, masculino y femenino...), quien debe resolver la contradicción inherente a la masculina unilateralidad del trabajo industrial, prefigurar ese reino de la Madre que poetizará la obra proletaria. La edificación imposible del ejército pacífico de los trabajadores se sustituirá por «columnas móviles de obreros y bandas de cantantes que surcarán Francia, que atravesarán los lugares de trabajo y reclutarán sin cesar para el taller y para la fiesta»12.

Trabajo de artistas pues: viaje organizado, con sus marchas a paso cadencioso, más adecuadas para dar testimonio de la fraternidad religiosa y de la disciplina estricta de los sacerdotes soldados del porvenir que la reeducación individual, librada al azar de los empleos; con sus escansiones obligatorias que constituyen otros tantos acontecimientos: la llegada y la partida de los apóstoles, anunciadas por el rumor de los curiosos, magnificadas por el entusiasmo de los simpatizantes, sublimadas por el tranquilo valor con el que se enfrentan a los gritos y a las piedras de los fanáticos; las comidas en las posadas, donde la multitud se apiña para observar a los misioneros y escuchar sus canciones; las prédicas amplificadas por el silencio de la noche; pero también todos los incidentes y los encuentros que se convierten en otros tantos símbolos: el viento que se levanta justo a tiempo para hinchar las velas de los viajeros; la parada forzada en las cabañas de esos pescadores que, en lugar de llevarse sus redes, se las dejan como mantas a los apóstoles, a quienes habían fabricado lechos de juncos. En todo momento el espacio del viaje ofrece a los artistas la posibilidad de una puesta en escena que otorga al trabajo nuevo esa visibilidad y esa legibilidad imposibles de asegurar en el espacio del taller. De ello da ejemplar testimonio la solemne puesta en escena organizada sobre la colina que domina Montereau por los sastres sansimonianos. Bajo la batuta de un proletario poeta ejecutan un traje en el que, por una vez, el trabajo de los sastres no amenaza con desaparecer: «Allí donde Napoleón dio la última señal de su potencia militar, ahí vamos a trabajar; allí donde él destruía, nosotros vamos a producir (...). Y mis compagnons se pusieron a hacer el pantalón y el chaleco rojo de Delas. El pueblo, que nos veía desde todos los puntos de la ciudad, acudió (...). Mientras veían trabajar a mis hermanos, como no deseábamos dejar ningún espacio vacío, yo, que no sé coser, me puse a leer y el pueblo escuchaba religiosamente la profesión de Dessessart y el escrito de Michel en Lyon...»13.

Una escena que es visible desde todas partes; un símbolo evangélico y un símbolo napoleónico; un final y un comienzo; actores/trabajadores ejecutando para el más pobre de ellos un traje que es también un símbolo, un recitado en el que la palabra acompaña el lenguaje de los actos... No dejar ningún espacio vacío ni ningún tiempo muerto: lo que no puede interpretarse siempre puede decirse, lo que no se ha visto siempre puede contarse. Es en el viaje, y no en la industria, donde nada se pierde.

Este principio de saturación guía el desarrollo de la misión del Este. El itinerario se presta a ello. Toda la gente culta del momento sabe que hay dos Francias: la Francia «oscura» de los fanatismos religiosos o compagnonniques del Oeste y del Sur; la Francia ilustrada del Norte y del Este. Al principio el capitán Hoart había encaminado a las tropas sansimonianas hacia la primera, quizás con la secreta intención de curtirlos con el fuego de la persecución y de convencerlos mediante los hechos de la superior eficacia de la obra lionesa de la producción. La misión de artistas, tropa igualitaria en la que únicamente se reconoce como «hermano mayor» al músico Rogé, se dirige hacia el noreste. Esta «misión de arte» que «se dirige a las mujeres» no por ello debe en menor medida unir el trabajo (y el trabajo asalariado, a jornal) con las palabras y las canciones. Un trabajo que se corresponde con esa vocación femenina («la tierra es el reino de la Madre»), pero que también responde a las exigencias de visibilidad óptima: «Nos situamos en vastas tierras y trabajamos de día. Sale el sol de junio. Armada de picos y de azadas, nuestra tropa abre la brecha.

A las ocho y al mediodía, nos llevan la comida a los campos; comemos polenta en escudillas, pan y tocino con nuestros dedos. Con la espalda arqueada llevamos el peso del día. Con la puesta de sol, nuestra jornada termina; hay que volver. Que se establezca el orden, compagnons, al paso; y sobre vuestro hombro el arma del productor, el arma del porvenir. Y atravesamos las aldeas, sorprendidos y emocionados, cantando a la llegada de la Madre y a la gloria del trabajador»14.

