viernes, 27 de agosto de 2010

Fogwill, Quiquito

Página/12

Por Horacio González

No va a ser fácil acostumbrarse a la ausencia de Fogwill, porque estaba en todos los puntos de tensión que pudieran imaginarse en torno de cualquier falla en la imaginación pública. El mismo era una falla y la representaba con un gasto doloroso y una risa de fauno corrosivo.

Hasta que largaba algo inesperado, que venía masticando entre acres agresiones, y era una relación inesperada entre las cosas y el pensamiento. Siempre a la caza, esencialmente atrapaba relaciones de fuerza, oscuras pulsiones sueltas en la vida de todos, molestas revelaciones de las potencias sombrías que están en el lenguaje.

No va a ser fácil acostumbrarse, porque queda su obra, como siempre se dice, pero su obra es como él, es como él era, una frágil membrana de la realidad que se recreaba en cada una de sus actuaciones públicas, de su teatro y comedia del existir. Cuando uno muere, cuando se muere, nos dan el nombre verdadero, nos lo devuelven como regalo póstumo en un acto funerario. Se vuelve entonces a llamar Rodolfo Enrique Fogwill, vuelve a nacer en Quilmes hace 69 años, vuelve a ser estudiante de sociología y vuelve a escribir su obra, con su genealogía correcta y adecuada a una biografía, en la que durante muchos años le dijimos “Quique” hasta que le respetamos el sacramento de su “Fogwill”.

Pero más que una biografía, manejó publicitariamente su nombre y lo convirtió en un ícono sonoro, emblema visual de mercado y epistemología errante. Usó la expresión “experiencia sensible” para decir algo que nunca dijo literalmente: que sólo rescatando la experiencia sensible, que es la más radicalizada flema lírica y musical debajo de las palabras, podemos seguir existiendo. Y la experiencia sensible es un humanismo que Fogwill no declaró nunca como tal, o que incluso lo hizo, pero negándolo. “Publicitaba” aquello en lo que no creía, como todo gran publicitario. Al hechizo del mundo técnico, tema contra el cual compuso sus novelas, lo mostró proviniendo de una ceguera formidable, y la designó como el fin de esa experiencia sensible. Pero lo que hacía parecía lo contrario, un salmo a la teoría de la emancipación con que las grandes tecnologías gustan de verse a sí mismas.

Fue poeta lírico que buscó rehacer el lenguaje vivo en medio de un cultivo fetichista de los infinitos rezagos de las tecnologías, del marketing, del habla prefabricada de las profesiones y del pragmatismo positivista con el que solemos practicar nuestros lenguajes diarios. De ahí saca sus novelas y poesías. En los Pychicyegos la guerra es el lenguaje, las posiciones en las trincheras están en el habla. La guerra primero nos exige que conversemos como ella, en estado fisicoquímico de necesidad, aunque luego nos dejaría redimirnos como poetas liberados. Cito en la vaguedad de la memoria otros de sus escritos: en otro orden de cosas muestra hombres aprisionados en los tejidos metálicos del poder, pero el poder decide entretener a los intelectuales dejándoles la organización de vanas utopías humanísticas. También allí la red tecnológica –alerta Fogwill– nos captura. Pero su novela ofrece la cifra de una implícita redención, sin que nos demos cuenta. Nadie debía darse cuenta, ni él, porque la existencia no puede declarar sus fines (pienso que pensaba Fogwill).
En La experiencia sensible, justamente, se propone aferrar el secreto nominalista de la materia, rebosante de amenazadoras energías, de longitudes oníricas, de átomos de excitación física, de impulsos sexuales que se trazan según automatizaciones desoladoras. Pero siempre está la sensación de la catástrofe inminente, pues el factor técnico y la administración de la materia no pueden gobernar la vida. Salvo con el terror. Fogwill logra traducir esas sensaciones salvadoras, las escribe como un cyber-alquimista en medio de cableados y probetas.

Sus poesías son el intento de encontrar, como en su héroe, Leónidas Lamborghini, el punto en donde el lenguaje se recobra en las tinieblas luego de sufrir el divino acoso de los poderes técnicos. Tituló Runa a uno sus poemarios porque solamente evocando una supuesta lengua originaria y distraída (debió pensar), se podría volver al mundo humano. Su propio nombre lo convirtió en una “runa”, en un signo burlón y profético, tomado a la chacota, pero escribiendo una de las literaturas más asombrosas del país contemporáneo. Los nombres verdaderos de las cosas debían surgir del trabajo burlón de un viejo filósofo cínico que condenaba la simulación y la practicaba a diario. Fue un filósofo del lenguaje, pero actuó como un entretenido semiólogo sesentista, mostrando que hablar era mover placas tectónicas, aunque se trataba del zumbido a veces insoportable que producía en las charlas de bar o en las conferencias que daba, con la estricta misión de anular el modo falaz con que en todo el mundo se producen esas convocatorias.

No va a ser fácil acostumbrarse a su ausencia, porque su presencia mantenía los hilos ocultos de lo que significaba una picaresca y un desértico balance del existir. Su personaje inquisidor, su socratismo doloroso, poseía un indicio de redención que sin embargo debía ser percibido –como en toda su poética-, en términos de una distracción y una humorada. Solo así podía surgir una “runa”, un signo que descifrara el presente y no generara ningún poder si eso pasara. Actuó simulando que si eso ocurriera, no debía importar, porque basta que se confesase un interés, cualquier interés, para que surgiera un problema de dominio, de hegemonías, de poderes. No solemos acostumbrarnos fácilmente a la desaparición de un gran comediante, porque pareciera que pone de inmediato en peligro su obra y la de los demás.

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