jueves, 28 de octubre de 2010
Kirchner, estadista
La Jornada
El ex presidente argentino Néstor Kirchner, fallecido ayer, deja un legado valioso e incuestionable en ámbitos diversos: el desarrollo democrático, la justicia social, la soberanía, los derechos humanos y la integración regional.
Cabe recordar que el ex mandatario llegó a la Casa Rosada, en 2003, en un país devastado en lo económico –con la mitad de la población por debajo de la línea de la pobreza–, tras un proceso electoral profundamente atomizado y lastrado por el desencanto de la sociedad argentina hacia la clase política, como se expresaba en la frase que se vayan todos; con tan sólo 22 por ciento de los sufragios obtenidos en la primera vuelta, el nuevo mandatario tenía ante sí la perspectiva de encabezar una jefatura de Estado carente de mandato sólido.
Sin embargo, Néstor Kirchner tuvo la altura de miras y la visión de Estado necesarias para construir su propia legitimidad: consolidó y estabilizó la institucionalidad presidencial –desacreditada como consecuencia de los manejos inescrupulosos de sus predecesores Eduardo Duhalde, Fernando de la Rúa y el propio Carlos Saúl Menem– y, desde esa posición, interpretó el sentir ciudadano e impulsó un proyecto nacional para un país postrado; reorientó al Estado hacia la justicia social; redujo los indicadores de pobreza y desempleo; fortaleció el mercado interno; recuperó el control público en ámbitos centrales como la gestión del agua y las aerolíneas; canceló la deuda con el Fondo Monetario Internacional y logró, con ello, liberar a Argentina de las órdenes de ese organismo financiero, que tan nefastas consecuencias han tenido en América Latina. Por añadidura, Kirchner dio un fuerte impulso a la observancia de las garantías individuales y al esclarecimiento de los episodios de terrorismo de Estado y crímenes de lesa humanidad: en esa lógica, promovió la derogación de las impresentables leyes de Punto Final y Obediencia Debida, las cuales, durante más de dos décadas cobijaron a los integrantes de la dictadura militar (1976-1983).
En lo externo, el ex mandatario gravitó como contrapeso regional a los intentos de Washington por expandir y consolidar la ortodoxia neoliberal en la región mediante el Área de Libre Comercio de las Américas: en el contexto de la cuarta Cumbre de las Américas, celebrada en Mar del Plata, en 2005, Kirchner encabezó la resistencia latinoamericana contra ese proceso integracionista, e impulsó, en cambio, la creación de espacios regionales democráticos de efectiva cooperación multilateral, como la Unión de Naciones del Sur, conformada en 2008 junto con una docena de gobiernos de la región, y cuya secretaría general ejerció desde mayo hasta su muerte. Adicionalmente, tuvo la capacidad diplomática para poner en sintonía a un conjunto de gobiernos latinoamericanos que, más allá de coincidir en el rechazo a la dependencia de Estados Unidos, se expresan en proyectos nacionales tan diversos como el del venezolano Hugo Chávez y el del brasileño Luiz Inacio Lula da Silva.
En forma paradójica, el peso específico que adquirió el ex mandatario argentino en la política nacional y regional plantean, actualmente, una perspectiva inquietante: con la desaparición de uno de los dos factores del binomio Kirchner, el proyecto nacional que se ha venido desarrollando a lo largo de ocho años se ve amenazado en su continuidad. Cuando la oligarquía argentina se encuentra en plena ofensiva contra el gobierno, y cuando emplea como puntas de lanza a los exportadores de soya, a los dueños de los consorcios de medios y hasta funcionarios enquistados en instituciones del Estado –como quedó de manifiesto en meses recientes con el conflicto entre la Casa Rosada y el Banco Central–, la muerte de Kirchner pone al descubierto una de las principales debilidades de su proyecto: haber constreñido su liderazgo a la esfera matrimonial, y carecer, en consecuencia, de una figura de continuación de la actual presidenta argentina, Cristina Fernández, ahora viuda de Kirchner.
Corresponderá a los sectores lúcidos y comprometidos de la sociedad apuntalar los cambios políticos, sociales y económicos emprendidos durante las presidencias de los Kirchner y ayudar, así, a consolidar un proceso de renovación institucional que, más allá de sus fallas, reviste aspectos valiosos e imprescindibles para el pleno desarrollo de la Argentina contemporánea y de la región.