Inútil preguntar exactamente qué pican o qué cavan, en provecho de qué amo o de qué cultivo. Lo que prestigia a estos ejércitos es el desfile, no los detalles de las ocupaciones del servicio. Queda por saber a quién se dirige este desfile. Sin duda los aldeanos, «sorprendidos y emocionados» por el paso de la tropa, acuden a apreciar su trabajo: «Ancianos experimentados dicen en voz alta que los jornaleros vulgares no harían más faena que nosotros y que no lo harían mejor». Pero evidentemente lo que puede dar la gloria a los apóstoles no es el aprecio por esta capacidad vulgar. O mejor dicho, si se la dará será a ojos de otros: «Soberbios desdeñosos de nuestra fe, venid. Venid a ver a los médicos, a los abogados, a los poetas, a los músicos, a los matemáticos, a los hombres de la élite, a hombres a quienes la antigua sociedad otorgaba estima y consideración por sus talentos, curvándose hacia la tierra y trabajándola con sus manos. Y no es un juego frívolo, un pasatiempo de aficionado (...). ¡Ah! Nosotros sabemos ahora lo que es la jornada de un agricultor proletario. Corifeos de todos los partidos, vosotros que aspiráis a la confianza del pueblo, ¿podríais decir otro tanto?»15

Más allá del pueblo con el que se comulga, la relación de visibilidad relaciona esencialmente a los viajeros que juegan a los soldados y que llevan su diario de a bordo con los espectadores ausentes a los que se dirige la narración. Una relación aún más ejemplar en este bautismo de fuego, en el que el infortunio de los campesinos hace la fortuna de los apóstoles: «Una mañana (...) un compagnon percibió a lo lejos, tras un bosque, una larga columna de humo...» Junto al fuego de la forja y al fuego del combate, las llamas del incendio juegan un papel muy concreto en el imaginario político y social de la época. Permite distinguir a esos héroes oscuros del pueblo trabajador, que acuden a arriesgar sus vidas para rescatar las de otros, mientras que la gente de grado, con título y condecoraciones, se mantiene a una respetuosa distancia del peligro. Por lo tanto, en mayor medida que el trabajo en los campos, el incendio es para los compagnons la oportunidad de manifestar su identidad ante los ojos de los campesinos: revelarse como burgueses que huyen o como pueblo que se entrega. Así la tropa se lanza en dirección al siniestro, a una distancia de tres leguas. «Atravesamos los campos, los bosques, en los que, al no haber caminos practicados, nos desgarramos los pies (...). Llegamos ante una gran laguna que nos cerraba el paso y la franqueamos con el agua cubriéndonos el cuerpo (...). Treinta casas ardían y hacia allí nos precipitamos. ¡Aquí están las boinas rojas! ¡He aquí a los sansimonianos! ¡Valor! ¡Valor! (...) Estamos en la cadena, en la bomba, en medio de las llamas, por todas partes. A la una de la mañana estábamos aún allí apagando los últimos tizones»16.

A pesar de su exaltación, el placer narcisista de la carrera de obstáculos y la solidaridad heroica manifestada hacia los aldeanos cuentan aquí de nuevo menos que el símbolo y la lección que se dirigen al tercero ausente: «Vosotros que habéis extendido o transportado tantas imputaciones calumniosas contra nosotros, vosotros que nos acusáis todavía de querer destruir la propiedad, venid, venid a vernos en medio de las llamas de Brazay, venid a vernos defender la propiedad contra el incendio y salvar del fuego los bienes que nosotros respetamos porque son el fruto del trabajo del hombre. No os respondemos con palabras, sino con actos».

Ahí está el verdadero bautismo de fuego: en absoluto en el aguerrirse de los jóvenes enamorados del pueblo, sino en la capacidad de hacer que inmediatamente a cada concepto le corresponda un punto de la realidad, a cada argumento un itinerario sobre un plano del estado mayor. Si la utopía moderna tiene algún sentido, seguro que no se encuentra en ese mito de la isla que está en ninguna parte sino, por el contrario, en esta posibilidad de señalar con el dedo, en cada lugar, la adecuación del texto y de la realidad. De esta manera los apóstoles de la utopía atrapan en la trampa de la realidad a esos realistas del «justo medio» que reprochan simultáneamente a los apóstoles el hablar de cosas que no existen y el poner en peligro la propiedad que es el fundamento de todo orden social. Ahora es posible demostrarles, con el mismo gesto, que la práctica efectiva y la propiedad en su materialidad están del lado de los supuestos soñadores anarquistas: las casas en llamas son la propiedad que defienden los sansimonianos, mientras que la de los discurseadores burgueses no es más que una palabra.

