martes, 5 de octubre de 2010
Golpe en Ecuador: otro acto del libreto
Las provincias
Por Rubén Martínez Dalmau
Los golpistas ladran en América Latina. Razones no les faltan. La proliferación de gobiernos democráticos populares durante la última década debe preocuparles, porque lo que pudieran considerar experimentos efímeros resulta que llegaron para quedarse. El panorama ha cambiado más allá de lo admisible: los Videla, Pinochet, Banzer o Stroessner han sido sustituidos por los Morales, Mújica, Correa o Chávez. A estos últimos, con sus diferencias, les une un denominador común que podría resumirse en la propuesta de refundar sus pueblos para integrar a los excluidos sobre la base de un apoyo mayoritario; pueblos que los han llevado al poder por sus esperanzas en un cambio profundo que deje en el pasado –nunca en el olvido- la presencia de gobiernos torturadores, ladrones y racistas. No en vano la consigna de Alianza País, con la que la coalición liderada por Correa ha ganado todas las elecciones en Ecuador desde hace ya cuatro años, recibe el nombre de “revolución ciudadana”.
Así como lo vieron descorbatándose en el balcón, frente a los abucheos de la policía amotinada, pidiendo a los golpistas que dejaran de esconderse cobardemente y tuvieran el coraje de enfrentarse a él, así es Rafael Correa. No sólo es un hombre de acción, también lo es de gestos. Gestos de coherencia, como la renuncia en 2005 al ministerio de Economía del gobierno del presidente Palacio, siendo más popular que el propio jefe de Estado, cuando planteó la necesidad de huir de las fauces de los organismos multilaterales que, como el Banco Mundial o el FMI, habían exprimido al pequeño país sudamericano hasta el punto de que tuvo que abandonar el sucre y asumir el dólar como moneda de circulación. O como el que le llevó a presentarse solo en las elecciones de 2006, sin candidatos para el parlamento, por cuanto de nada le servirían en el caso de asumir la presidencia, puesto que su primera acción sería la activación del poder democrático primario y la convocatoria de una asamblea constituyente. De hecho, en noviembre de 2007 la asamblea constituyente ecuatoriana ordenó el receso del Congreso y se dedicó a redactar la que actualmente es seguramente la Constitución más avanzada en vigencia, votada mayoritariamente por los ecuatorianos, con casi el 64% de los votos, en septiembre de 2008.
En efecto, la Constitución que acaba de celebrar dos años es un instrumento esencial para el cambio en el país. En ella se incorporan elementos de democracia participativa, como el revocatorio de los cargos públicos o la presencia de amplísimos mecanismos de decisión popular, con los cuales en los países europeos apenas nos atrevemos a soñar. La naturaleza pasa a ser sujeto de derechos, y el agua o la alimentación inauguran el catálogo de derechos del buen vivir , el “sumak kawsay”, verdadero objetivo de la Constitución. La “revolución ciudadana” de Correa no es, pues, otra cosa que desarrollar la Constitución de Montecristi en un país donde no sólo se necesita con urgencia una profunda transformación, sino que fue protagonista de reivindicaciones indígenas y sublevaciones populares, como aquella “rebelión de los forajidos” que en abril de 2005, a pesar de la represión del gobierno, produjo la salida de Lucio Gutiérrez del Palacio de Carondelet y su huída a la embajada de Brasil y, de ahí, a Estados Unidos.
Pero cuatro años de gobierno y dos de Constitución han sido suficientes para que los lobos levantaran las orejas y se dieran cuenta de que ese guayaquileño alto, blanco y católico llamado Rafael Correa, máster en Lovaina y PhD en Norteamérica, lideraba un movimiento que se tomaba en serio la revolución ciudadana. La propuesta de Correa ha conseguido una y otra vez la mayoría de los apoyos de los ecuatorianos; los cambios producidos por la entrada en vigencia de la Constitución producen efectos reales, y los alrededores de la región no están para echar cohetes. El “perfecto idiota” de Correa, en términos de Vargas Llosa hijo y su cohorte, empieza a ser molesto.
La Constitución ecuatoriana prevé mecanismos de participación para controlar a los poderes públicos. Como en el caso de las constituciones de Venezuela o Bolivia, desde 2008 son posibles los referendos revocatorios para todos los cargos electos, incluido el Presidente de la República. De hecho, el revocatorio se llevó adelante contra Chávez en 2004, y contra Morales en 2008. En ambos casos los presidentes ganaron holgadamente la contienda, a pesar de la unión en su contra de las fuerzas opositoras. Por lo tanto, en el caso ecuatoriano tampoco de trata de un problema democrático institucional. Instituciones existen para solucionar el conflicto. Pero cuentan con un pequeño detalle que desbarata los planes de aquellos que son contrarios a los procesos de cambio latinoamericanos: la decisión no corresponde al Congreso, ni a las grandes familias, ni a los poderosos lobbies ; corresponde al pueblo. Y la democracia produce miedo a quienes no creen en ella.
Los sucesos en Ecuador, con la policía amotinada y el presidente secuestrado, es un acto más del libreto golpista que, hoy en día, se entiende como único remedio a esa enfermedad llamada democracia. Fuimos testigos de asonadas militares en Bolivia, del carmonazo en Venezuela, del triunfo de los golpistas en Honduras, ¿por qué no intentarlo en Ecuador? Los golpistas ladran. ¿Será que avanzamos?
Profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València. Presidente de la Fundación CEPS, cuyo equipo colaboró en el proceso constituyente ecuatoriano de 2008.