El ex presidente argentino Néstor Kirchner, fallecido ayer, deja un legado valioso e incuestionable en ámbitos diversos: el desarrollo democrático, la justicia social, la soberanía, los derechos humanos y la integración regional.
Cabe recordar que el ex mandatario llegó a la Casa Rosada, en 2003, en un país devastado en lo económico –con la mitad de la población por debajo de la línea de la pobreza–, tras un proceso electoral profundamente atomizado y lastrado por el desencanto de la sociedad argentina hacia la clase política, como se expresaba en la frase que se vayan todos; con tan sólo 22 por ciento de los sufragios obtenidos en la primera vuelta, el nuevo mandatario tenía ante sí la perspectiva de encabezar una jefatura de Estado carente de mandato sólido.
Sin embargo, Néstor Kirchner tuvo la altura de miras y la visión de Estado necesarias para construir su propia legitimidad: consolidó y estabilizó la institucionalidad presidencial –desacreditada como consecuencia de los manejos inescrupulosos de sus predecesores Eduardo Duhalde, Fernando de la Rúa y el propio Carlos Saúl Menem– y, desde esa posición, interpretó el sentir ciudadano e impulsó un proyecto nacional para un país postrado; reorientó al Estado hacia la justicia social; redujo los indicadores de pobreza y desempleo; fortaleció el mercado interno; recuperó el control público en ámbitos centrales como la gestión del agua y las aerolíneas; canceló la deuda con el Fondo Monetario Internacional y logró, con ello, liberar a Argentina de las órdenes de ese organismo financiero, que tan nefastas consecuencias han tenido en América Latina. Por añadidura, Kirchner dio un fuerte impulso a la observancia de las garantías individuales y al esclarecimiento de los episodios de terrorismo de Estado y crímenes de lesa humanidad: en esa lógica, promovió la derogación de las impresentables leyes de Punto Final y Obediencia Debida, las cuales, durante más de dos décadas cobijaron a los integrantes de la dictadura militar (1976-1983).
En lo externo, el ex mandatario gravitó como contrapeso regional a los intentos de Washington por expandir y consolidar la ortodoxia neoliberal en la región mediante el Área de Libre Comercio de las Américas: en el contexto de la cuarta Cumbre de las Américas, celebrada en Mar del Plata, en 2005, Kirchner encabezó la resistencia latinoamericana contra ese proceso integracionista, e impulsó, en cambio, la creación de espacios regionales democráticos de efectiva cooperación multilateral, como la Unión de Naciones del Sur, conformada en 2008 junto con una docena de gobiernos de la región, y cuya secretaría general ejerció desde mayo hasta su muerte. Adicionalmente, tuvo la capacidad diplomática para poner en sintonía a un conjunto de gobiernos latinoamericanos que, más allá de coincidir en el rechazo a la dependencia de Estados Unidos, se expresan en proyectos nacionales tan diversos como el del venezolano Hugo Chávez y el del brasileño Luiz Inacio Lula da Silva.
En forma paradójica, el peso específico que adquirió el ex mandatario argentino en la política nacional y regional plantean, actualmente, una perspectiva inquietante: con la desaparición de uno de los dos factores del binomio Kirchner, el proyecto nacional que se ha venido desarrollando a lo largo de ocho años se ve amenazado en su continuidad. Cuando la oligarquía argentina se encuentra en plena ofensiva contra el gobierno, y cuando emplea como puntas de lanza a los exportadores de soya, a los dueños de los consorcios de medios y hasta funcionarios enquistados en instituciones del Estado –como quedó de manifiesto en meses recientes con el conflicto entre la Casa Rosada y el Banco Central–, la muerte de Kirchner pone al descubierto una de las principales debilidades de su proyecto: haber constreñido su liderazgo a la esfera matrimonial, y carecer, en consecuencia, de una figura de continuación de la actual presidenta argentina, Cristina Fernández, ahora viuda de Kirchner.
Corresponderá a los sectores lúcidos y comprometidos de la sociedad apuntalar los cambios políticos, sociales y económicos emprendidos durante las presidencias de los Kirchner y ayudar, así, a consolidar un proceso de renovación institucional que, más allá de sus fallas, reviste aspectos valiosos e imprescindibles para el pleno desarrollo de la Argentina contemporánea y de la región.
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