Entre las palabras de la doctrina y los hechos de esta pequeña banda, ningún «espacio vacío», ningún intersticio por el que pudiera introducirse la duda o la refutación. En esto consiste viajar: en establecer, en el orden del discurso y en el de los hechos, a cada paso, la inmediata correspondencia de las líneas del plano y las ondulaciones del territorio. Vieja correspondencia del microcosmos y el macrocosmos que resurgía al lado de la ciencia, que creía haberla expulsado. Inmediata y perpetua transmutación de la carne y del verbo que hace de cada episodio del diario de viaje de la pequeña banda un mensaje inscrito irrecusablemente en el paisaje de la realidad social. ¡Vamos!... ¡Venid a ver!... Todo está ya en estos dos imperativos, en el gesto que pone en marcha a la tropa y en el que interpela al testigo que, por supuesto, no vendrá, pero que justamente de esa forma se designa, se descalifica, como el que no viaja, como el que nunca bajará del caballo para cortar la flor peligrosa de los trabajos, los dramas y las fiestas populares: flor mágica que inscribe virtualmente la ternura por la cotidianidad del pueblo en el universo del milagro; ese milagro del agua que sucede a la devoción del fuego, como los domingos del pueblo suceden a sus semanas de labor:

«He aquí el domingo (...) ¡Bailad, bailad, buenos aldeanos, amables aldeanos! Después de haber compartido vuestras fatigas, los compagnons quieren compartir vuestros placeres. (...) Y lejos de romper, como el sacerdote cristiano, las cuerdas del violinista, resuena bajo nuestros dedos el instrumento de la danza (...). En medio del baile se forma un círculo de hombres y de mujeres.

Nuestras canciones golpean el aire, se da la palabra. Mientras que prestamos oído atento al orador, las nubes que erraban por la atmósfera se agrupan, se aprietan: caen algunas gotas de lluvia. ¡Viva! ¡Viva! Pues hace ya dos meses que no llueve y los granos se secan sobre su tallo y las legumbres mueren en la tierra. La tierra y el aire comulgan mediante una abundante lluvia así como nosotros comulgamos con estos buenos agricultores»17.

Comunión lograda por la tierra y por el aire, por el fuego y por el agua. Pero también un relato definitivamente cerrado sobre sí mismo. Los burlones burgueses tampoco han sido invitados aquí: ¿podrán evitar mofarse del relato de esos sermones que traen la lluvia? A partir de ahora los apóstoles sólo se hablan a sí mismos. Viaje que se relata por adelantado, anticipación de lo que no tiene otro sentido que el de ser escrito en el Livre des actes publicado en París por Marie Talon. ¿Quién lo leerá? ¿El Padre Enfantin y sus compañeros, que se preparan para el viaje a Egipto pero que han hecho ya copiar los archivos de la Doctrina? ¿Los otros misioneros que surcan Francia: el sastre Delas, en alguna parte entre Auch y Rodez (pero del que no estamos seguros de que sepa leer...), el sacerdote secularizado Terson, que se ha hecho un traje de presidiario para ir a dar testimonio de la desgracia de los desheredados en las aldeas remotas del «desierto» de las Landas o entre los carboneros de Ariège, que le toman por el Judío Errante? ¿El tipógrafo Biard que ha partido a Angers y a Nantes a «instaurar el Trabajo»? ¿El abogado Duguet que evangeliza el Macizo Central? ¿O más bien los que aún no se han ido: los fieles obreros que se reúnen el domingo en Ménilmontant, o en el paso de Amandiers, poco preocupados por los riesgos del viaje, pero agradecidos a los que viajan, que poetizan su gris existencia? ¿Los burgueses de las «Iglesias» de Burdeos, de Toulouse, de Castelnaudary o de Castres... que han vuelto a entrar en razón pero están felices de que otros deliren por ellos y tienen nostalgia de esos relatos que aportan una diferencia imperceptible en su destino ineluctable como notables de provincia?...