Por Rubén Martínez Dalmau
Los golpistas ladran en América Latina. Razones no les faltan. La proliferación de gobiernos democráticos populares durante la última década debe preocuparles, porque lo que pudieran considerar experimentos efímeros resulta que llegaron para quedarse. El panorama ha cambiado más allá de lo admisible: los Videla, Pinochet, Banzer o Stroessner han sido sustituidos por los Morales, Mújica, Correa o Chávez. A estos últimos, con sus diferencias, les une un denominador común que podría resumirse en la propuesta de refundar sus pueblos para integrar a los excluidos sobre la base de un apoyo mayoritario; pueblos que los han llevado al poder por sus esperanzas en un cambio profundo que deje en el pasado –nunca en el olvido- la presencia de gobiernos torturadores, ladrones y racistas. No en vano la consigna de Alianza País, con la que la coalición liderada por Correa ha ganado todas las elecciones en Ecuador desde hace ya cuatro años, recibe el nombre de “revolución ciudadana”.
Así como lo vieron descorbatándose en el balcón, frente a los abucheos de la policía amotinada, pidiendo a los golpistas que dejaran de esconderse cobardemente y tuvieran el coraje de enfrentarse a él, así es Rafael Correa. No sólo es un hombre de acción, también lo es de gestos. Gestos de coherencia, como la renuncia en 2005 al ministerio de Economía del gobierno del presidente Palacio, siendo más popular que el propio jefe de Estado, cuando planteó la necesidad de huir de las fauces de los organismos multilaterales que, como el Banco Mundial o el FMI, habían exprimido al pequeño país sudamericano hasta el punto de que tuvo que abandonar el sucre y asumir el dólar como moneda de circulación. O como el que le llevó a presentarse solo en las elecciones de 2006, sin candidatos para el parlamento, por cuanto de nada le servirían en el caso de asumir la presidencia, puesto que su primera acción sería la activación del poder democrático primario y la convocatoria de una asamblea constituyente. De hecho, en noviembre de 2007 la asamblea constituyente ecuatoriana ordenó el receso del Congreso y se dedicó a redactar la que actualmente es seguramente la Constitución más avanzada en vigencia, votada mayoritariamente por los ecuatorianos, con casi el 64% de los votos, en septiembre de 2008.
En efecto, la Constitución que acaba de celebrar dos años es un instrumento esencial para el cambio en el país. En ella se incorporan elementos de democracia participativa, como el revocatorio de los cargos públicos o la presencia de amplísimos mecanismos de decisión popular, con los cuales en los países europeos apenas nos atrevemos a soñar. La naturaleza pasa a ser sujeto de derechos, y el agua o la alimentación inauguran el catálogo de derechos del buen vivir , el “sumak kawsay”, verdadero objetivo de la Constitución. La “revolución ciudadana” de Correa no es, pues, otra cosa que desarrollar la Constitución de Montecristi en un país donde no sólo se necesita con urgencia una profunda transformación, sino que fue protagonista de reivindicaciones indígenas y sublevaciones populares, como aquella “rebelión de los forajidos” que en abril de 2005, a pesar de la represión del gobierno, produjo la salida de Lucio Gutiérrez del Palacio de Carondelet y su huída a la embajada de Brasil y, de ahí, a Estados Unidos.
Pero cuatro años de gobierno y dos de Constitución han sido suficientes para que los lobos levantaran las orejas y se dieran cuenta de que ese guayaquileño alto, blanco y católico llamado Rafael Correa, máster en Lovaina y PhD en Norteamérica, lideraba un movimiento que se tomaba en serio la revolución ciudadana. La propuesta de Correa ha conseguido una y otra vez la mayoría de los apoyos de los ecuatorianos; los cambios producidos por la entrada en vigencia de la Constitución producen efectos reales, y los alrededores de la región no están para echar cohetes. El “perfecto idiota” de Correa, en términos de Vargas Llosa hijo y su cohorte, empieza a ser molesto.
La Constitución ecuatoriana prevé mecanismos de participación para controlar a los poderes públicos. Como en el caso de las constituciones de Venezuela o Bolivia, desde 2008 son posibles los referendos revocatorios para todos los cargos electos, incluido el Presidente de la República. De hecho, el revocatorio se llevó adelante contra Chávez en 2004, y contra Morales en 2008. En ambos casos los presidentes ganaron holgadamente la contienda, a pesar de la unión en su contra de las fuerzas opositoras. Por lo tanto, en el caso ecuatoriano tampoco de trata de un problema democrático institucional. Instituciones existen para solucionar el conflicto. Pero cuentan con un pequeño detalle que desbarata los planes de aquellos que son contrarios a los procesos de cambio latinoamericanos: la decisión no corresponde al Congreso, ni a las grandes familias, ni a los poderosos lobbies ; corresponde al pueblo. Y la democracia produce miedo a quienes no creen en ella.
Los sucesos en Ecuador, con la policía amotinada y el presidente secuestrado, es un acto más del libreto golpista que, hoy en día, se entiende como único remedio a esa enfermedad llamada democracia. Fuimos testigos de asonadas militares en Bolivia, del carmonazo en Venezuela, del triunfo de los golpistas en Honduras, ¿por qué no intentarlo en Ecuador? Los golpistas ladran. ¿Será que avanzamos?
Profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València. Presidente de la Fundación CEPS, cuyo equipo colaboró en el proceso constituyente ecuatoriano de 2008.
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