Por Marcos Roitman Rosenmann
Los detractores del socialismo no pueden oír hablar de la existencia de explotación, imperialismo o explotadores. Se muestran iracundos cuando algún comensal o interlocutor les hace ver que las clases sociales son una realidad. Los portadores del nuevo catecismo posmoderno, dicen tener argumentos de peso para desmontar la tesis que aún postula su validez y su vigencia como categorías de análisis de las estructuras sociales y de poder. Lamentablemente, sólo es posible identificar, con cierto grado de sustancia, dos tesis. El resto entra en el estiércol de las ciencias sociales. Son adjetivos calificativos, insultos personales y críticas sin altura de miras. Yendo al grano, la primera tesis subraya que la contradicción explotados-explotadores es una quimera, por tanto, todos sus derivados, entre ellos las clases sociales, son conceptos anticuados de corto recorrido. Ya no hay clases sociales y si las hubiese, son restos de una guerra pasada. Desde la caída del muro de Berlín hasta nuestros días las clases sociales están destinadas a desaparecer, si no lo han hecho ya.
El segundo argumento, corolario del primero, nos ubica en la caducidad de las ideologías y principios que les dan sustento, es decir el marxismo y el socialismo. Su conclusión es obvia, los dirigentes sindicales, líderes políticos e intelectuales que hacen acopio y se sirven de la categoría clases sociales para describir luchas y alternativas en la actual era de la información, vivirían de espaldas a la realidad.
Nostálgicos enfrentados a molinos de viento que han perdido el tren de la historia. Para seguir adelante, hay que renovar, buscar conceptos en un mundo novísimo.
Sin duda en las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI han emergido procesos sociales, económicos, políticos y culturales que no sólo han reinventado la realidad sino los conceptos para describirla. Ello no es acontecimiento novedoso. La historia está llena de estas vicisitudes donde se inventan palabras. Basta leer libros de tecnociencias, informática, bioquímica o neurociencias para comprobar lo dicho. Incluso, una academia tan conservadora como la española de la lengua se ve obligada, cada cierto tiempo, a incorporar voces que emergen de la vida diaria hasta convertirse en una realidad difícil de soslayar. Sin embargo, no debe caerse en el absurdo de tirar el niño con el agua sucia dentro. Nuevas voces no invalidan las ya existentes. Pueden complementar o enriquecer el lenguaje.
La posibilidad de caer en el absurdo a la hora de renombrar objetos, oficios y situaciones, está a la orden el día. Los casos son variopintos. Así, nos podemos encontrar que un cocinero se ha convertido en un restaurador de alimentos; los recreos en los patios de los colegios, han pasado a denominarse segmentos lúdicos y los bares se consideran zonas de avituallamiento rápido. Esta moda sólo aporta confusión.
No es lo mismo un concepto viejo que otro anticuado. El imperialismo existe por mucho que les pese a quienes plantean su muerte en beneficio de la llamada interdependencia global o globalización. Su definición sigue siendo válida en tanto explica a) la concentración de la producción y del capital que dio origen a los monopolios; b) la fusión del capital bancario e industrial y la emergencia de una oligarquía financiera; c) el poder hegemónico de la exportación de capitales frente a las materias primas; d) la formación de las trasnacionales y reparto del mundo entre las empresas; f) las luchas por el control y el reparto territorial del mundo entre países dominantes; y g) facilita comprender las formas de internacionalización de los mercados, la producción y el trabajo.
Por consiguiente, los cambios del imperialismo señalan su versatilidad y capacidad de adaptación en medio de los cambios profundos que sufre el capitalismo. La globalización como concepto no sustituye al imperialismo como una realidad. Saber que el imperialismo actual dista del imperialismo del siglo XIX es sentido común y no requiere de muchas cábalas. El imperialismo goza de buena salud. Otro tanto ocurre con el concepto de clases sociales. En la actualidad muchos científicos sociales prefieren hablar de estratificación social y estructuras ocupacionales antes que acudir al concepto de clases sociales para explicar las desigualdades, la pobreza o la indigencia. Los ejemplos pueden continuar. También los conceptos de explotación y colonialismo internos ha caído en desgracia aunque la semiesclavitud, la trata de blancas y el trabajo infantil y el dominio étnico sean una realidad cada vez más extendida en el planeta. Es este contexto adverso para el pensamiento crítico donde ve la luz, en América Latina, una nueva realidad que trata de explicar este rechazo al uso de conceptos y categorías provenientes de la tradición humanista y marxiana: la colonialidad del saber y del poder.
Bajo el manto de parecer posmodernos, integrados a la llamada sociedad de la información y partícipes de la globalización neoliberal, se renuncia a ejercer el juicio crítico. Es más cómodo dejar de pensar, apoyándose en una supuesta caducidad de los conceptos, que darse a la molestia de averiguar cuáles son y han sido las transformaciones sufridas por las clases sociales durante las últimas décadas. Ello supondría reflexionar, atributo del cual carecen los nuevos robots alegres de pensamiento sistémico.
Por último sirva como provocación señalar las diferencias entre conceptos viejos y anticuados. La ley de gravitación universal tiene más de cinco siglos, por su data es desde luego longeva, pero sigue siendo válida. Quienes duden de su pertinencia, les aconsejo un ejercicio práctico, déjense caer de una altura de 50 metros y comprobaran si la ley de gravitación universal es anticuada y caduca. Lo mismo ocurre con las clases sociales. Negar su existencia es, por decir lo menos, un acto de ignorancia.
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