viernes, 24 de agosto de 2012

Ciudades modelo, invención absurda



Por Julio Escoto

Los expertos califican a ciertos elementos comunes como unificadores sociales. Una lengua predominante, la religión (fue la católica), una historia similar y compartir un mismo territorio han sido usualmente considerados aglutinadores de la nacionalidad pues tienden nexos afines entre gentes, las aproximan y hermanan construyéndoles biografías semejantes.

Tres de esos componentes son culturales, dígase etéreos; el cuarto es físico, usualmente invariable y material, por lo que desempeña función clave en la integración de la identidad colectiva y de allí que se le otorgue en las construcciones simbólicas valores graves: se le exalta en los himnos laudatorios, en odas poéticas y otros modos de fraternizar conceptos de patria.

Es semilla conjuntiva; alrededor suyo se tejen mitos, anécdotas y leyendas de los próceres y héroes fundadores de la república (reino o modo de gobierno); cobija a la flora y fauna de todos, por lo que se refleja esa visión o sentimiento en las heráldicas popularmente aceptadas (el quetzal en el escudo oficial guatemalteco, los aperos mineros en el hondureño; la estrella solitaria en el pendón de Cuba por ser perla única oceánica; el periquito de la abundancia en Dominica, otros). De allí que aceptemos, en sentidos objetivo y metafórico, que el territorio es “sagrado”…

Por ello las cartas magnas lo estatuyen como indivisible, inembargable, innegociable e intransferible, y por lo mismo se tipifica de “traidores a la patria” a quienes proponen desintegrarlo, sea por vías directas o sutiles. El solo hecho de abogar por este último fin es delito y su proclamación, cualquiera que sea, cae dentro de lo nefando e inconstitucional, reprobado por la colectividad e históricamente indeleble. Debe ser denunciado y abominado per sécula ya que atenta contra el principio mismo de existencia y vivencia del Estado, que es decir del bien jurisprudente común, y que es cemento cohesivo que permite a conjuntos de personas (como nosotros) acceder mentalmente a la configuración de ideas grupales que de otra forma no se proyectarían, tales como futuro o “destino” nacional, porvenir, e incluso la práctica (no la teoría) de articulaciones socioeconómicas tipo dictadura o democracia, fascismo o socialismo, que carecen de sostén y base reales si no se les ampara en geografías determinadas.

El territorio es principio ineludible para todo movimiento ideológico del mundo. Con su conquista y abuso extractivo lucraron los imperios: Babilonia, Egipto, Roma son nada sin sus colonias, como menos España, Bélgica, Portugal e Inglaterra en su momento. Mao-Sedong emprende la épica marcha de 14,000 kilómetros para salvaguardar al territorio chino desde otro ángulo táctico; los nazis acuñan su lema invasivo, “Deutschland uber alles”, en signo prepotente espacial que luego concretan invadiendo las Europas aledañas; Rusia pierde un millón de vidas defendiendo Leningrado; Norteamérica (comprende Canadá) llega a tal sofistificación estratégica que no necesita ocupar militarmente áreas concretas; basta usurparles sus riquezas naturales y minerales.

Con asiento en esas irrebatibles explicaciones decantadas por el tiempo y fundamentadas en tratados legales y teorías normativas del Estado, desde Rousseau a Huttington, más sabidurías universales, conviene que ante el clima de confusión en que cae el ciudadano común, y contra el riesgo de que nos disuelvan al país, fusilemos por vía de advertencia las estatuas de los vendepatrias de ayer y le apliquemos perdigón en la nalga derecha a quienes propugnan por debilitar hoy nuestra frágil identidad ciudadana y que desde el Congreso decretaron invenciones tan absurdas y horrorosas como las ciudades modelo, muestra de una mentalidad servil que aspira a transformar a Honduras en Estado asociado, colonia o enclave, y que para ello rinde sin pudor los más respetables y vitales valores de la hondureñidad.

Que graben sus nombres en la pared del escarnio, con letras de barro, y les disparen una tonelada de caca de codorniz para que sucumban entre amor y eterno olvido. Más violento no debo parecer, aunque lo merecen.

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