Rutas del porvenir, paisajes nostálgicos, recuerdos de vacaciones... los viajeros no atraviesan sino sus sueños, ya escritos en alguna parte: en la noche de Auxonne en la que sus canciones religiosas descienden «como las olas de una armonía celeste sobre el pueblo maravillado»; en Saint-Jean-de-Losne, que les «ha preparado un templo, un techo de verdes castaños iluminado como para una fiesta»; en Lons-le-Saunier cubierto por las flores de la fiesta del Corpus, donde, en la tibieza de la noche, bajo un dosel de verdor, anuncian la llegada de la Madre y hacen brotar las lágrimas y brillar la esperanza en los ojos de todas las mujeres, insaciables de un nuevo amor: «Ellas, ellas quieren vernos, oírnos aún más. Se forman grupos, se inician conversaciones y hasta las once, en los bosquecillos del jardín, resuenan animadas entrevistas, conferencias religiosas en las que la palabra de la mujer se eleva igual a la del hombre (...), una ciudad entera nacía a la vida nueva. No nos vio más que un sólo día y nos ama como si nos hubiera visto siempre»18.

Amores de paso, voluptuosidad suprema y riesgo moral de un viaje ya terminado pero que no puede detenerse más. Sin embargo ya se ha descubierto Oriente: «A la mañana siguiente (...) escalamos la cota desde donde se descubre a la ciudad acostada al fondo del valle. ¡Adiós, Lons-le-Saunier! Descansa en paz sobre tus laderas de pámpanos verdes como una joven sultana entre frescos almohadones»19. Pero esto es también lo que obliga a ir más lejos: «Adiós. Te dejamos felices esperanzas y dulces presentimientos del porvenir. Una hija de Oriente vendrá a realizarlos y pronto tus buenos vinos regarán las nuevas bodas».

No hay nada más difícil que el volver de esos viajes en los que en todas partes uno se encuentra en casa. Pronto embarcarán hacia Egipto. Allí, a la búsqueda de la hija de Oriente, el escultor Alric y el director de correos Maréchal morirán de la misma peste que el capitán Hoart, que había partido a la viril obra de una presa en el río. El poeta proletario Mercier será más prudente. Se limitará a volver a París y arrojarse al Sena.

Castigo a su presunción. Habían pretendido caminar fuera de los senderos trillados de la política. No sabían que, entre todas las cosas fútiles que ésta enseña y pone en práctica, hay una ciencia verdaderamente indispensable: la de terminar los viajes.
Sus sobrinos estarán más atentos.

*Texto procedente de Jacques Rancière, Court Voyages au pays du peuple, París, Éditions du Seuil, 1990.

Notas:
1 Dejamos el término francés compagnon (compañero o, más propiamente, camarada) así como sus derivados (compagnonnage, compagnonnique...) en el idioma original porque aluden directamente a una tradición de asociacionismo obrero presindical que no traduce ninguno de los términos en castellano. (N. T.).
2 Compagnonnage de la Femme. Mission de l’Est, Toulon, 1833. Sobre los misioneros sansimonianos véase Jacques Rancière, La nuit des prolétaires, París, Fayard, 1981.
3 Los canut son los tejedores de seda de las fábricas de Lyon, una figura producto de la temprana industrialización del sector y pioneros también en las formas modernas de la lucha obrera (N. T.).
4 Michel Chevalier a Hoart y Bruneau, 26 de noviembre de 1832, biblioteca del Arsenal, Fondo Enfantin, Ms. 7646.
5 Cayol a Michel Chevalier, 20 de diciembre de 1832, Fondo Enfantin, Ms. 7647.
6 Hoart a Picard, 9 de enero de 1833, en H. R. d’Allemagne, Les Saint-simoniens, París, 1930, p. 367.
7 Memorias de Terson, Arsenal, Fondo Enfantin, Ms. 7787.
8 Hoart a Picard, 9 de enero de 1833, en H. R. d’Allemagne, op. cit., p. 366.
9 Memorias de Terson, op. cit.
10 Bruneau a Ollivier, Arsenal, Fondo Enfantin, Ms. 7647.
11 Ollivier a Enfantin, ibid.
12 Barrault a Enfantin, 21 de febrero de 1833, ibid.
13 Mercier a Galle, Livre des actes, París, 1833, p. 35.
14 Mission de l’Est, op. cit. p. 18-19.
15 Mission de l’Est, op. cit. p. 18.
16 Mission de l’Est, op. cit. p. 20-22.
17 Mission de l’Est, op. cit. p. 23.
18 Mission de l’Est, op. cit. p. 30.
19 Mission de l’Est, op. cit. p. 31.

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